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西语阅读:Symbols and Signs 《征兆与象征》

时间:2017-08-10来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:  Por cuarta vez en cuatro a?os los confrontaba el problema de qu regalo de cumplea?os darle a un chico que estaba inc
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   Por cuarta vez en cuatro a?os los confrontaba el problema de qué regalo de cumplea?os darle a un chico que estaba incurablemente trastornado. Deseos no tenía ninguno. Los objetos hechos por el hombre eran para él colmenas llenas de mal, vibrando con una actividad maligna que sólo él podía percibir, o bien comodidades groseras que no servían para nada en su mundo abstracto. Después de eliminar un número de artículos que lo podrían ofender o asustar (cualquier cosa relacionada con aparatos, por ejemplo, era tabú), sus padres eligieron una nadería delicada e inocente—un canastillo que contenía diez distintos confites de fruta en sendos frasquitos.
  Cuando nació el ni?o, ellos llevaban casados un buen tiempo; desde entonces, había transcurrido una veintena de a?os y ahora estaban bastante viejos. El pelo opaco y gris de ella estaba sujetado con descuido. Llevaba vestidos negros baratos. A diferencia de otras mujeres de su edad (como la Sra. Sol, la vecina del lado, cuya cara era toda rosa y malva de pintura y cuyo sombrero era un ramillete de flores de arroyuelo), ella presentaba un rostro de desnuda palidez bajo la despiadada luz de la primavera. Su marido, que en el antiguo país había sido un hombre de negocios bastante exitoso era, ahora, en Nueva York, completamente dependiente de su hermano Isaac, que era americano de verdad desde hacía más de casi cuarenta a?os. Ellos casi nunca veían a Isaac y lo habían apodado “El Príncipe”.
  Ese viernes, el cumplea?os del hijo, todo salió mal. El tren subterráneo se quedó sin su corriente vital entre dos estaciones y por un cuarto de hora ellos no podían oír nada más que el diligente latir de sus corazones y el crujir de los periódicos. El bus que tenían que tomar a continuación se atrasó y los obligó a esperar largo rato en una esquina, y cuando llegó por fin, estaba lleno de liceanos revoltosos. Empezó a llover mientras subían caminando por la senda barrosa que llevaba al sanatorio. Allí esperaron de nuevo, y en lugar de su muchacho, arrastrando los pies, como hacía siempre (con su pobre cara triste, confusa, mal afeitada, y manchada de acné), apareció al cabo una enfermera que los dos conocían y aborrecían y que animadamente les explicó que otra vez él había intentado quitarse la vida. Estaba bien, dijo, pero una visita de sus padres podría perturbarlo. El lugar era tan escaso de personal, y las cosas se desubicaban o se extraviaban tan fácilmente, que decidieron no dejarle el regalo en la administración sino traérselo para la próxima visita.
  Afuera del edificio, ella esperó que su marido abriera el paraguas y entonces lo tomó del brazo. ?l carraspeaba a cada rato, como siempre que estaba alterado. Llegaron al refugio de la parada de buses al otro extremo de la calle y él cerró el paraguas. A pocos pies de distancia, bajo un árbol que se mecía y goteaba, un diminuto pájaro implume se retorcía en vano dentro de un charco.
  Durante el largo trayecto hasta la estación del metro, ella y su marido no intercambiaron palabra, y cada vez que ella echaba un vistazo a sus viejas manos, apretadas y temblorosas sobre el mango de su paraguas, y veía sus venas hinchadas y su piel manchada, sentía la creciente presión de las lágrimas. Mientras miraba a su alrededor, tratando de enganchar su mente en algo, le sobrevino una especie de suave conmoción, una mezcla de compasión y maravilla, al darse cuenta de que uno de los pasajeros—una muchacha de pelo oscuro y u?as rojas y algo sucias en los pies, lloraba apoyada en el hombro de una mujer mayor. ?A quién se parecía esa mujer? Se parecía a Rebecca Borisovna, cuya hija se había casado con uno de los Soloveichiks—en Minsk, hacía a?os.
  La última vez que el chico había tratado de hacerlo, su método había sido, en palabras del doctor, una obra maestra de ingenio; habría tenido éxito si otro paciente no hubiese creído que estaba aprendiendo a volar y se lo impidió justo a tiempo. Lo que el chico quería en realidad era abrir un agujero en su mundo y escapar.
  El sistema de sus delirios había sido tema de un elaborado trabajo en una revista científica que el doctor del sanatorio les había dado a leer. Pero mucho antes de eso, ella y su marido habían tratado de resolver el enigma por sí solos. “Manía referencial”, lo llamaba el artículo. En esto casos muy poco frecuentes, el paciente se imagina que todo lo que pasa a su alrededor es una referencia velada a su personalidad y a su existencia. Excluye a la gente real de esta conspiración, porque se considera mucho más inteligente que otras personas. La naturaleza fenomenal lo sigue dondequiera que vaya. Las nubes del cielo vigilante se transmiten unas a otras, por medio de lentos signos, información increíblemente detallada sobre él. Sus pensamientos más íntimos los discuten al caer la noche, en alfabeto de manos, árboles tenebrosamente gesticuladores. Los guijarros o las manchas o las motas de sol forman patrones que representan, de alguna manera espantosa, mensajes que él tiene que interceptar. Todo es una clave cifrada y, de todo, él es el tema. En todo su rededor hay espías. Algunos son observadores lejanos, como las superficies de vidrio y las aguas en reposo; otros, como los abrigos en las vitrinas, son testigos prejuiciosos, linchadores de corazón; otros, de nuevo (agua que corre, tormentas) son histéricos hasta la locura, tienen una opinión distorsionada de él, y malinterpretan grotescamente sus acciones. Debe estar siempre en alerta y dedicar cada minuto y módulo de vida a descodificar la ondulación de las cosas. Hasta el aire que exhala se clasifica y se archiva. ?Si sólo el interés que él provoca se limitara a su entorno inmediato, pero, por desgracia, no es así! Con la distancia, los torrentes de enloquecido escándalo aumentan en volumen y volubilidad. Las siluetas de sus corpúsculos sanguíneos, magnificadas un millón de veces, revolotean sobre vastas llanuras; y aún más lejos, grandes monta?as de intolerable solidez y altura resumen, en términos de granito y crujientes pinos, la verdad última de su ser.
  Cuando emergieron del estruendo y el aire maleado del tren subterráneo, los últimos residuos de luz diurna se mezclaban con los faroles de la calle. Ella quiso comprar pescado para la cena, así que le pasó el canasto de confites, diciéndole que se fuera a casa. Así, él regresó al conventillo, subió hasta el tercer descanso de las escaleras, y entonces recordó que le había pasado las llaves a ella.
  En silencio se sentó en los escalones y en silencio se incorporó cuando, unos diez minutos más tarde, ella subió pesada y fatigosamente las escaleras, con una débil sonrisa y sacudiendo la cabeza en gesto de reconocer su propia tontera. Entraron al departamento de dos piezas y él de inmediato se plantó frente al espejo. Estirando las comisuras de los labios con sus dos pulgares, en una mueca horrible, como de máscara, se sacó su nueva, irremitiblemente incómoda placa dental y cortó los largos colmillos de saliva que lo conectaban a ella. Leyó su periódico en ruso mientras ella ponía la mesa. Todavía leyendo, comió la pálida ración para la que no necesitaba dientes. Ella conocía sus estados de ánimo y también estaba silenciosa.
  Cuando él se fue a dormir, ella se quedó en la sala con su mazo de cartas sucias y sus viejos álbumes de fotografías. Al otro lado del estrecho patio, donde la lluvia tintineaba en la oscuridad contra unas latas, las ventanas estaban encendidas tenuemente, y en una de ellas un hombre de pantalones negros, con las manos detrás de la nuca y los codos levantados, se veía acostado de espaldas sobre una cama desordenada. Bajó el visillo y examinó las fotografías. De peque?o, se veía más sorprendido que la mayoría de los bebés. Una fotografía de una criada alemana que habían tenido en Leipzig con su novio de cara gorda cayó desde un pliegue del álbum. Volteó las páginas del libro: Minsk, la Revolución, Leipzig, Berlin, Leipzig, el frontis chueco de una casa, muy desenfocado. Este era el ni?o cuando tenía cuatro a?os, en un parque, tímidamente, con la frente arrugada, apartando la vista de una ardilla entusiasta, como hubiera hecho con cualquier otro desconocido. Esta era la tía Rosa, una se?ora de edad, quisquillosa, angular, de ojos desorbitados, que vivía en un mundo trémulo de malas noticias, bancarrotas, accidentes ferroviarios, y lunares cancerígenos hasta que los alemanes la mataron junto con toda la gente de la que ella se había preocupado. El ni?o, a los seis a?os—esto fue en la época en que dibujaba pájaros maravillosos de manos y pies humanos, y sufría de insomnio como un hombre adulto. Su primo, ahora un famoso jugador de ajedrez. El ni?o de nuevo, a los ocho a?os, ya difícil de entender, asustado por el papel mural del pasillo, asustado por cierta ilustración en un libro que sólo mostraba un paisaje idílico con rocas en una colina y una rueda vieja de carreta colgando de la rama de un árbol deshojado. Esta era a los diez a?os—el a?o que se fueron de Europa.
  Peter Bruegel, el viejo.
  Peter Bruegel, el viejo. “El triunfo de la muerte”
  Ella recuerda la vergüenza, la lástima, las dificultades humillantes del viaje, y los ni?os feos, malvados, retrasados, con los que estuvo en la escuela especial donde lo pusieron después de llegar a América. Y luego vino una época en la vida del ni?o, que coincidió con la larga convalescencia de una pulmonía, en que esas peque?as fobias suyas, que sus padres habían porfiadamente considerado como las excentricidades de un ni?o prodigiosamente dotado, se endurecieron, por decirlo así, en un denso enredo de delirios que interactuaban lógicamente, haciéndolos completamente inaccesibles a una mente normal.
  Ella ya se había resignado a todo esto, y mucho más, porque, después de todo, vivir significa aceptar la pérdida de una alegría tras otra, ni siquiera alegrías, en su caso, sino meras posibilidades de mejoría. Pensó en las recurrentes oleadas de dolor que por alguna razón u otra ella y su marido habían tenido que soportar; en los gigantes invisibles que le hacían da?o a su hijo de alguna manera inimaginable; en la cantidad incalculable de ternura contenida en el mundo; en el destino de esa ternura, ya sea aplastada o malgastada, o transformada en locura; en ni?os sin cuidar tararéandose a sí mismos en rincones sucios; en bellas malezas que no se pueden esconder del labrador.
  Era casi la medianoche cuando, desde la sala, oyó gemir a su marido, y en seguida él entró trastabillando, vistiendo sobre su camisa de dormir el viejo abrigo de cuello de astrakán que tanto prefería por sobre su bonita bata azul.
  —?No puedo dormir!—gritó.
  —?Por qué no puedes dormir?—preguntó ella—Estabas tan cansado.
  —No puedo dormir porque me estoy muriendo—dijo él, y se tendió en el sofá.
  —?Es el estómago? ?Quieres que llame al doctor Solov?
  —Doctores no, doctores no—gimió —?al diablo con los doctores! Tenemos que sacarlo de ahí rápido. De otra manera, nosotros somos responsables… ?Responsables!
  Se precipitó a sentarse, con los dos pies en el suelo, y se golpeaba la frente con su pu?o apretado.
  —Bien—dijo ella suavemente—Ma?ana en la ma?ana lo traemos a casa.
  —Quisiera un poco de té—dijo su marido, y salió al ba?o.
  Agachándose con dificultad, ella recogió algunos naipes y una fotografía o dos que habían caído al suelo—el jack de corazones, el nueve de picas, el as de picas, la criada Elsa y su novio bestial. ?l regresó de buen ánimo, exclamando, “ya lo tengo todo planeado. Le vamos a dar el dormitorio. Nosotros nos vamos a turnar para pasar parte de la noche cerca de él y la otra parte en este sofá. Haremos que lo vea el doctor por lo menos dos veces por semana. No importa lo que diga “El Príncipe”. No va a decir nada, de todos modos, porque va a salir más barato”.
  Sonó el teléfono. Era una hora muy poco usual para que sonara. ?l se quedó de pie en medio de la sala, buscando con el pie la pantufla que se le había salido, e infantilmente, desdentadamente, se quedó mirando a su mujer. Como sabía más inglés que él, era quien atendía las llamadas telefónicas.
  —?Puedo hablar con Charlie?—le dijo la vocecita opaca de una ni?a.
  —?Qué número quiere? … No, tiene el número equivocado.
  Colgó el auricular suavemente y la mano se le fue al corazón.
  —Me asustó—dijo.
  ?l le respondió con una sonrisa rápida y de inmediato reinició su entusiasta monólogo. Lo irían a buscar apenas despuntara el día. Por su propio bien, guardarían todos los cuchillos en un cajón con llave. Aun en sus peores momentos, nunca fue un peligro para los demás.
  El teléfono sonó de nuevo.
  La misma vocecita monótona, ansiosa, preguntó otra vez por Charlie.
  —Tiene el número equivocado. Le voy a decir lo que está haciendo. Está discando la letra “o” en vez del cero—y le colgó de nuevo.
  Se sentaron a tomar su inesperado, festivo té de medianoche. ?l sorbía ruidosamente; tenía la cara colorada; de vez en cuando levantaba su vaso en un movimiento circular, como para que el azúcar se terminara de disolver. La vena del costado de su cabeza calva se destacaba notoriamente, y se veían pelos plateados en su barbilla. El regalo de cumplea?os estaba en la mesa. Mientras ella le llenaba otro vaso de té, él se puso los anteojos y reexaminó con placer los frasquitos luminosos, amarillos, verdes y rojos. Sus labios torpes y húmedos deletreaban las elocuentes etiquetas—damasco, uva, ciruela costina, membrillo. Había llegado a manzana silvestre cuando el teléfono sonó una vez más.
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