Mi madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche bajadas. En Phoenix, la temperatura era de veinticuatro grados y el cielo de un azul perfecto y despejado. Me había puesto mi blusa favorita, sin mangas y con cierres a presión blancos; la llevaba como gesto de despedida. Mi equipaje de mano era un anorak.
En la península de Olympic, al noroeste del Estado de Washington, existe un pueblecito llamado Forks cuyo cielo casi siempre permanece encapotado. En esta insignificante localidad llueve más que en cualquier otro sitio de los Estados Unidos. Mi madre se escapó conmigo de aquel lugar y de sus tenebrosas y sempiternas sombras cuando yo apenas tenía unos meses. Me había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que por fin me impuse al cumplir los catorce a?os; así que, en vez de eso, los tres últimos a?os, Charlie, mi padre, había pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en California.
Y ahora me exiliaba a Forks, un acto que me aterraba, ya que detestaba el lugar.
Adoraba Phoenix. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la vitalidad de una ciudad que se extendía en todas las direcciones.
—Bella —me dijo mamá por enésima vez antes de subir al avión—, no tienes por qué hacerlo.
Mi madre y yo nos parecemos mucho, salvo por el pelo corto y las arrugas de la risa. Tuve un ataque de pánico cuando contemplé sus ojos grandes e ingenuos. ?Cómo podía permitir que se las arreglara sola, ella que era tan cari?osa, caprichosa y atolondrada? Ahora tenía a Phil, por supuesto, por lo que probablemente se pagarían las facturas, habría comida en el frigorífico y gasolina en el depósito del coche, y podría apelar a él cuando se encontrara perdida, pero aun así...