"Hay un lugar donde llueve chocolate del cielo, y allí se esconde un gran tesoro ?Quien lo encuentre será rico!", decía la nota.
Vera no dudó en ir tras el tesoro y comenzó a hacer excursiones, recorriendo en secreto cada rincón de las monta?as, buscando un lugar donde lloviera chocolate. Pero allá donde iba siempre llovía agua. Valles, cuevas, ríos, desiertos, bosques o praderas. Siempre llovía agua.
Un día, desanimada, lloraba junto a un camino cuando se acercó un ni?o.
- ?Por qué lloras?
- ?Por que todas las nubes son de agua! ?Buaaa!
- ?Claro!- respondió el ni?o- ?De qué quieres que sean, de chocolate?
- ?Siiiii! ?Buaaaaa!
- Pues eso sería estupendo. Me encantaría que lloviera chocolate. Igual que en un cuento que leí de peque?o.
Vera dejó de llorar ?Un cuento? ?Y si su abuela se refería a un libro? ?En un libro sí que puede llover chocolate y pasar cualquier cosa!
Sin decir nada más, le dio un gran abrazo al ni?o y salió corriendo a la biblioteca, en busca del cuento en el que llovía chocolate. Seguro que allí estaba la pista para encontrar el tesoro.
Ese día, y muchísimos más que le siguieron, Vera estuvo todo el día leyendo en la biblioteca, buscando el libro de las nubes de chocolate. Encontró sue?os arcoiris, mares musicales, bosques de sonrisas, pero ni rastro de la lluvia de chocolate. Ni durante la primera semana. Ni en el primer mes. Ni tras el primer a?o. Pero como sabía que existía, estaba decidida a seguir buscando.
Hasta que llegó el día en que se acabaron los libros y no supo qué hacer.
- Si no encuentras ese libro que tanto has buscado, ?por qué no le escribes tú? - le dijo la bibliotecaria, tratando de consolarla.
- Pues porque así no vale, estoy buscando otra cosa - respondió.
Pero de camino a casa siguió dándole vueltas a la idea, y en su cabeza creció una preciosa historia con nubes de chocolate, que no pudo resistirse a escribir al llegar a su cuarto. Mientras lo hacía y en su imaginación jugaba con aquella dulce lluvia, surgieron mil nuevas historias e ideas, a cada cual más divertida y original. Creaba nuevos mundos y criaturas sin esfuerzo, y los hacía vivir en el papel y en la imaginación de los demás. Así descubrió que su abuela tenía razón: había leído tanto que su cabeza era un tesoro del que no dejaban de surgir ideas que utilizaba para escribir, para hablar, para aprender o incluso inventar, y con las que se ganó el respeto y la admiración de todos.
Y sintió que era muy rica, porque no cambiaría por nada aquella cabecita en la que llovía chocolate; ni por todo el oro del mundo.