La vida se hizo entonces durísima para los dos. Aunque el oasis les proporcionaba agua de sobra, su única comida eran los dátiles de las pocas palmeras que habían crecido junto al agua. Y aunque agitaban sus varitas tratando de conseguir comida, tenían tan poca magia que nunca pasaba nada.
Hasta que varias semanas después, al agitar su varita, Locomo vio ante sí un enorme y apetitoso tomate.
- Vaya ?Qué suerte la mía! Si me lo como ahora me alegrará el día.
Y aquel fue el mejor día de Locomo desde que vivía en el oasis.
Algo parecido le pasó a Loplanto a los pocos días, cuando su varita le regaló una peque?a patata.
- Vaya ?Qué suerte la mía! Si la planto y la cuido me alegrará muchos días.
Y aquel día Loplanto tuvo la misma hambre que todos los anteriores, y además tuvo que trabajar para preparar la tierra y sembrar la patata.
Algún tiempo después la varita regaló a Locomo un pajarillo cantarín y regordete.
- Vaya ?Qué suerte la mía! Si me lo como ahora me alegrará el día.
Y la abundante carne del pajarillo le supo tan rica que aquel se convirtió en su mejor día en el oasis.
También la varita de Loplanto hizo surgir por aquellos días un pajarillo cantarín y flacucho.
- Vaya ?Qué suerte la mía! Si lo alimento y lo cuido me alegrará muchos días.
Y aquel día y muchos otros Loplanto compartió con el pajarillo su poca comida, para conseguir que el pajarillo volviera y le despertara cada día con sus bellos cantos.
Los dos jóvenes siguieron recibiendo nuevos y peque?os regalos de sus varitas cada cierto tiempo. Locomo los usaba al momento para conseguir un día especial, mientras que Loplanto aguantaba el hambre y el cansancio, esforzándose por convertir cada regalo en algo que pudiera serle útil durante más tiempo. Así, no tardó en conseguir un peque?o huerto cuyos frutos también compartía con cada vez más animales de los que consiguía ayuda, comida y compa?ía. Llegó a estar tan a gusto y cómodo, y a tener tantas cosas, que por fin se atrevió a ir a buscar a Locomo para intentar cruzar el desierto y escapar de allí.
Sin embargo, Locomo no quiso saber nada de él. Al oír cómo había conseguido Loplanto tantas cosas, y pensar que él podía haber hecho lo mismo, se llenó de rabia y de envidia. Entonces, convencido de que todo era culpa de la poca magia que tenía su varita, cambió las varitas en un descuido y luego, impaciente por probar su nueva varita, echó a su antiguo amigo de allí. Pero aquella varita era aún menos mágica que la que ya tenía, y el envidioso e impaciente mago quedó encerrado durante a?os y a?os en su oasis, incapaz de hacer nada para salir de allí.
Loplanto abandonó el oasis de Locomo decidido a cruzar el desierto. Pero apenas llevaba unas horas de viaje, cuando se levantó un fuerte viento que arrastró a su amigo el pajarillo. El mago corrió tras él para salvarlo, pero el viento creció hasta convertirse en un tornado que aspiró al pajarillo, al mago y a todas sus cosas, levantándolos por los aires. Volaron y volaron durante tantas horas que cruzaron el desierto y atravesaron el mar. Finalmente, el viento perdió fuerza y Loplanto aterrizó suavemente en un valle verde y tranquilo, junto a una bella fuente. Entonces, el pájaro tomó en su pico la varita de Loplanto y la llevó hasta la fuente.
El joven mago sintió al momento cómo su varita y él mismo se llenaban de la magia más pura y de la sabiduría más profunda. Y descubrió que aquella era la verdadera fuente de la magia, y el pajarillo su fiel guardián, cuya principal misión era reservar tanto poder solo para aquellos con la suficiente sabiduría, paciencia y voluntad como para conseguir grandes cosas con una minúscula gotita de magia.