Volvió loco al sastre de palacio que, acostumbrado a lujosos vestidos de cinturita de avispa, no sabía cómo hacer ropa deportiva, pantalones o camisetas.
Volvió locas a las damas de la corte, cuando rechazó al guapísimo y admiradísimo príncipe azul preparado para ella, y se casó con un chico bajito y delgaducho, pero muy divertido.
Volvió locos a los generales del reino, cuando el país entró en guerra y, en lugar de esperar tranquilamente en palacio, decidió dirigir la batalla ella misma.
Volvió locos incluso a los escribanos, quienes tuvieron que buscar para su cuento un libro mucho más ancho en el que hubiera sitio para ella.
Pero aprovechó aquel libro tan gordo para llenarlo de historias y aventuras, de ocurrencias divertidas y frases sabias, de personas interesantes a las que conocer y de amigos y amigas fantásticos que nunca hubieran pensado que podrían aparecer en un cuento de princesas, porque jamás habrían entrado en libros tan delgados.
Y casi nadie lo sabía, pero el resto de princesas, guapísimas y delgadísimas, estaban aburridas de vivir siempre las mismas historias tontas de amor a primera vista en las que ellas nunca hacían nada interesante -entre otras cosas, porque esas historias simples eran las únicas que cabían en sus finísimos libros-. Por eso, cuando leían el cuento de Goldi, la princesa gordita, sentían la mayor de las envidias, y pensaban para sus adentros: esta sí que es una princesa perfecta.