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CAPÍTULO IV

时间:2023-06-21来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:QUE SE REFIERE A LA NOBLE CASA DE OHANDOA la entrada del pueblo nuevo, en la carretera, y por lo tanto, fuera de las mur
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QUE SE REFIERE A LA NOBLE CASA DE OHANDO
A la entrada del pueblo nuevo, en la carretera, y por lo tanto, fuera de las murallas, estaba la casa más antigua y linajuda de Urbia: la casa de Ohando.
 
Los Ohandos constituyeron durante mucho tiempo la única aristocracia de la villa; fueron en tiempo remoto grandes hacendados y fundadores de capellanías, luego algunos reveses de fortuna y la guerra civil, amenguaron sus rentas y la llegada de otras familias ricas les quitó la preponderancia absoluta que habían tenido.
 
La casa Ohando estaba en la carretera, lo bastante retirada de ella para dejar sitio a un hermoso jardín, en el cual, como haciendo guardia, se levantaban seis magníficos tilos. Entre los grandes troncos de estos árboles crecían viejos rosales que formaban guirnaldas en la primavera cuajadas de flores.
 
Otro rosal trepador, de retorcidas ramas y rosas de color de té, subía por la fachada extendiéndose como una parra y daba al viejo casarón un tono delicado y aéreo. Tenía además este jardín, en el lado que se unía con la huerta, un bosquecillo de lilas y saúcos. En los meses de Abril y Mayo, estos arbustos florecían y mezclaban sus tirsos perfumados, sus corolas blancas y sus racimillos azules.
 
En la casa solar, sobre el gran balcón del centro, campeaba el escudo de los fundadores tallado en arenisca roja; se veían esculpidos en él dos lobos rampantes con unas manos cortadas en la boca y un roble en el fondo. En el lenguaje heráldico, el lobo indica encarnizamiento con los enemigos; el roble, venerable antigüedad.
 
A juzgar por el blasón de los Ohandos, estos eran de una familia antigua, feroz con los enemigos. Si había que dar crédito a algunas viejas historias, el escudo decía únicamente la verdad.
 
La parte de atrás de la casa de los hidalgos daba a una hondonada; tenía una gran galería de cristales y estaba hecha de ladrillo con entramado negro; enfrente se erguía un monte de dos mil pies, según el mapa de la provincia, con algunos caseríos en la parte baja, y en la alta, desnudo de vegetación, y sólo cubierto a trechos por encinas y carrascas.
 
Por un lado, el jardín se continuaba con una magnífica huerta en declive, orientada al mediodía.
 
La familia de los Ohandos se componía de la madre, doña Águeda, y de sus hijos Carlos y Catalina.
 
Doña Águeda, mujer débil, fanática y entermiza, de muy poco carácter, estaba dominada constantemente en las cuestiones de la casa por alguna criada antigua y en las cuestiones espirituales por el confesor.
 
En esta época, el confesor era un curita joven llamado don Félix, hombre de apariencia tranquila y dulce que ocultaba vagas ambiciones de dominio bajo una capa de mansedumbre evangélica.
 
Carlos de Ohando el hijo mayor de doña Águeda, era un muchacho cerril, obscuro, tímido y de pasiones violentas. El odio y la envidia se convertían en el en verdaderas enfermedades.
 
A Martín Zalacaín le había odiado desde pequeño cuando Martín le calentó las costillas al salir de la escuela, el odio de Carlos se convirtió en furor. Cuando le veía a Martín andar a caballo y entrar en el río, le deseaba un desliz peligroso.
 
Le odiaba frenéticamente.
 
Catalina, en vez de ser obscura y cerril como su hermano Carlos, era pizpireta, sonriente, alegre y muy bonita. Cuando iba a la escuela con su carita sonrosada, un traje gris y una boina roja en la cabeza rubia, todas las mujeres del pueblo la acariciaban, las demás chicas querían siempre andar con ella y decían que, a pesar de su posición privilegiada, no era nada orgullosa.
 
Una de sus amigas era Ignacita, la hermana de Martín.
 
Catalina y Martín se encontraban muchas veces y se hablaban; él la veía desde lo alto de la muralla, en el mirador de la casa, sentadita y muy formal, jugando o aprendiendo a hacer media. Ella siempre estaba oyendo hablar de las calaveradas de Martín.
 
—Ya está ese diablo ahí en la muralla—decía doña Águeda—. Se va a matar el mejor día. ¡Qué demonio de chico! ¡Qué malo es!
 
Catalina ya sabía que diciendo ese demonio, o ese diablo, se referían a
Martín.
Carlos alguna vez le había dicho a su hermana:
 
—No hables con ese ladrón.
 
Pero a Catalina no le parecía ningún crimen que Martín cogiera frutas de los árboles y se las comiese, ni que corriese por la muralla. A ella se le antojaban extravagancias, porque desde niña tenía un instinto de orden y tranquilidad y le parecía mal que Martín fuese tan loco.
 
Los Ohandos eran dueños de un jardín próximo al río, con grandes magnolias y tilos y cercado por un seto de zarzas.
 
Cuando Catalina solía ir allí con la criada a coger flores, Martín las seguía muchas veces y se quedaba a la entrada del seto.
 
—Entra si quieres—le decía Catalina.
 
—Bueno—y Martín entraba y hablaba de sus correrías, de las barbaridadas que iba a hacer y exponía las opiniones de Tellagorri, que le parecían artículos de fe.
 
—¡Más te valía ir a la escuela!—le decía Catalina.
 
—¡Yo! ¡A la escuela!—exclamaba Martín—. Yo me iré a América o me iré a la guerra.
 
Catalina y la criada entraban por un sendero del jardín lleno de rosales y hacían ramos de flores. Martín las veía y contemplaba la presa, cuyas aguas brillaban al sol como perlas y se deshacían en espumas blanquísimas.
 
—Ya andaría por ahí, si tuviera una lancha—decía Martín.
 
Catalina protestaba.
 
—¿No se te van a ocurrir más que tonterías siempre? ¿Por qué no eres como los demás chicos?
 
—Yo les pego a todos—contestaba Martín, como si esto fuera una razón.
 
…En la primavera, el camino próximo al río era una delicia. Las hojas nuevas de las hayas comenzaban a verdear, el helecho lanzaba al aire sus enroscados tallos, los manzanos y los perales de las huertas ostentaban sus copas nevadas por la flor y se oían los cantos de las malvices y de los ruiseñores en las enramadas. El cielo se mostraba azul, de un azul suave, un poco pálido y sólo alguna nube blanca, de contornos duros, como si fuera de mármol, aparecía en el cielo.
 
Los sábados por la tarde, durante la primavera y el verano, Catalina y otras chicas del pueblo, en compañía de alguna buena mujer, iban al campo santo. Llevaba cada una un cestito de flores, hacían una escobilla con los hierbajos secos, limpiaban el suelo de las lápidas en donde estaban enterrados los muertos de su familia y adornaban las cruces con rosas y con azucenas. Al volver hacia casa todas juntas, veían cómo en el cielo comenzaban a brillar las estrellas y escuchaban a los sapos, que lanzaban su misteriosa nota de flauta en el silencio del crepúsculo…
 
Muchas veces, en el mes de Mayo, cuando pasaban Tellagorri y Martín por la orilla del río, al cruzar por detrás de la iglesia, llegaba hasta ellos las voces de las niñas, que cantaban en el coro las flores de María.
 
Emenche gauzcatzu ama
 
(Aquí nos tienes, madre.)
 
Escuchaban un momento, y Martín distinguía la voz de Catalina, la chica de Ohando.
 
—Es Cataliñ, la de Ohando—decía Martín.
 
—Si no eres tonto tú, te casarás con ella—replicaba Tellagorri.
 
Y Martín se echaba a reir.
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