4. CENA EN FERNLY PARK
Faltaba unos minutos para las siete y media, cuando llamé a la puerta de Fernly Park. Parker, el
mayordomo, la abrió con admirable prontitud.
La noche era tan agradable que había ido a pie. Entré en el gran vestíbulo y Parker se hizo cargo
de mi abrigo. En aquel instante, un amable joven llamado Raymond, secretario de Ackroyd, cruzó el
vestíbulo y se encaminó hacia el despacho con las manos llenas de papeles.
—¡Buenas noches, doctor! ¿Viene a cenar o se trata de una visita profesional?
Miró mi maletín negro, que había dejado en el arcón de roble.
Le expliqué que esperabaser llamado de un momento a otro para atender un parto y que, en
consecuencia, debía estar preparado. Raymond asintió y siguió su camino.
—Vaya al salón —añadió por encima del hombro—. Ya conoce usted el camino. Las señoras
bajarán dentro de un minuto. Tengo que llevar estos papeles a Mr. Ackroyd y le diré que está usted
aquí.
Parker se había retirado, de modo que me encontraba solo en el vestíbulo. Me arreglé la corbata
ante un gran espejo que colgaba de la pared y me encaminé a la puerta del salón.
Cuando puse la mano en el pomo oí un ruido en el interior de la estancia, un ruido que me pareció
el de una ventana que se cerraba. Lo anoté maquinalmente, sin concederle importancia en aquel
momento.
Abrí la puerta y entré. Al hacerlo, tropecé con miss Russell que se disponía a salir. Ambos nos
excusamos.
Por primera vez miré detenidamente al ama de llaves. ¡Qué hermosa debió de ser un día y cuánto
lo era aún! El pelo oscuro no tenía canas y, cuando se arrebolaba, como ocurría ahora, su aspecto
ganaba muchísimo.
De un modo inconsciente, me pregunté si habría salido, pues respiraba como si hubiera estado
corriendo.
—Me parece que llego demasiado temprano.
—No creo, doctor. Ya son más de las siete y media. —Se detuvo un segundo antes de añadir—:
Ignoraba que viniera a cenar. Mr. Ackroyd no me ha avisado.
Tuve la vaga impresión de que mi presencia la desagradaba, pero no encontré ninguna razón.
—¿Cómo va la rodilla?
—¡Sigue igual! ¡Gracias, doctor! Debo irme. Mrs. Ackroyd bajará en un instante. Sólo estaba
comprobando si a las flores les faltaba agua.
Salió rápidamente y yo me acerqué a la ventana, extrañado por su evidente deseo de justificar su
presencia en el salón. Al hacerlo, me di cuenta de algo que, de haberlo reflexionado antes, hubiera
recordado: que por los ventanales se accedía a la terraza. Pero el sonido que había oído antes no podía
ser el de una ventana que se cerraba.
Para distraer mi pensamiento de tan desagradables preocupaciones, más que por cualquier otro
motivo, empecé a tratar de adivinar la causa del ruido en cuestión.
¿Carbón echado al fuego? ¡No podía ser! ¿El cierre de un cajón? ¡Tampoco! De pronto mi mirada
se posó en lo que llaman, según creo, una vitrina para la plata, un mueble con tapa de cristal que se
levanta y que permite ver el contenido. Me acerqué para ver qué había dentro.
Contemplé dos o tres objetos de plata antigua, un zapatito de niño que perteneció al rey Carlos I,
algunas figuras de jade chinas y varios objetos africanos. Levanté la tapa para coger una de las figuras
de jade, pero se me resbaló de los dedos y cayó.
Reconocí de inmediato el sonido anterior. Era el de esta tapa al ser cerrada con suavidad. Levanté
y bajé la tapa un par de veces para comprobarlo y, por último, observé más de cerca los objetos.
Estaba todavía inclinado sobre la vitrina cuando Flora Ackroyd entró en la habitación.
Serán muchas las personas que no quieran a Flora Ackroyd, pero nadie deja de admirarla. Con sus
amigos sabe mostrarse encantadora. Lo primero que en ella llama la atención es su extraordinaria
belleza. Tiene el cabello dorado claro de los escandinavos. Sus ojos son azules como las aguas de un
fiordo noruego y su cutis es de crema y rosas. Tiene hombros cuadrados de adolescente y caderas
estrechas. Para un médico cansado de la vida, es un verdadero tónico tropezar con una salud tan
perfecta como la de Flora. Es, en una palabra, una muchacha inglesa, sencilla y franca. Tal vez estoy
chapado a la antigua, pero creo que hay que buscar muy lejos para encontrar algo que supere a una
joven como ella.
Flora se acercó hacia mí y expresó sus dudas sacrílegas en cuanto a que el rey Carlos I hubiese
llevado el zapatito de la vitrina.
—De todos modos —continuó Flora—, eso de dar tanta importancia a algo porque alguien lo ha
llevado me parece una tontería. La pluma que George Eliot usó para escribir El molino junto al
Floss[1] no es más que una pluma vulgar. Si a uno le interesa George Eliot, ¿por qué no comprar El
molino junto al Floss en una edición barata y leerlo?
—Suponía que usted no leía nunca obras antiguas, miss Flora.
—Se equivoca usted, doctor Sheppard. El molino junto al Floss me gusta muchísimo.
Me alegró oírselo decir. Lo que las jóvenes de hoy leen y declaran ser de su gusto llega a
asustarme.
—¡No me ha felicitado usted todavía, doctor Sheppard! —dijo Flora— ¿No está enterado?
Me alargó la mano izquierda. En el anular llevaba un anillo con una hermosa perla.
—Voy a casarme con Ralph —añadió—. Mi tío está muy satisfecho. Así no salgo de la familia,
¿lo comprende?
Tomé sus manos entre las mías.
—Querida, espero que sea muy dichosa.
—Hace aproximadamente un mes que estamos prometidos —continuó Flora con voz serena—,
pero no se anunció el noviazgo hasta ayer. Mi tío mandará arreglar Cross—stones y nos lo cederá para
vivir allí. Jugaremos a ser granjeros. En realidad, lo que haremos será cazar todo el invierno, ir a
Londres para la temporada y después viajar en el yate. Adoro el mar. Además, cuidaré de los asuntos
de la parroquia y asistiré a todas las reunioes de las madres de familia.
En este instante, Mrs. Ackroyd entró, excusándose por el retraso.
Siento decir que detesto a Mrs. Ackroyd. Es una mujer muy desagradable, todo dientes y huesos.
Tiene los ojos pequeños, de un azul pálido y de una mirada dura como el pedernal. Por muy efusivas
que sean sus palabras, sus ojos siempre permanecen fríos y calculadores.
Me acerqué a ella, dejando a Flora cerca de la ventana. Me dio a estrechar un montón de nudillos
y anillos, y empezó a hablar con volubilidad.
¿Estaba enterada del noviazgo de Flora? ¡Sería un matrimonio perfecto! Los muchachos se habían
enamorado a primera vista. Harían una pareja espléndida; él tan moreno y ella tan rubia.
—No sé cómo decirle, querido doctor Sheppard, la alegría que siente un corazón de madre.
Mrs. Ackroyd suspiró, tributo debido a su corazón de madre, mientras sus ojos me observaban
con astucia.
—Yo me preguntaba… ¡Hace tantos años que usted es amigo de Roger! Sabemos cuánto aprecia
sus opiniones. La cosa es difícil para mí en mi posición de viuda del pobre Cecil. Verá usted, estoy
convencida de que Roger piensa concederle una dote a mi querida Flora, pero todos sabemos que es
algo peculiar cuando se trata de dinero. Algo muy común, según he escuchado, entre los magnates de
la industria. Me preguntaba, pues, si usted no tendría inconveniente en tantear el terreno. ¡Flora le
aprecia tanto! ¡Le consideramos como un antiguo amigo, aunque sólo hace dos años que le
conocemos!
La elocuencia de Mrs. Ackroyd quedó cortada al abrirse la puerta del salón una vez más. Acogí
con placer la interrupción. Me resulta odioso intervenir en los asuntos de otras personas y no tenía la
menor intención de hacer preguntas a Ackroyd sobre la dote de Flora. Un minuto más y me hubiera
visto en la obligación de decírselo así a Mrs. Ackroyd.
—¿Conoce usted al comandante Blunt, doctor?
—Sí, le conozco.
Muchos son los que conocen a Héctor Blunt, cuando menos por referencias. Ha matado más fieras
en países salvajes que cualquier otro hombre viviente. Cuando se habla de él, dicen: «¡Ah! Blunt. ¿Se
refiere al gran cazador, no?»
Su amistad con Ackroyd no deja de extrañarme, pues ambos hombres no tienen nada en común.
Blunt tiene unos cinco años menos que Ackroyd. Se hicieron amigos durante su juventud y, aunque sus
vidas tomaron rumbos distintos, la amistad perdura. Cada dos años, poco más o menos, Blunt pasa un
par de semanas en Fernly Park, y una inmensa cabeza de animal, adornada de un número asombroso de
astas y con una mirada que te congela cuando entras en el vestíbulo, patentiza la duradera amistad.
Blunt entró en el cuarto con su paso peculiar, ágil y decidido. Es de estatura mediana y de
complexión fuerte y recia. Su rostro tiene el color de la caoba y carece de expresión. Los ojos son
grises y dan la impresión de estar vigilando algo que ocurre a mucha distancia. Habla poco y de un
modo entrecortado, como si las palabras saliesen de su boca contra su voluntad.
Me dijo, con el modo brusco que le es habitual, «¿Cómo está usted, Sheppard?», y se colocó
frente a la chimenea, mirando por encima de nuestras cabezas, como si viera algo muy interesante, allá
en Timbuctú.
—Comandante Blunt —dijo Flora—, hábleme de estos objetos africanos. Estoy segura de que los
conoce todos.
Había oído decir que Blunt era enemigo de las mujeres, pero noté la rapidez con que se reunió con
Flora ante la vitrina. Ambos se inclinaron sobre los objetos.
Temía que Mrs. Ackroyd volviese a hablar de dotes y me apresuré a hacer algunas observaciones
sobre una nueva especie de hortensia. Tenía conocimiento de su existencia porque lo había leído en
The Daily Mail aquella mañana. Mrs. Ackroyd no sabía nada de horticultura, pero era de esas mujeres
que quieren parecer bien informadas de los tópicos en boga y ella también leía The Daily Mail, así que
conversamos animadamente hasta que Ackroyd y su secretario se reunieron con nosotros. Parker
anunció de inmediato que la comida estabaservida.
Me senté entre Mrs. Ackroyd y Flora. Blunt se encontraba al otro lado de Mrs. Ackroyd y
Geoffrey Raymond junto al cazador.
La cena no fue alegre. Ackroyd estaba visiblemente preocupado y apenas si probó bocado. Mrs.
Ackroyd, Raymond y yo nos encargamos de mantener animada la conversación. Flora parecía afectada
por la depresión de su tío y Blunt se mostró tan taciturno como siempre.
Después de la comida, Ackroyd deslizó su brazo en mi codo y me llevó a su despacho.
—En cuanto sirvan el café, no volverán a interrumpirnos —dijo—. He dado instrucciones a
Raymond para que no nos molesten.
Le miré con atención, aunque disimulándolo. Se advertía que estaba bajo la influencia de alguna
fuerte excitación. Durante un minuto o dos, recorrió la habitación de arriba abajo y, al entrar Parker
con la bandeja de café, se dejó caer en un sillón delante del fuego.
El despacho era una estancia confortable. Unas estanterías llenas de libros ocupaban una de las
paredes. Los sillones eran grandes y tapizados de cuero azul oscuro. Un escritorio de grandes
dimensiones se encontraba al lado de la ventana y estaba cubierto de papeles cuidadosamente doblados
y archivados. En una mesa redonda había algunas revistas y hojas deportivas.
—El dolor se ha reproducido después de las comidas estos últimos tiempos —observó Ackroyd,
de pasada, al servir el café—. Debe usted darme más tabletas de ésas.
Me dio la impresión de que pretendía dejar claro que nuestra conversación era médica y contesté
en el mismo sentido:
—Lo presumía y he traído unas cuantas.
—Es usted muy amable. Démelas ahora, por favor.
—Están en mi maletín, en el vestíbulo. Voy a buscarlas.
Ackroyd me detuvo.
—No se moleste, Parker se lo traerá. ¡Traiga el maletín del doctor, Parker!
—Muy bien, señor.
Parker se retiró. Yo iba a hablar, pero Ackroyd levantó la mano.
—Todavía no. Espere. ¿No ve que estoy tan nervioso que apenas puedo contenerme? —Tras una
breve pausa prosiguió—: Cerciórese de que esa ventana esté cerrada, ¿quiere?
Algo sorprendido, me levanté y me acerqué a la ventana. No era una ventana de dos hojas, sino
del tipo guillotina. Las pesadas cortinas azules la tapaban, pero estaba abierta por la parte superior.
Parker volvió con mi maletín mientras yo permanecía delante de la ventana.
—Ya está cerrada —anuncié.
—¿Herméticamente?
—Sí, sí. ¿Qué le pasa, Ackroyd?
La puerta acababa de cerrarse detrás de Parker o, de lo contrario, yo no habría formulado la
pregunta.
Ackroyd esperó un minuto antes de contestar.
—Estoy sufriendo como un condenado —dijo lentamente—. No busque esas dichosas tabletas.
Sólo he hablado de ellas a causa de Parker. Los criados son siempre curiosos. Venga aquí y siéntese.
La puerta está cerrada, ¿verdad?
—Sí. Nadie nos oirá. No se preocupe.
—Sheppard, nadie sabe lo que he soportado durante las últimas veinticuatro horas. Todo se ha
derrumbado en torno mío y ese asunto de Ralph ha sido la gota que ha hecho desbordar el vaso. Pero
no hablemos de eso ahora. Es lo otro, lo otro. No sé qué hacer y debo decidirme pronto.
—¿Qué ocurre?
Ackroyd permaneció en silencio unos momentos. Parecía no saber cómo empezar. Cuando habló,
su pregunta me cogió por sorpresa, pues era lo último que esperaba oír de su boca.
—Sheppard, usted cuidó a Ashley Ferrars durante su última enfermedad, ¿verdad?
—Sí.
Pareció encontrar mayor dificultad aún en formular la siguiente pregunta.
—¿No se le ocurrió nunca que le hubiesen envenenado?
Guardé silencio durante unos momentos. Decidí entonces explicar lo que sabía. Roger no es como
mi hermana Caroline.
—Voy a decirle la verdad —confesé—. Entonces no tuve la menor sospecha, pero luego, en fin,
lo que me dijo mi hermana me dio que pensar. Desde entonces, no he dejado de darle vueltas. Pero
tenga en cuenta que no poseo pruebas.
—Fue envenenado —afirmó Ackroyd con voz apagada.
—¿Por quién? —pregunté inmediatamente.:
—Por su esposa.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo ella.
—¿Cuándo?
—¡Ayer! ¡Dios mío! ¡Ayer! ¡Me parece que hace diez años!
Esperé un momento y Ackroyd continuó:
—Verá usted, Sheppard, le digo esto confidencialmente. Nadie debe saberlo. Deseo su consejo.
No puedo llevar este peso solo. Tal como acabo de decirle, no sé qué debo hacer.
—Puede usted contármelo todo. No estoy enterado de nada. ¿Cómo es que Mrs. Ferrars le hizo
esa confesión?
—Hace tres meses, le pedí a Mrs. Ferrars que se casara conmigo. Rehusó, insistí y consintió
finalmente, pero no permitió que se hiciera público el compromiso hasta haber transcurrido un año de
la muerte de su esposo. Ayer fui a verla, le recordé que hacía un año y tres semanas que su esposo
había muerto y que nada se oponía a que hiciéramos público el compromiso. Hacía días que me había
fijado en su extraña actitud. De pronto, sin el menor aviso, me lo confesó todo, presa del mayor
abatimiento. Habló de su odio hacia su brutal esposo, de su amor por mí y de la horrible solución que
encontró. ¡El veneno! ¡Dios mío! ¡Fue un asesinato a sangre fría!
Vi la repulsión y el horror reflejados en el rostro de Ackroyd del mismo modo en que debió verlos
Mrs. Ferrars. Ackroyd no es de esos enamorados exaltados que lo excusan todo llevados por su pasión.
Es un buen ciudadano. Sus profundas convicciones morales y su respeto a la ley le apartaron sin duda
de ella en el terrible momento de la revelación.
—¡Me lo confesó todo! —repitió en voz baja—. Había alguien que lo sabía también desde el
principio, alguien que la chantajeaba, exigiendo importantes cantidades. Fue esa tensión la que la llevó
al borde de la locura
—¿Quién es ese nombre?
De pronto surgió ante mis ojos el cuadro de Ralph Patón y de Mrs. Ferrars en íntimo conciliábulo
y, por un momento, sentí un ramalazo de ansiedad. ¡Y si…! ¡Pero era imposible! Recordé la franqueza
del saludo de Ralph aquella misma tarde. ¡Era absurdo!
—No quiso decirme su nombre —dijo Ackroyd lentamente—. No precisó tampoco que se tratara
de un hombre, pero desde luego…
—Claro —interrumpí—. Debe de haber sido un hombre. ¿Sospecha usted de alguien?
Por toda respuesta, Ackroyd lanzó un gruñido y se llevó las manos a la cabeza.
—¡No puede ser! Me vuelve loco pensar algo así. No, ni siquiera a usted le diré la disparatada
sospecha que ha pasado por mi cabeza. No añadiré más que esto. Algo que ella me dijo me hizo pensar
que la persona en cuestión se encuentra actualmente bajo mi techo, pero es imposible. Debo estar
equivocado.
—¿Qué le contestó usted?
—¿Qué podía decirle? Comprendió, desde luego, el golpe que yo había recibido. Surgió entonces
la cuestión de saber cuál era mi deber. Ella acababa de hacerme cómplice suyo de aquel crimen. Se dio
cuenta de todo antes que yo, pues estaba anonadado. Me pidió veinticuatro horas de plazo, me hizo
prometer que no haría nada hasta transcurridas esas horas y rehusó terminantemente darme el nombre
del chantajista que la había estado desangrando. Supongo que temía que fuera a encararme con él y lo
descubriera todo. Me dijo que tendría noticias suyas antes de veinticuatro horas. ¡Dios mío! Le juro,
Sheppard, que nunca pensé en que pudiera suicidarse. ¡Yo la impulsé a matarse!
—¡No, no! No exagere usted las cosas. Usted no es responsable de su muerte.
—La cuestión es ¿qué voy a hacer? La pobre mujer ha muerto. ¿Por qué resucitar cosas pasadas?
—Estoy de acuerdo con usted.
—Pero queda otro asunto. ¿Cómo voy a desenmascarar al rufián que la impulsó a matarse de un
modo tan inexorable como si la hubiese matado él mismo? Conocía su primer crimen y se cebó en ella
como un buitre. Ella ha pagado el precio de su delito. ¿Acaso él quedará impune?
—Comprendo. Usted quiere desenmascararle. Pero no debe olvidar que eso daría publicidad al
asunto.
—He pensado en ello. Le he dado mil y una vueltas.
—Estoy de acuerdo con usted en que el truhán ha de recibir un castigo, pero hay que pensar en las
consecuencias.
Ackroyd se levantó y se paseó por la habitación. Al cabo de unos segundos, se dejó caer
nuevamente en una silla.
—Mire usted, Sheppard, dejémoslo así. Si no sabemos nada por ella, no daremos ningún paso.
—¿Qué quiere usted decir? —pregunté con curiosidad.
—Tengo la impresión de que ha dejado un mensaje para mí antes de morir.
Meneé la cabeza.
—¿Le ha dejado una carta o algún tipo de mensaje?
—Estoy seguro de que sí, Sheppard. Y lo que es más: sospecho que, al escoger la muerte, deseó
que se supiera todo, aunque sólo fuera para verse vengada del hombre que la llevó a la desesperación.
Creo que, de haberla visto entonces, me hubiese dicho su nombre, encargándome que le persiguiera.
Me miró fijamente.
—¿No cree usted en los presentimientos?
—Sí, sí, desde luego. Si, como usted dice, se recibiera algo de ella…
Callé. La puerta se abrió silenciosamente y Parker entró con una bandeja, en la que había algunas
cartas.
—El correo de la noche, señor —dijo acercando la bandeja a Ackroyd.
Después recogió las tazas del café y se alejó.
Mi atención, alejada por un momento de Ackroyd, volvió a concentrase en él. Miraba como
hipnotizado un sobre azul largo y estrecho. Había dejado caer las otras cartas al suelo.
—Su letra —dijo en un murmullo—. Debió de salir y echarla al correo anoche, antes… antes…
Abrió el sobre y sacó de éste una hoja de papel grueso. Levantó la vista rápidamente.
—¿Está seguro de haber cerrado la ventana?
—Segurísimo —dije sorprendido—. ¿Por qué?
—He tenido toda la noche la extraña sensación de que me vigilaban, de que me espiaban. ¿Qué es
eso?
Se volvió bruscamente y le imité. A ambos nos había parecido oír un leve ruido en la puerta,
como si alguien moviera el pomo. Me puse en pie y abrí la puerta. No había nadie.
—Son los nervios —murmuró Ackroyd.
Desdobló la hoja de papel y leyó en voz baja:
«Mi amado, mi bien amado Roger: Una vida exige otra, lo comprendo, lo he leído en tu cara esta
tarde y estoy tomando el único camino que me queda. Te dejo el encargo de castigar a la persona que
ha hecho un infierno de mi vida durante el último año. No he querido decirte antes su nombre, pero
pienso escribírtelo ahora. No tengo hijos ni parientes en qué pensar y no temo la publicidad. Si
puedes, Roger, querido Roger, perdóname el mal que te quise hacer, puesto que al llegar la hora, no
me vi con ánimo para realizar…»
Ackroyd, con el dedo puesto para doblar la página, se detuvo.
—Perdóneme, Sheppard —dijo con voz temblorosa—, pero debo leer esto a solas. Lo escribió
para mí personalmente.
Guardó la carta en el sobre y lo dejó en la mesa.
—Más tarde, cuando esté solo…
—No —grité impulsivamente—. Léala ahora.
Ackroyd me miró con sorpresa.
— Dispénseme — dije, enrojeciendo —. No quise decir que la leyera en voz alta, pero léala
mientras estoy aquí.
Ackroyd meneó la cabeza.
—Prefiero esperar.
Algún motivo oculto me obligó a insistir.
—Cuando menos, lea el nombre del culpable.
Pero Ackroyd es tozudo. Cuanto más se le insiste para que haga una cosa, menos dispuesto está a
dejarse convencer. Todos mis argumentos fueron en vano.
Habían entrado el correo a las nueve menos veinte. A las nueve menos diez, le dejé con la carta
por leer. Vacilé con la mano en el picaporte, mirando hacia atrás y preguntándome si olvidaba algo. No
recordé nada. Meneando la cabeza, salí y cerré la puerta.
Me sobresalté al ver a Parker a mi lado. Parecía cohibido y se me ocurrió que tal vez había estado
escuchando detrás de la puerta. Aquel hombre tenía un rostro ancho y grasiento, en el cual brillaban
unos ojillos de mirada viva.
—Mr. Ackroyd desea que no se le moleste —dije fríamente—. Me ha encargado que se lo dijera.
—Muy bien, señor. Creí haber oído el timbre.
Era una mentira tan burda, que no me tomé la molestia de contestarle. En el vestíbulo, Parker me
ayudó a ponerme el abrigo y salí a la calle. La luna se había escondido. La oscuridad era total y reinaba
el más profundo silencio.
En el reloj del campanario de la iglesia daban las nueve cuando traspasé la verja de la mansión.
Me encaminé a la izquierda, hacia el pueblo, y casi tropiezo con un individuo que se acercaba en la
dirección opuesta.
—¿Es éste el camino de Fernly Park, caballero? —preguntó el desconocido con voz ronca.
Le miré. Llevaba un sombrero caído sobre los ojos y el cuello de la americana vuelto hacia arriba.
No veía sus facciones, pero parecía ser joven. Su voz era áspera y vulgar.
—Aquí está la entrada —dije.
—Gracias, señor. —Vaciló y después, sin venir a cuento, añadió—: Soy forastero, ¿sabe usted?
Se alejó y le vi cruzar la verja cuando le seguí con la mirada.
Lo más curioso fue que su voz me recordó a la de alguien conocido, pero sin que pudiera precisar
quién. Diez minutos después llegaba a casa. Caroline estaba muerta de curiosidad por saber el motivo
de mi regreso anticipado. Inventé un relato apropiado de los acontecimientos de la velada con el fin de
satisfacer su curiosidad, pero tuve la desagradable impresión de que se daba cuenta del engaño.
A las diez me levanté, bostecé y hablé de irme a la cama. Caroline declaró que haría otro tanto.
Era viernes por la noche y los viernes doy cuerda a los relojes de la casa. Lo hice como de
costumbre mientras Caroline se cercioraba de que las criadas habían cerrado las puertas.
Eran las diez y cuarto cuando subimos la escalera. Ya casi estaba en el piso superior cuando el
teléfono sonó abajo en el vestíbulo.
—Mrs. Bates —dijo Caroline.
—Lo suponía —contesté desconsolado.
Corrí escaleras abajo y atendí la llamada.
—¿Qué? ¡Qué! Desde luego. Voy enseguida.
Subí corriendo a mi cuarto, recogí mi maletín y puse unos cuantos vendajes suplementarios en el
interior.
— Parker ha telefoneado — le grité a Caroline —. Desde Fernly Park. Acaban de encontrar
asesinado a Roger Ackroyd.