Tantas comodidades y tan poco esfuerzo habían convertido a Yonohago, la princesa ratona, en una mandona impaciente que vivía tan ocupada pidiendo y exigiendo que nunca escuchaba nadie.
- ?Quiero un pastel ahora mismo!
- ?De qué sabor, princesa?
- ?Que no me hables! ?Quiero mi pasteeeeel!
Sus papás le avisaron de que así se quedarían sin sirvientes, pero no quiso escuchar: estaba demasiado ocupada haciendo lo que ella quería, cuando ella quería y como ella quería. Molestos, los ratones sirvientes se fueron marchando, hasta que no quedó ninguno.
- Ahora te tocará hacer las cosas por ti misma - dijo la reina ratona.
- ?De ninguna manera! Encontraré nuevos sirvientes- respondió orgullosa.
Y se marchó a buscarlos. Al acercarse a las zonas habitadas por humanos descubrió carteles avisando del peligro.
- Soy la princesa: hago lo que quiero, cuando quiero y como quiero. No pienso hacer caso a nadie. Y menos a unos carteles.
Finalmente, llegó a la salida de la ratonera y se encontró en la habitación de la princesa humana, que dormía la siesta. Yonohago se puso muy contenta a ver a la ni?a.
- ?Este animal tan grande será un sirviente estupendo! ?Venga, despierta, que tengo hambre!
La princesa humana, por supuesto, ni siquiera oía a alguien tan peque?o. La ratoncita, impaciente, trepó hasta la cara de la ni?a:
- ?Soy la princesa y he dicho que te levantes, bicho gordo! - dijo mordiéndole la nariz.
La ni?a se levantó de un salto y dio un grito. Varias personas llegaron corriendo y descubrieron en el centro de la habitación un ratoncillo de gesto orgulloso que parecía querer dar órdenes a todo el mundo. Y era verdad, la princesa ratona estaba enfadadísima con aquellos animales grandotes que tardaban tanto en traerle un pastel y un trozo de queso.
A todos les hizo tanta gracia ver a una ratoncita tan mandona que la guardaron en una jaula y la llevaron a un circo de ratones. Y allí, sin sirvientes ni comodidades, vivió la peor de sus aventuras, pues para conseguir un poquitín de comida al día tuvo que aprender a escuchar y obedecer todas y cada una de las tonterías que el domador le ordenaba.
Y ahora que sabe que se comportó más como una domadora que como un princesa, espera el momento de poder escapar para buscar a todos los ratones que maltrató, pedirles perdón y escuchar atenta cualquier consejo que quieran darle.