Seguimos al indio a lo largo de un sórdido y vulgar pasillo, mal alumbrado y peor amueblado, hasta que llegamos a una puerta situada a la derecha, que él abrió de par en par. Surgió de ella un resplandor de luz amarilla, y en el centro de aquella luminosidad vimos en pie a un hombre pequeño, de gran cabeza, con una franja de erizados cabellos rojos alrededor de la misma, y sobresaliendo por encima de ella, como el pico de una montaña asoma sobre un bosque de abetos, una brillante calva. En pie como estaba, se retorcía las manos, y los rasgos de su cara se hallaban en un respingo constante, tan pronto sonrientes como ceñudos, pero ni un solo momento inmóviles. La naturaleza lo había dotado de un labio colgante y de una hilera demasiado visible de dientes amarillos e irregulares, que procuraba inútilmente ocultar pasándose de continuo la mano por la parte inferior de la cara. No obstante su considerable calva, daba la impresión de ser joven.
En realidad, apenas si había alcanzado los treinta años.
—Servidor de usted, señorita Morstan —repetía una y otra vez con voz delgada y chillona—.
Servidor de ustedes, caballeros. Pasen, por favor, a mi pequeño sancta sanctórum. Es pequeño, señorita; pero está acondicionado a gusto mío. Es un oasis de arte en el árido desierto del sur de Londres.
Nos quedamos atónitos ante el aspecto que presentaba la habitación a la que nos había invitado a entrar. Parecía tan fuera de lugar en aquella casa lamentable como un diamante de gran pureza en una montura de latón. Las paredes estaban revestidas de ricos y brillantes cortinajes y tapices, recogidos en pliegues aquí, y allá para exhibir alguna pintura magníficamente enmarcada o un jarrón oriental. La alfombra era de negro ámbar, tan blanda y tan tupida que el pie se hundía agradablemente dentro de ella, lo mismo que en un lecho de musgo. Dos anchas pieles de tigre, tendidas a través de la habitación, aumentaban la impresión de lujo oriental, lo mismo que la hookah 23 o pipa turca, que se alzaba sobre una esterilla en el rincón. En el centro del cuarto, colgada de un cable dorado casi invisible, veíase una lámpara con forma de una paloma de plata.
Al arder impregnaba la atmósfera de un sutil y aromático perfume.
—Thaddeus Sholto —dijo el hombrecillo, siempre entre respingos y sonrisas—. Ese es mi nombre. Desde luego, usted es la señorita Morstan. Y estos caballeros...
—Este es el señor Sherlock Holmes, y ese otro el doctor Watson.
—¡Cómo!, ¿un doctor? —exclamó, muy nervioso—. ¿Lleva usted su estetoscopio? ¿Podría pedirle..., tendría usted la amabilidad? Abrigo grandes dudas sobre el estado de mi válvula mitral, y si usted tuviere las amabilidad... De mi aorta estoy seguro, pero me agradaría conocer su opinión acerca de la mitral.
Le ausculté el corazón, según me pedía; pero no encontré trastorno alguno, fuera de que era víctima de un arrebato de temor, porque temblaba de la cabeza a los pies.
—Creo que su estado es normal —le dije—. No tiene ningún motivo para intranquilizarse.
— Señorita Morstan, usted disculpará mi ansiedad — dijo con volubilidad —. Soy muy aprensivo y, desde hace mucho, abrigo recelos acerca del estado de esa válvula. Me encanta saber que son infundados. Si el padre de usted, señorita Morstan, hubiese tenido cuidado de no exigir demasiado a su corazón, quizá viviese todavía.
Sentí impulsos de abofetearle, tal indignación me produjo aquella referencia indiferente y hecha como de paso sobre un asunto tan delicado. La señorita Morstan se sentó, y su rostro se empalideció hasta el punto que sus labios parecieron lívidos.
—El corazón me decía que había muerto —dijo ella.
—Puedo darle todos los datos necesarios —dijo el hombre—, y lo que es más, estoy en situación de hacerle justicia, y se la haré, diga lo que diga el hermano Bartholomew. Me alegro mucho de que se hallen presentes estos amigos suyos, no sólo porque le sirven de escolta, sino también para que sean testigos de lo que me dispongo a hacer y decir. Entre los tres podemos plantar cara al hermano Bartholomew. Pero que no intervenga gente extraña: ni policías ni funcionarios. Podemos arreglarlo todo entre nosotros de una manera satisfactoria, sin entremetimientos de nadie. Nada molestaría tanto al hermano Bartholomew como cualquier tipo de publicidad.
Se sentó en un bajo canapé, y nos observó interrogativamente, con parpadeos de sus ojos azules, débiles y acuosos.
—Por mi parte —dijo Holmes—, no pasará de mí lo que usted vaya a decirnos.
Yo asentí con la cabeza para mostrar mi conformidad. Entonces, aquel hombre dijo: — ¡Perfectamente! ¡Perfectamente! ¿Me permite ofrecerle un vaso de Chianti, señorita Morstan? ¿O de Tokay? Es lo único que tengo. ¿Quieren que descorche una botella? ¿No? Pues entonces espero que no pondrán inconveniente al tabaco, al aroma balsámico del tabaco oriental.
Estoy un poco nervioso y mi hookah me resulta un sedante inapreciable.
Arrimó una bujía al gran receptáculo de la pipa turca y el humo burbujeó alegremente a través del agua rosada. Los tres nos sentamos en semicírculo, adelantando las cabezas y apoyando las barbillas en las manos, mientras aquel hombrecillo, extraño y gesticulante, de cabeza grande y lustrosa, despedía inquietas bocanadas en el centro.
—Cuando me decidí a hacerle a usted este relato —dijo—, podía haberle dado mi dirección; pero temí que quizá hiciese caso omiso de lo que yo le pedía y se hiciese acompañar de personas desagradables. Me tomé, por consiguiente, la libertad de citarla de manera que mi servidor, Williams, pudiera verla antes. Yo tengo absoluta confianza en la discreción de ese hombre, y tenía órdenes de que, si algo no le satisfacía, no seguir adelante con el asunto. Usted disculpará estas precauciones; soy hombre de gustos algo retraídos, y hasta pudiera decir que refinados, y no hay nada menos estético que un policía. Huyo por impulso natural de todas las formas de burdo materialismo. Pocas veces me pongo en contacto con las multitudes. Como ustedes ven, vivo en medio de una cierta atmósfera de elegancia. Podría aplicarme el calificativo de protector de las artes. Estas son mi debilidad. Ese paisaje es un Corot auténtico, y si bien es cierto que quizás un entendido pudiera verter alguna duda acerca de este Salvator Rosa, no puede haberla acerca del Bouguereau. Soy un entusiasta de la escuela moderna francesa.
—Usted me disculpará, señor Sholto —dijo la señorita Morstan—, pero si me encuentro aquí es a petición suya y para enterarme de algo que usted desea poner en conocimiento mío. Es muy tarde y me agradaría que esta entrevista fuese lo más breve posible.
— En el mejor de los casos, requerirá algún tiempo — contestó el hombre —, porque no tendremos más remedio que marchar a Norwood para ver a mi hermano Bartholomew. Tendremos que ir e intentar imponernos a Bartholomew. Está muy enojado conmigo por haber adoptado el camino que me ha parecido correcto. La noche pasada cambiamos palabras muy fuertes. No pueden ustedes imaginarse qué hombre más terrible es cuando se enfada.
—Si hemos de ir a Norwood, quizá sería mejor que nos pusiésemos en camino de inmediato —me aventuré a apuntar.
Aquel hombre se echó a reír hasta que sus orejas se enrojecieron por completo, y exclamó: —Poco adelantaríamos con ello. No sé qué diría él si yo les llevara de manera tan brusca. No, es preciso que antes los prepare haciéndoles ver nuestras respectivas posiciones. En primer lugar, debo decirles que en este asunto hay varios puntos que yo mismo ignoro. Sólo puedo exponer ante ustedes los hechos hasta donde los conozco. Ya habrán adivinado que mi padre fue el mayor John Sholto, que perteneció al ejército de la India. Se retiró hace unos once años y se instaló en Pondicherry Lodge, en Upper Norwood. En la India había prosperado, y se trajo con él una cantidad importante de dinero, una abundante colección de curiosidades y un servicio completo de criados nativos. Con todos estos recursos se compró una casa, y vivió con gran lujo. Mi hermano gemelo Bartholomew y yo éramos los únicos niños. Recuerdo perfectamente la sensación que produjo la desaparición del capitán Morstan. Leímos la información detallada en los periódicos y, sabedores de que había sido amigo de nuestro padre, hablamos con toda libertad del caso en su presencia. Nuestro padre se unía a nosotros en las hipótesis sobre lo que podía haberle ocurrido. Ni por un instante sospechamos que tuviese él, como lo tenía, oculto aquel secreto en su propio corazón, y que era el único que sabía lo ocurrido a Arthur Morstan. Sin embargo, sí que sabíamos que se cernía sobre nuestro padre algún misterio, algún peligro concreto. Tenía mucho miedo de salir de casa solo, y había contratado a dos mercenarios en calidad de porteros de Pondicherry Lodge. Uno de ellos era Williams, o sea, quien los trajo a ustedes en coche esta noche. Fue, en otros tiempos, campeón de peso ligero de Inglaterra. Nuestro padre no nos contó nunca qué era lo que temía, pero experimentaba una repulsión extraordinaria hacia cualquier hombre con una pata de palo. En cierta ocasión llegó incluso a disparar su revólver contra un hombre que la tenía, y que resultó ser un inofensivo comerciante que visitaba las casas en busca de pedidos. Tuvimos que pagar una fuerte cantidad para echar tierra al asunto. Mi hermano y yo creíamos que se trataba de una simple manía de mi padre, pero los acontecimientos posteriores nos hicieron cambiar de opinión. A principios de 1882, mi padre recibió una carta de la India que le produjo una gran emoción. Al abrirla estuvo a punto de desmayarse en la mesa del desayuno, y desde aquel día enfermó y acabó muriendo. Jamás logramos descubrir qué era lo que decía la carta; pero sí pude ver yo, mientras mi padre la tenía en su mano, que era breve y estaba escrita con una letra muy confusa. Nuestro padre padecía desde hacía años de una dilatación del bazo; pero desde ese momento empeoró rápidamente, y hacia fines de abril fuimos informados de que estaba desahuciado y de que deseaba hacernos una comunicación postrera.
Cuando entramos en su habitación se había incorporado en la cama, apoyado en almohadas, y respiraba con gran dificultad. Nos pidió que cerrásemos la puerta y que nos colocásemos a uno y otro lado de la cama. Entonces, cogiéndonos de la mano, y con voz entrecortada, tanto por la emoción como por el dolor, nos hizo una extraordinaria declaración. Intentaré repetírsela a ustedes con sus mismas palabras.
—En este instante supremo sólo hay una cosa que me abruma el alma —dijo—. Esa cosa es la manera como me he portado con la pobre huérfana de Morstan. La condenada avaricia, que en el transcurso de toda mi vida ha constituido mi constante pecado, me ha hecho retener un tesoro del que la mitad por lo menos le pertenece a ella. Y con todo no he hecho uso alguno del mismo, porque la avaricia es algo ciego y estúpido. La simple sensación de poseerlo me era tan inapreciable, que no podía soportar la idea de compartir el tesoro con otra persona. ¿Veis ese rosario con cuentas de perlas que hay junto al frasco de quinina? Pues ni siquiera de él fui capaz de desprenderme, a pesar de haberlo sacado con el propósito de enviárselo. Vosotros, hijos míos, entregaréis a esa joven una parte equitativa del tesoro de Agra. Pero no le enviéis nada, ni siquiera el collar, hasta después que yo haya muerto. Después de todo, hombres hubo tan enfermos como yo estoy ahora que sanaron.
—Voy a deciros cómo murió Morstan —prosiguió nuestro padre—. Hacía años que sufría del corazón, pero lo ocultaba a todo el mundo. Yo era el único que lo sabía. Estando en la India, y debido a una extraordinaria cadena de circunstancias, entramos en posesión de un considerable tesoro. Yo lo traje a Inglaterra, y en cuanto Morstan llegó, vino rápidamente a reclamar su parte.
Llegó directamente desde la estación, y le abrió la puerta mi fiel y viejo Lal Chowdar, ya fallecido.
Morstan y yo tuvimos una diferencia de apreciación en cuanto a dividir el tesoro, y llegamos a frases airadas. Morstan, en el paroxismo de la ira, había saltado de su silla, y de pronto se oprimió el costado con la mano, su rostro adquirió una tonalidad oscura y cayó de espaldas, produciéndose un corte en la cabeza al golpearse contra un ángulo del cofre que contenía el tesoro. Al inclinarme sobre él, vi con espanto que estaba muerto.
Durante mucho rato permanecí sentado y medio enloquecido, preguntándome qué era lo que debía hacer. Como es natural, mi primer impulso fue solicitar ayuda; pero no podía menos de darme cuenta de que había muchas probabilidades de que se me acusara de haberlo asesinado. Su muerte durante una disputa y la herida que tenía en la cabeza constituirían un negro indicio en mi contra. Además, la investigación oficial no podía menos de sacar a relucir ciertos hechos relacionados con el tesoro, hechos que yo tenía extraordinario interés en que permaneciesen ocultos. Morstan me había asegurado que nadie absolutamente estaba al tanto de que había venido a mi casa, y no parecía necesario que nadie lo supiese jamás. Aún seguía yo meditando sobre ello cuando, al levantar los ojos, vi en el umbral de la puerta a mi criado Lal Chowdar. Entró calladamente y cerró con pestillo la puerta.
— Nada tema, sahib — dijo —; no es preciso que sepa nadie que usted lo ha matado.
Ocultémoslo: ¿quién va a saberlo? —No lo maté —le dije. Lal Chowdar movió su cabeza y se sonrió, diciendo: —Sahib, lo he escuchado todo. Oí la pelea y también oí el golpe. Pero mi boca está sellada.
Todos duermen en la casa. Ocultémosle entre los dos.
Aquello fue bastante para decidirme. Si mi propio criado era incapaz de creer en mi inocencia, ¿qué esperanza podía yo tener de hacer buena mi afirmación ante los doce estúpidos miembros de un jurado? Lal Chowdar y yo nos libramos del cadáver aquella misma noche, y a los pocos días los periódicos de Londres aparecían llenos de noticias acerca de la misteriosa desaparición del capitán Morstan. Por esto que os digo podréis ver que apenas si puede censurárseme en este asunto. Mi falta está en que no sólo ocultamos el cadáver, sino también el tesoro, y en que me quedara la parte que le correspondía a Morstan al mismo tiempo que la mía propia. Deseo, pues, que vosotros se la restituyáis. Acercad vuestros oídos a mi boca. El tesoro está escondido en...
En ese instante le sobrevino un horrible cambio de expresión: sus ojos se dilataron extraordinariamente, le colgó la mandíbula inferior y gritó con una voz que jamás olvidaré: —¡Echadle de ahí! ¡Por amor de Cristo, no le dejéis entrar! Mi hermano y yo nos volvimos hacia la ventana que teníamos a nuestras espaldas y en la que nuestro padre tenía clavados los ojos. Destacándose de la oscuridad, un rostro nos observaba.
Pudimos ver el blanco de su nariz en el punto en que la oprimía contra el cristal. Era una cara barbuda e hirsuta, de ojos crueles y salvajes, y de expresión de concentrada malevolencia. Mi hermano y yo corrimos hacia la ventana; pero el hombre había desaparecido. Cuando volvimos junto a nuestro padre, éste había dejado caer la cabeza sobre el pecho, y su pulso ya no latía.
Durante la noche registramos por el jardín, sin descubrir rastro alguno del intruso, salvo que debajo de la ventana y en un macizo de flores se observaba la huella de un solo pie. De no haber sido por ésta, quizá hubiésemos pensado que eran nuestras imaginaciones las que habían hecho aparecer aquel fiero y salvaje rostro. Sin embargo, muy pronto tuvimos otra prueba más elocuente todavía de que actuaban a nuestro alrededor factores secretos. Por la mañana se encontró abierta la ventana del cuarto de mi padre; sus armarios y maletas habían sido revueltos, y sobre su cómoda estaba clavado un trozo de papel con estas palabras: «El Signo de los Cuatro» garrapateadas en él.
Nunca hemos sabido lo que aquella frase significaba ni quién podría ser el misterioso visitante.
Hasta donde alcanzan nuestros datos no se llevaron objeto alguno perteneciente a mi padre, aunque lo habían revuelto todo. Como es natural, mi hermano y yo relacionamos tan extraordinario incidente con el miedo que había perseguido a mi padre durante su vida; pero sigue siendo para nosotros un completo misterio.
El hombrecillo se inclinó para encender otra vez su pipa turca, y dio varias chupadas a la misma, permaneciendo pensativo unos instantes. Todos nosotros nos mantuvimos sentados y absortos escuchando su extraordinario relato. La señorita Morstan se había puesto intensamente pálida al escuchar el breve relato de la muerte de su padre; temí por un momento que fuera a desmayarse. Sin embargo, se rehízo con sólo beber un vaso de agua que yo le escancié calladamente de una jarra veneciana situada en una mesa lateral. Sherlock Holmes se recostó en su sillón con expresión abstraída y los párpados casi cerrados sobre sus ojos centelleantes. Al verle en esta actitud, no pude menos de pensar en cómo durante aquel mismo día se había quejado amargamente de la monotonía de la vida. Aquí por lo menos se le presentaba un problema que exigiría el máximo de su sagacidad. El señor Thaddeus Sholto nos miraba a unos y a otros con evidente orgullo, al observar el efecto que su relato nos había producido; luego continuó, entre chupadas a su pipa borboteante: —Mi hermano y yo, como pueden ustedes imaginarse, fuimos víctimas de una gran excitación por lo que se refiere al tesoro del que mi padre nos había hablado. Excavamos y revolvimos durante semanas y meses en todos los lugares del jardín, sin descubrir rastro alguno del mismo.
Era cosa de volverse loco pensando que nuestro padre tenía en la punta de la lengua el lugar del escondite en el instante mismo de morir. Podíamos deducir la magnificencia de las riquezas perdidas por el collar que había extraído del tesoro. Mi hermano Bartholomew y yo tuvimos una pequeña discusión a propósito de aquel collar. Era evidente que las perlas tenían grandísimo valor, y mi hermano se oponía a separarse de ellas, porque, dicho sea entre amigos, también mi hermano sufre poco del vicio de mi padre. También pensó que, si nos desprendíamos del rosario, ello pudiera dar lugar a habladurías, y acarrearnos, por fin, dificultades. Todo lo que yo pude conseguir fue que me permitiese averiguar el paradero de la señorita Morstan para enviarle, en fechas determinadas, una perla suelta, a fin de que de ese modo no pasara, al menos, necesidades.
—Fue una idea sumamente generosa —dijo nuestra acompañante con gran emoción—, una idea sumamente bondadosa.
El hombrecito agitó la mano en actitud suplicante y dijo: —Nosotros veníamos a ser albaceas suyos; así fue como yo consideré el asunto, aunque mi hermano Bartholomew no acababa de verlo bajo esa luz. Poseíamos bastante dinero y yo no deseaba más. Agregue a eso que habría sido de muy mal gusto dar a una joven un trato tan mezquino. Le mauvais goût méne au crime 24 . Los franceses tienen un modo muy claro de expresar estas cosas. Llegó a tal punto nuestra diferencia de opinión sobre la materia, que juzgué preferible instalarme en habitaciones propias.
Abandoné, pues, Pondicherry Lodge llevándome conmigo al viejo khitmulgar y a Williams.
Sin embargo, ayer me enteré de que había ocurrido un acontecimiento de extraordinaria importancia. El tesoro ha sido hallado. Busqué en el acto la manera de comunicarme con la señorita Morstan, y, sólo queda ya que marchemos en coche a Norwood y reclamemos nuestra parte. Anoche le expuse mi criterio al hermano; de modo que seremos visitantes esperados, aunque no bienvenidos.
El señor Thaddeus Sholto dejó de hablar y siguió sentado en su lujoso canapé, gesticulando.
Nosotros tres permanecimos silenciosos, con los pensamientos fijos en el nuevo curso que había tomado el misterioso asunto. Holmes fue el primero en ponerse en pie, diciendo: —Caballero, ha obrado usted bien desde el principio hasta el fin. Es posible que, a cambio de ello, podamos hacerle nosotros algún pequeño servicio proyectando algo de luz sobre lo que sigue siendo para usted oscuro. Pero, tal como la señorita Morstan observó hace un rato, es ya tarde, y lo mejor que podemos hacer es acabar el asunto sin más tardanza.
Nuestro nuevo amigo enrolló muy pausadamente el tubo de su pipa turca y sacó detrás de una cortina un abrigo muy largo de cuello y puños de astracán, que sujetaba con alamares. Se lo abrochó hasta arriba, a pesar de que la noche era bochornosa, y completó su atavío encasquetándose una gorra de piel de conejo con orejeras, de modo que no quedaba visible ninguna parte de su cuerpo fuera de su rostro gesticulante y enjuto.
—Mi salud es algo frágil —nos señaló, pasando delante de nosotros por el corredor—. No tengo más remedio que conducirme como una persona enfermiza.
Nuestro coche nos esperaba fuera de la casa, y era evidente que todo estaba previamente convenido, porque el cochero arrancó sin tardanza y a buen paso. Thaddeus Sholto habló sin cesar, con una voz que sobresalía por encima del traqueteo de las ruedas.
—Bartholomew es hombre inteligente —dijo—. ¿Cómo creen ustedes que descubrió dónde estaba oculto el tesoro? Había llegado a la conclusión de que estaba encerrado en alguna parte dentro de casa; entonces calculó todo el espacio cúbico de la misma, realizó mediciones por todas partes y no dejó ni una sola pulgada fuera. Entre otras cosas, se encontró con que la altura del edificio era de setenta y cuatro pies, pero que sumando unas con otras las alturas separadas de las habitaciones y dejando un margen amplio para los espacios entre ellas, cosa que comprobó por medio de calas, el total no daba más que setenta pies.
De modo, pues, que faltaban cuatro que no se encontraban por parte alguna. Esos cuatro pies sólo podían estar en lo alto de la construcción. En vista de ello, abrió un agujero en el techo de listones y yeso, del cuarto y último piso, y allí, como no podía menos, descubrió encima otra pequeña buhardilla que había sido tapiada y de la que nadie tenía conocimiento. En el centro se encontraba la caja del tesoro, descansando en dos vigas. La descolgó por el agujero y allí está.
Bartholomew calcula el valor de las alhajas en no menos de medio millón de libras esterlinas.
Al oír pronunciar esa cifra gigantesca nos miramos todos unos a otros con ojos dilatados. Si lográbamos asegurar los derechos de la señorita Morstan, ésta se convertía de pobre institutriz en la heredera más rica de Inglaterra. Claro que cualquier amigo leal tenía que regocijarse de tales noticias; sin embargo, me avergüenza confesar que el egoísmo se apoderó de mi alma y que sentí que el corazón me pesaba corno si se me hubiera convertido en plomo. Balbuceé unas pocas palabras entrecortadas de felicitación y permanecí sentado y abatido, con la cabeza inclinada, sordo al chachareo de nuestro nuevo amigo. Este era, evidentemente, un hipocondríaco indiscutible, y yo me daba cuenta, como en sueños, de que estaba espetando una interminable lista de síntomas de enfermedades y suplicando informes acerca de la composición y la eficacia de innumerables potingues de curandero, algunos de los cuales llevaba en el bolsillo, dentro de un estuche de cuero. Confío en que no se acordará de ninguna de las respuestas que le di aquella noche. Holmes asegura que oyó cómo lo ponía en guardia contra el grave peligro de tomar más de dos gotas de aceite de ricino, en tanto que le recomendaba que tomase estricnina en grandes dosis, como calmante de los nervios. Sea lo que fuere, lo cierto es que me sentí muy aliviado cuando nuestro coche se detuvo bruscamente y el cochero se apeó de un salto para abrir la portezuela.
—Señorita Morstan, esto es Pondicherry Lodge —dijo el señor Thaddeus Sholto, dándole la mano para apearse.