Los dos policías habían venido en coche, y yo lo utilicé para acompañar a la señorita Morstan hasta su casa. De acuerdo con la costumbre angelical de las mujeres, ella había aguantado los momentos difíciles con rostro sereno, mientras hubo otra persona más débil que ella a quien consolar, y yo la había visto mantenerse animosa y tranquila junto a la aterrorizada ama de llaves.
Sin embargo, una vez en el coche, primero desfalleció y luego estalló en incontrolados sollozos.
¡Tan dolorosamente la habían afectado las aventuras de la noche! Con posterioridad, me ha dicho que durante ese viaje de regreso a su casa le parecí frío y reservado. ¡Qué poco adivinaba ella la lucha que se libraba dentro de mi pecho o el esfuerzo que tuve que hacer para dominarme y mantener mi reserva! Mis simpatías y mi amor se dirigían hacia ella, como se había dirigido mi mano cuando estábamos en el jardín. Supe que ni muchos años de las rutinas de trato diario podrían hacerme comprender la índole afectuosa y valiente de aquella mujer tan bien como aquel único día de extraños sucesos. Sin embargo, había dos pensamientos que sellaban mis labios para que no pronunciasen frase alguna de afecto. Ella era débil y se encontraba desamparada; su mente y sus nervios estaban quebrantados. El imponerle en un momento así una declaración de amor era aprovecharse de las circunstancias. Y lo que resultaba peor, ahora era rica. Si las investigaciones de Holmes tenían éxito, ella sería una rica heredera. ¿Era noble y honrado que un médico a media paga aprovechase la intimidad que le había proporcionado el azar? ¿No me consideraría ella un simple cazador de fortunas? Yo no hubiera podido soportar que pudiera cruzar por su mente ni la sombra de semejante pensamiento. El tesoro de Agra se interponía entre nosotros como una barrera insalvable.
Eran casi las dos de la madrugada cuando llegamos a la casa de Cecil Forrester. Los criados se habían retirado a descansar hacía horas; pero la señora Forrester, que se había preocupado muchísimo por el sorprendente mensaje que había recibido la señorita Morstan, estaba levantada en espera de que ésta regresase. Nos abrió la puerta ella misma. Era una mujer de edad mediana, simpática, y me alegró mucho ver con qué ternura ciñó con su brazo el talle de la joven y qué tono maternal tenía la voz con que la recibió. Evidentemente, la señorita Morstan no era tan sólo una empleada, sino también una amiga estimada. Fui presentado, y la señora Forrester me suplicó con gran interés que entrase y le refiriese nuestras aventuras. Sin embargo, yo le expliqué la importancia de la misión que tenía encomendada y le prometí solemnemente visitarla para contarle cualquier avance que pudiéramos realizar. Cuando me retiraba de allí en mi coche, miré disimuladamente hacia atrás y vi que el pequeño grupo se hallaba todavía en la escalinata: las dos esbeltas figuras de mujer, abrazadas, la puerta entreabierta, la luz del vestíbulo brillando a través del vidrio de colores, el barómetro y las brillantes varillas de latón que sujetaban la alfombra de la escalera. Resultaba consolador echar un vistazo, aunque fuese pasajero, a un tranquilo hogar inglés en medio de aquel asunto salvaje y sombrío en que estábamos metidos.
Cuando más pensaba en lo ocurrido, más salvaje y sombrío me resultaba. Repasé toda la serie extraordinaria de acontecimientos mientras avanzaba con estrépito por las calles silenciosas, alumbradas con la luz de gas. Teníamos, por un lado, el problema original, que, por lo menos, estaba ya claro. La muerte del capitán Morstan, el envío de las perlas, el anuncio, la carta...; habíamos hecho luz sobre todos esos hechos. Sin embargo, éstos nos habían conducido a otro misterio más profundo y mucho más trágico: el tesoro indio, el curioso plano encontrado entre el equipaje de Morstan, la extraordinaria escena de la muerte del mayor Sholto, el redescubrimiento del tesoro, seguido acto continuo del asesinato de su descubridor; las singularísimas circunstancias que acompañaron al crimen, las huellas, la extraña arma, las palabras escritas en la tira de papel, iguales a las que figuraban en el plano del capitán Morstan. Todo ello constituía, desde luego, un laberinto en el que cualquier hombre que no tuviese las facultades de mi compañero de alojamiento tendría que desesperar de encontrar la clave.
Pinchin Lane era una manzana de pobres casas de ladrillo de dos plantas en el barrio más bajo de Lambeth. Tuve que llamar durante algún tiempo en el número 3 antes de que me hicieran caso.
Sin embargo, por último apareció la luz de una vela detrás de las persianas, y una cara se asomó a la ventana superior.
—Largo de ahí, vagabundo borracho —me dijo aquella cara—. Si vuelve usted a golpear y armar barullo, abriré las perreras y le echaré encima mis cuarenta y tres sabuesos.
—Me basta con que suelte uno de ellos, y para eso precisamente vengo —contesté.
—¡Siga su camino! —aulló una voz—. Sólo me faltaba un gracioso. Por Dios que tengo en esta bolsa una barra de hierro y se la voy a tirar a la cabeza como usted no se marche.
—Lo que yo quiero es un perro —grité.
—No quiero discutir más —vociferó el señor Sherman—. Y ahora apártese, porque cuando yo diga «¡A las tres!», allá va la barra de hierro.
—El señor Sherlock Holmes... —empecé a decir. Pero estas palabras produjeron un efecto realmente mágico, porque la ventana se cerró de golpe y no había transcurrido un minuto cuando desatrancaron la puerta y la abrieron. Era el señor Sherman, un anciano enjuto y reseco, cargado de espalda, de cuello arrugado y gafas de cristales azules.
—Los amigos del señor Sherlock son siempre bienvenidos —dijo—. Entre, señor. No se acerque al tejón, porque muerde. ¡Ea, malísimo, malísimo! Qué, ¿quieres darle un mordisco a este caballero? —esto se lo decía a un armiño, que asomaba su maligna cabeza y sus ojos inyectados de sangre entre los barrotes de su jaula—. No se preocupe de ese reptil, señor, porque no tiene colmillos; es sólo un lución, y lo dejo suelto porque mata a las cucarachas. No debe molestarse porque al principio me haya conducido con algo de desconfianza; los muchachos no me dejan tranquilo, y son bastantes los que se meten por esta callejuela para dar aldabonazos en la puerta.
¿Qué es lo que desea el señor Sherlock Holmes, caballero? —Uno de sus perros.
—¡Ah! Será Toby.
—Sí, ese es su nombre.
—Toby tiene su casa en el número 7, aquí a la izquierda.
Avanzó lentamente con la vela en la mano por entre la extraña familia de animales reunida a su alrededor. A la luz incierta y cortada de sombras, pude distinguir confusamente ojos brillantes que se clavaban en nosotros desde todos los rincones y hendiduras. Hasta en las vigas que cruzaban por encima de nuestras cabezas había hileras de pájaros solemnes, que alzaban perezosamente el peso de su cuerpo de una pata cargándolo en la otra al despertarlos de su reposo nuestras voces.
Toby resultó ser un animal feo, de largo pelo y orejas colgantes, mitad spaniel y mitad sabueso, castaño y blanco y de andares desgarbados y patosos. Aceptó, después de alguna vacilación, un terrón de azúcar que el viejo naturalista me entregó y, después de sellar de ese modo nuestra alianza, me siguió al coche y no puso dificultad alguna en acompañarme.
Acababan de dar las tres en el reloj del palacio, cuando llegaba de regreso a Pondicherry Lodge. Me enteré de que el ex boxeador, McMurdo, había sido detenido como cómplice y que él y el señor Sholto habían sido llevados a la comisaría. Dos agentes uniformados estaban de guardia en la estrecha puerta exterior; pero en cuanto mencioné el nombre del detective me dejaron pasar con mi perro. Holmes estaba en pie en el umbral de la casa, con las manos en los bolsillos y fumando en su pipa.
— ¡Vaya; ya lo trae usted! — exclamó —. ¡Qué perro magnífico! Athelney Jones se ha marchado. Desde que usted se fue hemos tenido aquí un enorme despliegue de energía. No solamente ha detenido a nuestro amigo Thaddeus, sino también al que guardaba la puerta exterior, al ama de llaves y al criado indio. La casa, salvo por el sargento que está arriba, ha quedado a nuestra disposición. Deje usted al perro aquí y suba conmigo.
Atamos a Toby a la mesa del vestíbulo y subimos de nuevo al piso superior. La habitación estaba tal cual nosotros la habíamos dejado, salvo que habían colocado una sábana sobre la figura central. Recostado en el rincón estaba un sargento de policía con cara de cansado.
—Présteme su linterna, sargento —dijo mi compañero—. Ahora áteme esta tira de papel al cuello, de manera que me cuelgue por delante. Gracias. Ahora voy a quitarme las botas y los calcetines. Watson, hágame el favor de llevármelos abajo. Voy a realizar un pequeño ejercicio de trepador. Empaparé mi pañuelo en la creosota, eso bastará. Ahora suba conmigo un momento a la buhardilla.
Trepamos por el agujero y Holmes proyectó una vez más la luz sobre las huellas que había en el polvo, y dijo: —Quiero que se fije usted muy bien en estas huellas. ¿Observa usted en ellas algo que le llame la atención? —Pertenecen a un niño o a una mujer pequeña —dije.
—Prescindiendo, sin embargo, del tamaño, ¿no encuentra nada más? —Parecen, más o menos, como cualquier otra huella de pie.
—De ninguna manera. Mire aquí. Es la impresión del pie derecho en el polvo. Ahora haré yo con mi pie desnudo una impresión junto a ella. ¿Cuál es la diferencia principal? —Los dedos de los pies de usted están muy juntos. Los dedos de la otra impresión están totalmente separados los unos de los otros.
—Así es. He ahí el detalle importante. Téngalo presente. Hágame ahora el favor de pasar por encima de esa ventana plegadiza y huela el borde del marco de madera. Yo me quedaré del lado de acá con este pañuelo en la mano.
Hice lo que me indicaba y advertí en el acto un fuerte olor a alquitrán.
—Es ahí donde puso el pie al salir de aquí. Si usted ha sido capaz de sentir el olor, creo que Toby no tendrá dificultad alguna. Y ahora corra a la planta baja, suelte al perro y preste atención en Blondin 27 .
Cuando salí de la casa a los jardines, Sherlock Holmes ya estaba en el tejado y pude verlo como si fuese un enorme gusano de luz reptando muy despacio a lo largo del caballete del tejado.
Le perdí de vista detrás de una serie de chimeneas, pero reapareció en seguida y luego volvió a desaparecer por el lado opuesto. Di vuelta a la casa y me lo encontré sentado en el ángulo de uno de los aleros.
—¿Es usted, Watson? —me gritó.
—Sí.
—Este es el lugar. ¿Qué es esa cosa negra que se ve ahí abajo? —Una barrica de agua.
—¿Con tapa encima? —Sí.
—¿No se ve por ahí una escalera? —No. —¡Condenado individuo! ¡Esto es como para desnucarse! Sin embargo, por donde él trepó, yo he de poder bajar. La tubería de bajada de aguas parece sólida. Allá va, ocurra lo que ocurra.
Se oyó un rumor de pies y la linterna empezó a bajar sin interrupción por el ángulo de la pared, hasta que, dando un salto ligero, se plantó encima de la barrica, y de allí volvió a saltar al suelo.
—Fue fácil seguirle —dijo volviéndose a poner los calcetines y las botas—. A todo lo largo del camino he encontrado tejas sueltas, y ese hombre se dejó caer esto con la precipitación que llevaba. Como suelen decir ustedes los médicos, viene a confirmar mi diagnóstico.
El objeto que me alargó era una bolsita de lana teñida con colores vegetales y con algunas cuentecitas llamativas enhebradas a su alrededor. Tanto por la forma como por el tamaño, presentaba cierto parecido a una petaca. En el interior había media docena de espinas de madera negra, puntiagudas por un lado y redondeadas por el otro, lo mismo que la que había herido a Bartholomew Sholto.
— Son unos artefactos infernales — dijo —. Tenga cuidado de no pincharse. Estoy muy contento de haberme hecho con ellas, porque, según toda probabilidad, ese hombre no debía tener más que éstas. De modo que es menor el peligro de que usted y yo nos encontremos de pronto con una espina clavada en la piel. Por mi parte, preferiría que me disparasen una bala Martini. ¿Se siente usted con valor para una caminata de seis millas a paso vivo, Watson? —Desde luego que sí —contesté.
—¿La resistirá su pierna? —¡Oh, sí! —¡De modo que ya estamos aquí, mi bueno y querido Toby! ¡Huele, Toby, huele! Holmes adelantó el pañuelo empapado de creosota hasta colocarlo debajo de la nariz del perro, mientras el animal, con las peludas patas separadas y ladeando la cabeza de una manera cómica, olía como huele un catador de vinos el bouquet de una cosecha especial. Hecho eso, arrojó Holmes el pañuelo muy lejos, ató una fuerte cuerda al collar del perro y condujo a éste hasta el pie de la barrica de agua. El animal estalló inmediatamente en una serie de agudos y trémulos ladridos, y, con la nariz pegada al suelo y la cola enhiesta, salió pataleando en pos de la huella a un paso que mantenía tensa la traílla y nos hizo caminar a todo lo que daban nuestras piernas.
El este había empezado a clarear de una manera paulatina y la luz, fría y gris, nos permitía ver a cierta distancia. La casa, cuadrada y maciza, con sus ventanas negras y sin vida y los muros altos y pelados, se alzaba a nuestras espaldas, triste y solitaria. Nuestra carrera nos llevó a través de los terrenos de la casa, entrando y saliendo por las trincheras y pozos que los cortaban y se entrecruzaban. Todo aquel lugar, con los montones de tierra desperdigados y sus raquíticos arbustos, tenía un aspecto ominoso y decadente que armonizaba de una manera perfecta con la negra tragedia que lo envolvía.
Al llegar a la cerca exterior, Toby corrió a lo largo de la misma, resoplando ansiosamente por la sombra que aquélla proyectaba y deteniéndose por último en un rincón en el que se levantaba una joven haya. En el ángulo de las dos paredes habían aflojado varios ladrillos, y las grietas así dejadas presentaban un desgaste y estaban redondeadas en la parte inferior, como si hubiesen servido de escalones con frecuencia. Holmes trepó por ellos, yo le alcancé el animal, y él lo dejó caer, al otro lado de la cerca. Al subir yo y ponerme a su lado, me dijo: —Vea usted aquí la impresión de la mano del hombre de la pata de palo. Fíjese en la manchita de sangre que hay sobre el yeso blanco. ¡Qué suerte hemos tenido con que no haya llovido fuerte desde ayer! A pesar de la ventaja de veintiocho horas que nos llevan, el olor no habrá desaparecido todavía de la carretera.
Confieso que tuve mis dudas pensando en el denso tráfico que habría circulado durante ese tiempo por la carretera de Londres. Pero pronto se apaciguaron mis temores. Toby no dudó ni se desorientó una sola vez, sino que avanzaba pataleando con su curioso caminar bamboleante. No cabía duda de que el penetrante olor de la creosota se sobreponía a todos los demás olores en pugna.
—No vaya usted a figurarse —dijo Holmes— que fio mi éxito en el caso actual a la simple casualidad de que uno de estos individuos haya metido su pie en ese producto químico. Dispongo ya de datos como para seguirles la pista de diferentes maneras. Esta es, sin embargo, la más fácil, y ya que la suerte nos la ha deparado, sería negligente si la desperdiciase. De todos modos, el caso ha dejado con esto de ser el interesante problemita intelectual que se nos prometía. Quizá ganemos con él algún crédito, pero ésta es una pista demasiado palpable.
—El caso encierra mucho mérito —dije yo—. Le aseguro, Holmes, que los medios con que está consiguiendo sus resultados en este caso me maravillan más aún que los que empleó en el del asesinato de Jefferson Hope. Me parece todo más profundo y más inexplicable. Por ejemplo, ¿cómo pudo describir con tal seguridad al hombre de la pata de palo? —¡Elemental, querido muchacho, eso fue algo elemental! No deseo dar teatralidad al asunto.
Todo en él está a la vista y encima de la mesa. Dos oficiales al mando de la guardia de un presidio se enteran de un importante secreto referente a un tesoro sepultado. Un inglés, llamado Jonathan Small, traza para ellos un mapa. Recordará usted que vimos ese nombre en el que se hallaba en posesión del capitán Morstan. Jonathan Small lo había firmado en nombre suyo y el de sus asociados con el Signo de los Cuatro, como él lo llamaba dramatizando la cosa. Los oficiales o uno de ellos se hace, gracias a este mapa, con el tesoro, y se lo traen a Inglaterra dejando incumplida alguna de las condiciones bajo las cuales lo recibieron. Y yo me pregunto: ¿por qué no retiró el mismo Jonathan Small aquel tesoro? La contestación salta a la vista. El mapa está fechado en una época en que Morstan mantuvo una estrecha relación con presos. Jonathan Small no fue en busca del tesoro porque él y sus asociados estaban en presidio y no podían salir del mismo.
—Pero todo eso son simples hipótesis —dije.
—Son algo más que hipótesis. Es la única hipótesis capaz de explicar los hechos. Veamos si encaja dentro de lo que después ocurrió. El mayor Sholto vive en paz por espacio de algunos años y es feliz con la posesión de su tesoro. Después recibe una carta de la India que le llena de pánico.
¿Qué quiere decir eso? — Que la carta le anunciaba que los hombres a quienes él había perjudicado estaban en libertad.
—O que se habían fugado. Esto es mucho más probable, porque él debía de saber cuáles eran sus condenas. No le habría producido sorpresa. ¿Y qué hace entonces? Se protege para defenderse de un hombre que tenía una pierna postiza... un hombre de raza blanca, fíjese bien, porque en cierta ocasión confundió con él a un comerciante blanco, y le disparó con su pistola. Pues bien: en el plano sólo figura un nombre de persona de raza blanca. Los otros son hindúes o mahometanos.
No hay ningún otro hombre blanco. Podemos, pues, afirmar con toda confianza que el hombre de la pata de palo es el mismo Jonathan Small. ¿Le ve usted algún defecto a este razonamiento? —No; es claro y conciso.
—Pues bien: situémonos ahora en el lugar de Jonathan Small. Consideremos el problema desde su punto de vista. El hombre llega a Inglaterra con el doble propósito de apoderarse de lo que él cree que le pertenece y de vengarse del hombre que le ha engañado. Averigua dónde vive Sholto, y se pone, muy probablemente, en contacto con alguien de dentro de la casa de éste. Aún no le hemos echado la vista encima a ese Lal Rao. La señora Bernstone me ha hablado de él como de persona más que dudosa. Pero Small no consiguió averiguar dónde estaba escondido el tesoro, porque nadie lo supo, fuera del mayor y de su leal servidor, ya fallecido. De pronto, Small se entera de que el mayor está en su lecho de muerte. Fuera de sí por el temor de que se lleve a la tumba su secreto, desafía a la vigilancia, se abre camino hasta la ventana del moribundo, y lo único que le impide entrar en la habitación es la presencia de sus dos hijos. Sin embargo, loco de odio contra el difunto, entra aquella misma noche en la habitación de éste, registra sus papeles particulares, con la esperanza de encontrar algún papel que hable del tesoro, y deja, por último, un recuerdo de su visita en la breve frase de la cartulina. Sin género alguno de duda, Jonathan Small lo había planeado todo por adelantado, y si hubiese podido matar al mayor, habría dejado sobre el cuerpo esta indicación, como señal de que no se trataba de un asesinato vulgar, sino, desde el punto de vista de los cuatro asociados, de algo que se parecía mucho a un acto de justicia. En los anales del crimen, por muy extraños y caprichosos que parezcan, existen bastantes conceptos de esa clase, que suelen proporcionar valiosas indicaciones acerca de quién es el criminal, ¿Sigue usted mi razonamiento? —Con toda claridad.
—¿Qué podía hacer, en vista de eso, Jonathan Small? No tenía otro recurso que el de vigilar los esfuerzos que se realizaban para encontrar el tesoro. Es posible que se ausentase de Inglaterra, para regresar de tiempo en tiempo a ella. De pronto, se produce el descubrimiento en la buhardilla, y Jonathan es informado de inmediato. Volvemos a encontrarnos con la presencia de algún cómplice en la casa. Jonathan, con su pierna postiza, es impotente para subir hasta la habitación alta de Bartholomew Sholto. Sin embargo, se lleva con él a un socio, por demás raro, que supera esa dificultad, pero que hunde un pie desnudo en la creosota, y entonces aparece Toby y la necesidad de una caminata de seis millas para un funcionario a media paga con el tendón de Aquiles lesionado.
—Pero quien cometió el crimen fue el socio, y no Jonathan.
—Probablemente. Y lo cometió con gran disgusto de Jonathan, a juzgar por la manera como fue y vino por el cuarto, una vez que estuvo dentro. Ningún rencor sentía él contra Bartholomew Sholto, y habría preferido que lo hubiese maniatado y amordazado. No tenía ninguna gana de poner en peligro su cabeza. Pero ya no podía evitarlo: los instintos salvajes de su compañero se habían desbordado y el veneno había hecho su obra. Jonathan Small dejó su señal, descolgó al suelo del jardín el cofre del tesoro y luego se descolgó él mismo. Los acontecimientos, hasta donde yo puedo descifrar, se desarrollaron de este modo. Por lo que a la apariencia personal de Jonathan Small se refiere, debe de ser de edad mediana y seguramente que muy atezado, después de haber cumplido condena en un horno como el de las islas Andamán. Por lo ancho de su zancada puede fácilmente calcularse su estatura. Sabemos también que tiene barba. La abundancia de su pelambre fue lo que más impresionó a Thaddeus Sholto cuando lo vio a través del cristal de la ventana. Creo que no hay nada más.
—¿Y su socio? —Bueno; creo que eso no se trata de un gran misterio. Pero ya lo sabrá todo muy pronto...
¡Qué agradable es el aire de la mañana! Fíjese en cómo flota esa nubecilla, igual que la pluma rosada de algún flamenco gigantesco. Y cómo ahora emerge el borde rojo superior del disco solar por encima del banco londinense de nubes. Alumbra a muchísima gente, pero me atrevo a apostar que no alumbra a nadie que esté entregado a una misión tan extraña como la nuestra. ¡Qué pequeños nos sentimos, con nuestras minúsculas ambiciones y querellas, en presencia de las grandes fuerzas elementales de la naturaleza! ¿Está usted versado en la lectura de su Jean Paul? 28 —Bastante. Volví a él a través de Carlyle.
— Eso fue como remontar el arroyuelo hasta el lago en que nace. Ese autor hace una observación curiosa, pero profunda. Afirma que la prueba mayor de la auténtica grandeza del hombre está en la percepción de su propia pequeñez. Esto demuestra, como usted comprenderá, una capacidad de comparación que es en sí misma una prueba de nobleza. Hay en Richter mucho en qué pensar... No lleva usted pistola, ¿verdad? —Tengo mi bastón.
—Quizá nos haga falta algo por este estilo si llegamos hasta el cubil de esta gente. Dejaré que usted se encargue de Jonathan; pero al otro, si se pone peligroso, lo mataré a tiros.
Mientras hablaba sacó su revólver y, después de poner dos cartuchos en el tambor del mismo, volvió a meterlo en el bolsillo derecho de su chaqueta. En todo ese tiempo veníamos siguiendo a Toby, que nos llevaba por carreteras rurales que van hacia la metrópoli por entre hileras de villas.
Pero ahora empezamos a cruzar por calles de construcciones ininterrumpidas, en las que los peones y los obreros del puerto iban y venían, mientras mujeres desaseadas abrían las ventanas y fregaban los escalones de las puertas de la calle. En las tabernas de las esquinas estaba empezando el movimiento; hombres de traza ruda salían de ellas frotándose la barba con la manga, después del trago de la mañana. Extraños perros callejeros iban y venían y nos miraban con curiosidad; pero nuestro inimitable Toby no miraba ni a derecha ni a izquierda, sino que avanzaba trotando, con la nariz pegada al suelo, dejando escapar de cuando en cuando un gemido ansioso que delataba un fuerte aroma.
Habíamos cruzado Streatham, Brixton y Camberwell, y nos encontrábamos en Kennington Lane, porque nos habíamos ido desviando por calles laterales hacia el este de Oval. Parecía que los hombres a quienes veníamos persiguiendo habían caminado trazando un curioso zigzag, probablemente con el propósito de que nadie se fijase en ellos. Nunca habían seguido la carretera principal si podían servirse de una lateral y paralela. Al final de Kennington Lane se desviaron hacia la izquierda, por las calles Bond y Miles. Toby dejó de avanzar donde esta última calle desemboca en Knight's Place, y empezó a dar carreras hacia adelante y hacia atrás, con una oreja tiesa y la otra caída, convertido en el mismísimo retrato de la indecisión canina. Luego pataleó en círculos y alzando su mirada hacia nosotros de cuando en cuando, como solicitando nuestra simpatía ante su desconcierto.
—¿Qué diablos le pasa a este perro? —refunfuñó Holmes—. Seguramente que no tomaron un coche ni se han ido por los aires en globo.
—Quizá permanecieron aquí un buen rato —apunté yo.
—¡Bueno; todo va bien! Ya arranca de nuevo —dijo mi compañero con expresión de alivio.
En efecto, había arrancado otra vez, porque después de olfatear de nuevo a su alrededor pareció decidirse y se lanzó adelante con una energía y una resolución superiores a todas las que había demostrado hasta entonces. Se diría que el olor era mucho más fuerte ahora, porque ni siquiera tenía necesidad de arrimar la nariz al suelo y tiraba con fuerza de la traílla, empeñado en echar a correr. Por como brillaban los ojos de Holmes comprendí que pensaba que estábamos llegando al final de nuestro recorrido.
Seguimos ahora por Nine Elms adelante, hasta llegar al gran depósito de maderas de Broderick y Nelson, inmediatamente después de la taberna WhiteEagle. El perro, en el frenesí de la excitación, se metió en la puerta lateral dentro del espacio cercado, en el que los aserradores ya estaban trabajando. El perro avanzó corriendo por entre el serrín y las virutas, a lo largo de un callejón, dobló por un pasillo, entre dos pilas de madera, y, por último, se abalanzó con un aullido de triunfo sobre un gran barril que se hallaba aún sobre la carretilla de mano en que acababan de traerlo. Con lengua pendiente y ojos parpadeantes, Toby se plantó encima del tonel y nos miraba tan pronto al uno como al otro, en busca de una señal de aprobación. Las duelas del barril y las ruedas de la carretilla estaban embadurnadas de un líquido oscuro, y toda la atmósfera se hallaba impregnada de olor a creosota.
Sherlock Holmes y yo nos miramos inexpresivamente el uno al otro y estallarnos a un tiempo en un acceso de risa incontrolada.