13. LA PLUMA DE OCA
Aquella noche, después de cenar, fui a casa de Poirot a instancias suyas. Caroline me vio alejarme
con contrariedad. Creo que le hubiera gustado acompañarme.
Poirot me recibió con mucha cordialidad. Había una botella de whisky irlandés —que detesto—
en una mesita, junto con un sifón y un vaso. Él bebía chocolate caliente. Más tarde descubrí que se
trataba de su bebida favorita.
Me preguntó cortésmente por mi hermana, afirmando que era una mujer muy interesante.
—Temo que le haya usted hecho subir los humos a la cabeza —dije con brusquedad—. Me refiero
al domingo por la tarde.
Se echó a reír alegremente.
—Me gusta siempre recurrir a los expertos —observó sin matizar sus palabras.
—Se habrá enterado usted de todas las habladurías del pueblo. De lo cierto y de lo falso.
—Y de unas informaciones valiosísimas —añadió tranquilamente.
—¿Que son?
Poirot meneó la cabeza.
—¿Por qué no me dijo usted la verdad? En un pueblo como éste, las andanzas de Ralph Patón
acabarían por saberse. Si su hermana no hubiera atravesado el bosque aquel día, otra persona lo
hubiera hecho.
—Es probable —admití—, pero, ¿a qué demostrar tanto interés por mis enfermos?
Poirot se sonrió levemente.
—Sólo por uno de ellos, doctor, sólo por uno.
—¿El último?
—Miss Russell es una persona muy interesante —replicó, evasivo.
—¿Está usted de acuerdo con mi hermana y con miss Ackroyd en que nos esconde algo?
—¿Eso dicen?
—¿Acaso no se lo dio a entender mi hermana?
—C'est possible!
—No tiene motivo en qué fundarse.
—Les femmes —generalizó Poirot— son unos seres maravillosos. Inventan, se dejan llevar de su
fantasía y milagrosamente aciertan la verdad. Las mujeres observan de un modo inconsciente mil
detalles íntimos, sin saber lo que hacen. Sus subconscientes añaden esas cositas unas a las otras y a eso
le llaman intuición. Yo tengo mucha experiencia en psicología. Conozco bien todo eso.
Sacó el pecho con aire de importancia y su aspecto era tan ridículo que me costó un gran esfuerzo
no echarme a reír.
Bebió un trago de chocolate y se secó cuidadosamente el bigote.
—Quisiera que usted me dijera lo que piensa en realidad —exclamé de pronto.
Poirot dejó su taza en la mesa.
—¿Lo desea usted?
—Sí.
—Usted ha visto lo mismo que yo. Nuestros razonamientos deberían coincidir.
—Temo que se burla de mí —dije secamente—. No tengo experiencia en esos asuntos.
Poirot me miró con indulgencia.
—Usted se parece al niño que quiere saber cómo funcionan las máquinas. Quiere contemplar el
asunto, no en calidad de médico de familia, sino con el ojo de un detective muy experimentado y que
no siente cariño por nadie, para quien todos son extraños e igualmente sospechosos.
—Lo dice usted de un modo acertado.
—Voy a ofrecerle un pequeño discurso. Lo más importante es obtener un relato exacto de lo que
ocurrió aquella noche teniendo siempre en cuenta que la persona que habla quizá mienta.
Enarqué las cejas.
—¡Ésa es una actitud sumamente desconfiada!
—Pero necesaria, se lo aseguro. Ante todo, el doctor Sheppard sale de la casa a las nueve menos
diez. ¿Cómo lo sé?
—Porque yo se lo he dicho.
—Sin embargo, usted puede disfrazar la verdad, o su reloj quizá no funcione con exactitud. No
obstante, Parker también dice que usted dejó la casa a las nueve menos diez, de modo que aceptamos
esta declaración y continuamos. A las nueve usted encuentra un hombre, aquí llegamos a lo que
llamaremos la «Historia del misterioso forastero» frente a la verja de entrada. ¿Cómo puedo saber que
ocurrió así?
—Yo se lo dije —empecé de nuevo, pero Poirot me interrumpió con un gesto de impaciencia.
—Se muestra un poco estúpido esta noche, amigo mío. Usted sabe que es así, pero, ¿cómo lo voy
a saber yo? Eh bien, puedo decirle que el misterioso forastero no es una alucinación que usted haya
sufrido, porque la doncella de una tal miss Gannett le vio unos minutos antes que usted y a ella
también le preguntó el camino de Fernly Park. Aceptemos, pues, el hecho de su presencia y podremos
estar seguros de dos cosas: que no se le conocía en el vecindario y que no deseaba mantener en secreto
su visita a Fernly Park, puesto que preguntó dos veces el camino.
—Comprendo.
—He procurado averiguar pormenores de ese hombre. Bebió una copa en el Three Boars y la
camarera dice que hablaba con acento norteamericano y que mencionó la circunstancia de que acababa
de llegar de Estados Unidos. ¿Le pareció a usted que tenía algo de acento?
—Creo que sí —dije, recapacitando—, pero muy ligero.
—Précisément. También está esto, que como recordará recogí en el pequeño cobertizo.
Me enseñaba la pluma de oca. Le miré con curiosidad y algo que había leído me vino a la
memoria.
Poirot, que me estaba mirando, asintió.
—Sí, heroína, «nieve». Los adictos llevan una pluma como ésta y con ella aspiran la droga.
—¡Diacetilmorfina! —murmuré maquinalmente.
—Ese sistema de tomar la droga es muy común en América. Es otra prueba de que el hombre
vino de Canadá o de Estados Unidos.
—¿Por qué le llamó la atención el cobertizo?
—Mi amigo el inspector estaba convencido de que quien siguió el sendero lo hizo para llegar
cuanto antes a la casa, pero tan pronto como vi el pequeño cobertizo me di cuenta de que sería el
camino seguido por quien lo empleara como lugar de cita. Parece lógico puesto que el forastero no se
presentó ni en la puerta trasera ni en la entrada principal. ¿Acaso alguien de la casa fue a reunirse con
él? En ese supuesto, ¿qué lugar más adecuado que el pequeño cobertizo? Busqué en el interior para ver
si daba con algunas huellas y encontré dos: el pedazo de batista y la pluma.
—¿Qué dice usted del pedazo de batista? —pregunté con interés.
Poirot enarcó las cejas.
—No emplea usted las células grises —observó secamente—. No es muy difícil de deducir.
—Pues no se me ocurre nada. —Cambié de tema—. De todos modos, ese hombre fue a reunirse
con alguien en el cobertizo. ¿Quién sería?
—Ahí está la cuestión. ¿Recuerda usted que Mrs. Ackroyd y su hija vivían en Canadá antes de
venir aquí?
—¿Se refería usted a eso al acusarlas de esconder la verdad?
—Quizás. Ahora, otra cosa. ¿Qué le pareció la historia de la camarera?
—¿Qué historia?
—La historia de su despido. ¿Se necesita acaso media hora para despedir a una criada? ¿Era
creíble la historia de los papeles importantes? Además, recuerde que, a pesar de que dice que estaba en
su cuarto entre las nueve y media y las diez, nadie puede confirmar su declaración.
—Usted me sorprende.
—Para mí todo va aclarándose. Bien! Explíqueme ahora sus propias ideas y teorías.
Saqué una hoja de papel del bolsillo.
—He apuntado unas cuantas cosillas —dije como disculpándome.
—Excelente. Tiene usted método. Veamos.
Empecé a leer con cierta turbación.
—Hay que considerarlo todo lógicamente.
— Eso mismo acostumbraba a decir mi pobre Hastings — interrumpió Poirot —, pero, por
desgracia, nunca lo hacía.
—Punto número uno. Se oyó a Mr. Ackroyd hablar con alguien a las nueve y media.
»Punto número dos. Ralph Patón debió de entrar por la ventana a una hora cualquiera de la noche,
como lo prueban las huellas de sus zapatos.
»Punto número tres. Mr. Ackroyd estaba nervioso aquella noche y sólo hubiera dejado entrar a un
conocido.
»Punto número cuatro. La persona con quien se encontraba Mr. Ackroyd a las nueve y media
pedía dinero. Sabemos que Ralph Patón estaba apurado.
«Estos cuatro puntos tienden a demostrar que la persona que se encontraba con Mr. Ackroyd a las
nueve y media era Patón, pero sabemos que Mr. Ackroyd vivía a las diez menos cuarto y, en
consecuencia, no fue Patón quien le mató. Ralph dejó la ventana abierta y el criminal entró por ella
después de que Ralph se hubo alejado.
—¿Quién fue el criminal?
—El forastero norteamericano. Es posible que estuviese de acuerdo con Parker y también es
posible que Parker fuera quien hiciese a Mrs. Ferrars víctima de un chantaje. De ser así, Parker puede
haber oído lo suficiente para comprender que la cosa iba a descubrirse, habérselo dicho a su cómplice y
éste cometer el crimen con la daga que Parker le entregó.
—Es una teoría —admitió Poirot—. Decididamente, sus células funcionan. Pero deja muchas
cosas sin explicar.
—¿Cuáles?
—La llamada telefónica, el sillón cambiado de sitio
—Cree usted realmente que este último detalle es importante?
—Tal vez no —admitió mi amigo—. Puede haber sido movido por accidente y Raymond o Blunt
haberlo colocado en su sitio inconscientemente, bajo la impresión que sufrían. Además, están las
cuarenta libras que han desaparecido.
—Que Ackroyd entregó a Ralph —sugerí—. Acaso Ackroyd cediera después de rehusar.
—¡Eso deja todavía una cosa sin explicación!
—¿Cuál?
—¿Por qué está Blunt tan seguro de que era Raymond el que hablaba con Mr. Ackroyd a las
nueve y media?
—Nos lo ha explicado él mismo.
—¿Lo cree usted así? No insisto. Pero dígame, en cambio, ¿cuáles eran los motivos de Ralph
Patón para desaparecer?
—Eso es harina de otro costal. Tendré que hablarle como médico. Ralph debió de perder el
dominio de sus nervios. Si descubrió de repente que su tío había sido asesinado unos minutos después
de que se alejara de su lado, y tal vez después de una entrevista tempestuosa, es muy posible que
huyera sin pensar en las consecuencias de su acto. Muchos hombres han obrado en circunstancias
similares como si fuesen culpables, a pesar de su inocencia.
—Sí, es verdad, pero es preciso tener en cuenta una cosa.
—Sé lo que va a decir usted. ¡El motivo! Ralph hereda una fortuna considerable a la muerte de su
tío.
—Éste es uno de los motivos.
—¿Uno?
—Mais oui. ¿No comprende usted que son tres los motivos que se nos presentan? Alguien robó el
sobre azul y su contenido. Éste es otro de los motivos. ¡Chantaje! Ralph Patón era tal vez el hombre
que hacía víctima de ese chantaje a Mrs. Ferrars. Recuerde que Hammond no estaba enterado de que
Ralph hubiera pedido dinero a su tío últimamente, lo que hace pensar que se lo procuraba en otra parte.
Luego está el hecho de que se encontraba en un lío que temía llegase a conocimiento de su tío y,
finalmente, está el que usted acaba de mencionar.
—¡Dios mío! El caso se presenta cada vez más negro.
—¿De veras? Aquí es donde no estamos de acuerdo usted y yo. Tres motivos son muchos. Me
inclino a creer que, después de todo, Ralph Patón es inocente.