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当前位置: 首页 » 西班牙语阅读 » 阿加莎·克里斯蒂作品集 » El asesinato de Roger Ackroyd罗杰疑案 » 正文

14. MRS. ACKROYD

时间:2025-06-24来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:14. MRS. ACKROYDDespus de la conversacin que acabo de relatar, me pareci que el asunto entraba en una fasedistinta. Se p
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14. MRS. ACKROYD
Después de la conversación que acabo de relatar, me pareció que el asunto entraba en una fase
distinta. Se puede dividir en dos partes, bien diferenciadas. La primera empieza con la muerte de
Ackroyd el viernes por la noche y acaba al atardecer del lunes siguiente. Es el relato fiel de lo ocurrido
expuesto a Poirot. Yo estuve a su lado continuamente. Veía lo que él veía e hice lo que pude por
adivinar sus pensamientos. Comprendo ahora que fracasé en este punto. Aunque Poirot me enseñó sus
descubrimientos —por ejemplo, la alianza de oro— se calló las impresiones vitales y lógicas a las que
llegó. Como descubrí más adelante, este secretismo era una de sus principales características. Se
permitía lanzar sugerencias sin ir más allá. Como he dicho, mi relato hasta el lunes al atardecer pudo
ser el de Poirot en persona. Él era Sherlock Holmes y yo Watson. Pero, después del lunes, nuestros
caminos se separaron. Poirot tenía trabajo. Me enteré de lo que hacía porque en King's Abbot se sabe
todo, pero no me lo comunicaba de antemano. Yo también tenía mis preocupaciones. Al recordarlo, lo
que me llamaba la atención era que el asunto se parecía a un rompecabezas en el cual todos
intervenían, aportando sus conocimientos particulares: un detalle, una observación, que contribuían a
su solución. No obstante, a Poirot le tocó el honor de colocar todas esas piezas en su lugar
correspondiente.
Algunos de los incidentes parecían entonces carentes de interés y de significado. Estaba, por
ejemplo, la cuestión de los zapatos negros, pero eso vendrá después. Para poner las cosas por orden
riguroso, debo empezar con la llamada de Mrs. Ackroyd.
Me envió a buscar el martes por la mañana de un modo tan urgente, que me apresuré a
trasladarme a su lado, convencido de que la encontraría in extremis.
Mrs. Ackroyd estaba en la cama. Ésa fue una concesión por su parte a la etiqueta de la situación.
Me alargó su huesuda mano y me señaló una silla junto al lecho.
—Bien, Mrs. Ackroyd. ¿Qué le pasa?
Le hablé con jovialidad, una característica de los médicos de cabecera.
—Estoy deshecha —afirmó con voz débil—, completamente deshecha. Es la impresión de la
muerte del pobre Roger. Dicen que son cosas que no se sienten en el acto ¿sabe usted? La reacción
viene después.
Es una lástima que su profesión le impida a un médico decir algunas veces lo que piensa en
realidad. Hubiera dado cualquier cosa por poder contestarle: «¡Pamplinas!»
En vez de eso, le propuse tomar un tónico, que Mrs. Ackroyd aceptó enseguida. El primer
movimiento del juego estaba hecho. No se me ocurrió en ningún momento que me había enviado a
buscar a causa del efecto que le causó la muerte de Roger, pero Mrs. Ackroyd es incapaz de seguir una
línea recta, sea cual sea el asunto a tratar. Siempre recurre a medios tortuosos. Me pregunté con
curiosidad por qué me habría mandado llamar.
—¡Luego está esa escena de ayer!
—¿Qué escena?
—Doctor, ¿cómo puede usted decir eso? ¿Acaso lo ha olvidado? Hablo de ese hombre horrible,
de ese francés o belga, de su modo de maltratarnos a todos. Me trastornó completamente después de la
muerte de Roger.
—Lo siento mucho, Mrs. Ackroyd.
—No sé qué es lo que se proponía, gritándonos como lo hizo. Sé cuál es mi deber y nunca soñaría
con ocultar nada. He ayudado a la policía con todos los medios a mi alcance.
Mrs. Ackroyd se detuvo mientras yo contestaba:
—¡Sí, sí, desde luego! —Empezaba a vislumbrar de qué se trataba.
—Nadie puede acusarme de haber faltado a mi deber. Estoy segura de que el inspector Raglán
está satisfecho. ¿Por qué tiene que meterse en todo ese forastero intrigante? Es el hombre más ridículo
que he visto en mi vida. Se parece a un cómico francés de esos que salen en las revistas. No
comprendo por qué Flora ha insistido en que se encargue del caso. No me lo dijo de antemano. Todo lo
hizo por su propia iniciativa. Flora es demasiado independiente. Soy una mujer de mundo y soy su
madre. Debió dejar que la aconsejara ante todo.
Escuché todo eso en silencio.
—¿Qué pensará ese individuo? Me gustaría saberlo. ¿Creerá acaso que escondo algo? Ayer me
acusó.
Me encogí de hombros.
—No tiene importancia, Mrs. Ackroyd. Puesto que no esconde usted nada, lo que ha dicho no se
refiere a usted.
La dama cambió de conversación, como era su costumbre.
—¡Los criados son tan fastidiosos! Hablan, charlan entre ellos. Luego se sabe y, probablemente,
no hay nada de cierto en todo ello.
—¿Han hablado los criados? ¿De qué?
Mrs. Ackroyd me lanzó una mirada muy astuta que me hizo perder la calma.
—Estaba convencida de que usted lo sabría, doctor. Usted estuvo todo el tiempo con Mr. Poirot,
¿verdad?
—Sí, es cierto.
—Entonces, lo sabe. Fue esa muchacha, Úrsula Bourne, ¿verdad? Desde luego, sale de la casa y
trata de hacer todo el mal posible. Es una mujer despechada. Todas son iguales. Y usted que estaba allí,
doctor, sabrá exactamente lo que dijo. Me preocupa la idea de que se formen impresiones erróneas.
Después de todo, hay pequeños detalles que no se explican a la policía, ¿verdad? A veces son cosas
familiares que no tienen nada que ver con el crimen. Pero si la muchacha se sentía despechada, puede
haber inventado toda clase de mentiras.
Comprendí que Mrs. Ackroyd estaba verdaderamente angustiada. Poirot no se había equivocado.
De las seis personas reunidas en torno a la mesa ayer, Mrs. Ackroyd, por lo menos, tenía algo que
esconder. A mí sólo me quedaba descubrir qué era.
—En su lugar, señora —dije bruscamente—, yo lo confesaría todo.
Lanzó un leve gemido.
— ¡Oh, doctor! ¿Cómo puede usted ser tan brusco? Lo dice como si yo… ¡Pero si puedo
explicarlo todo de un modo sencillo!
—¿Por qué no lo hace?
Mrs. Ackroyd cogió un pañuelo y empezó a lloriquear.
—He pensado, doctor, que usted podría decírselo a Mr. Poirot, explicárselo, ¿comprende? Es tan
difícil para un extranjero darse cuenta de nuestro punto de vista. Usted no sabe, nadie sabe lo que he
tenido que luchar. Mi vida ha sido un martirio, un largo martirio. No me gusta hablar mal de los
muertos, pero es así. Todas, todas las facturas, hasta las más pequeñas, tenían que ser comprobadas y
estudiadas como si Roger sólo tuviese unos cuantos centenares de libras de renta, en vez de ser, como
me dijo ayer Mr. Hammond, uno de los hombres más ricos de la comarca.
Mrs. Ackroyd se detuvo para enjugarse los ojos con el pañuelito.
—¿Me hablaba usted de facturas? —dije animándola.
—¡Esas horribles facturas! Algunas no las enseñaba siquiera a Roger. Eran cosas que un hombre
no comprende. Habría dicho que no eran necesarias. Y, desde luego, iban en aumento y llegaban
periódicamente.
Me miró suplicante como si quisiera que me condoliera con ella por esta sorprendente
peculiaridad.
—Es lo que suele ocurrir.
Su tono cambió y se hizo más incisivo.
—Le aseguro, doctor, que tenía los nervios deshechos. No podía dormir. Tenía palpitaciones
extrañas. Finalmente recibí una carta de un caballero escocés, perdón eran dos, ambas de escoceses. La
una, de Mr. Bruce Mac Pherson y la otra era de Colin Mac Donald. ¿Qué coincidencia, no?
— No lo creo — repliqué secamente —. En general, se las dan de escoceses, pero sospecho
antecedentes semíticos en sus antepasados.
—De diez a diez mil libras, sólo contra un pagaré —murmuró Mrs. Ackroyd, rememorándolo—.
Escribí a uno de ellos, pero hubo dificultades.
Se detuvo.
Comprendí que llegábamos a un terreno delicado. No he conocido nunca a nadie que le costase
tanto hablar sin ambages.
—Todo es cuestión de expectativas —prosiguió Mrs. Ackroyd—. Estaba convencida de que
Roger pensaría en mí al hacer su testamento, pero no lo sabía con certeza. Pensé que si pudiese ver una
copia de su testamento, no con el vulgar deseo de espiar, sino sólo para hacer mis propios cálculos…
Me miró de reojo. La posición era muy delicada. Afortunadamente, las palabras empleadas con
tacto sirven para disfrazar la fealdad de los hechos desnudos.
—Sólo soy capaz de decirle esto a usted, querido doctor Sheppard —continuó precipitadamente
—. Confío en que no se formará un juicio erróneo de mí y explicará a Mr. Poirot la cosa tal como es.
El viernes por la tarde…
Se detuvo de nuevo y tragó saliva con dificultad.
—Sí, el viernes por la tarde —repetí para animarla.
—Todo el mundo había salido, o así lo creí. Entré en el despacho de Roger y, cuando vi los
papeles amontonados en la mesa, pensé de pronto: «¡A ver si Roger guarda su testamento en uno de los
cajones de la mesa!». Soy muy impulsiva, siempre lo he sido, desde niña. Había dejado las llaves, un
descuido imperdonable de su parte, en la cerradura del cajón superior.
—Comprendo. ¿De forma que usted registró la mesa? ¿Dio con el testamento?
Mrs. Ackroyd lanzó un leve grito y comprendí que no había actuado con la suficiente diplomacia.
—¡Qué horrible suena! No, no fue así.
—Claro que no —me apresuré a contestar—. Perdone mi torpe manera de decir las cosas.
—Los hombres son muy peculiares. En el lugar de mi querido Roger, no me habría importado dar
a conocer las cláusulas de mi testamento, ¡pero los hombres son tan reservados que una se ve obligada
a recurrir a pequeños subterfugios en defensa propia!
—¿Y el resultado de ese pequeño subterfugio?
—Eso iba a decirle. Cuando iba a abrir el cajón inferior, entró Úrsula. Era una situación delicada.
Cerré el cajón y me erguí, llamándole la atención sobre el polvo que había en la mesa. Pero no me
gustó su mirada, respetuosa en apariencia y con un extraño brillo, casi de desdén. Sí, usted comprende
lo que quiero decir. Nunca me ha gustado esa chica. Es una buena camarera, la llama a una: «Señora»
y no rehusa llevar cofia y delantal, lo que pocas hacen hoy día. Sabe contestar: «La señora no está en
casa» sin escrúpulos, si debe abrir la puerta en vez de Parker, y no hace ruidos extraños como las
demás criadas cuando sirven la mesa. ¿Qué estaba diciendo?
—Decía usted que, a pesar de sus valiosas cualidades, no le gustaba esa chica, Úrsula Bourne.
—No. Es rara. Hay algo que la diferencia de las demás. Creo que está demasiado bien educada.
Ahora resulta difícil distinguir a las señoras de las criadas.
—¿Qué ocurrió luego?
—Nada. Roger entró. Creía que había ido a dar un paseo. Y dijo: «¿Qué ocurre aquí?», y yo le
contesté: «Nada. He venido a buscar el Punch». Recogí la revista y salí. Bourne se quedó atrás. Le oí
preguntar a Roger si podía hablarle un momento. Yo me fui a mi cuarto para echarme un rato en la
cama. Estaba completamente trastornada.
Hubo una pausa.
—Se lo explicará todo a Mr. Poirot, ¿verdad? Usted mismo ve que se trata de una nimiedad, pero
se mostró tan severo hablando de cosas que disimulábamos, que recordé enseguida ese incidente.
Bourne puede haber inventado una historia extraordinaria con ello, pero usted lo aclarará todo,
¿verdad?
—¿Es eso todo? —dije—. ¿Me lo ha dicho usted todo?
—Sí —dijo Mrs. Ackroyd, vacilando ligeramente—. ¡Oh, sí! —repitió con mayor firmeza.
Me había fijado en su indecisión momentánea y comprendí que callaba algo. Una inspiración
repentina me impulsó a hacerle la siguiente pregunta:
—Mrs. Ackroyd, ¿fue usted la que dejó la vitrina de la plata abierta?
Leí la respuesta en el rubor culpable que el colorete y los polvos no lograron disimular.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Fue usted, pues?
—Sí. Verá usted. Había uno o dos objetos de plata antigua muy interesantes. Había leído algo
sobre el asunto y vi una ilustración que representaba una pieza pequeñísima y que se vendió por una
cantidad fabulosa en Christy's. Me pareció igual a una de las que había en la vitrina. Pensé en
llevármela a Londres para que la tasaran. ¡Qué sorpresa tan agradable para Roger si de veras se trataba
de un objeto de gran valor!
Me abstuve de hacer comentarios, aceptando la historia de Mrs. Ackroyd tal como la explicaba.
Incluso evité preguntarle por qué había cogido lo que necesitaba de una forma tan subrepticia.
—¿Por qué dejó usted la tapa abierta? ¿Olvidó cerrarla?
—Me sobresalté —confesó ella—. Oí pisadas en la terraza, salí del cuarto y subí la escalera antes
de que Parker le abriera la puerta a usted.
—Debió de ser miss Russell.
Mrs. Ackroyd me acababa de revelar un hecho en extremo interesante. No me importaba saber si
sus intenciones respecto a la plata de Ackroyd fueron o no honradas. Lo que me interesaba era el hecho
de que miss Russell había entrado en el salón por la ventana y que no me había equivocado al creer que
estaba sin aliento por haber corrido. ¿Dónde habría estado? Pensé en el cobertizo y en el pedazo de
batista.
—¡Me pregunto si miss Russell almidona sus pañuelos! —exclamé de pronto.
El asombro que se dibujó en el rostro de Mrs. Ackroyd me hizo volver a la realidad y me levanté.
—¿Cree usted que podrá explicarlo a Mr. Poirot? —preguntó, ansiosa.
—Desde luego.
Me despedí después de verme obligado a escuchar nuevas justificaciones de su conducta.
La camarera estaba en el vestíbulo y me ayudó a ponerme el abrigo. La observé más de cerca que
antes y me di cuenta de que había llorado.
—¿Cómo es que usted nos dijo que Mr. Ackroyd la llamó el viernes a su despacho y ahora me
entero de que fue usted quien le pidió permiso para hablarle?
La muchacha no pudo resistir mi mirada.
—Pensaba irme de todos modos —contestó insegura.
No insistí. Me abrió la puerta y, cuando ya traspasaba el umbral, dijo de pronto en voz baja:
—Dispense usted, señor. ¿No hay noticias del capitán Patón?
Negué con la cabeza y la miré inquisitivamente.
—Pues debería volver —insistió ella con ojos suplicantes—. Sí, sí. ¡Debería volver! ¿Nadie sabe
dónde está?;
—¿Lo sabe usted acaso?
—No lo sé, pero quienquiera que sienta amistad por él le diría que debería volver.
Me entretuve pensando que tal vez la muchacha diría algo más. Su siguiente pregunta me
sorprendió.
—¿Cuándo creen que ocurrió el crimen? ¿Poco antes de las diez?
—Así es. Entre las diez menos cuarto y las diez.
—¿No antes? ¿No antes de las diez menos cuarto?
La miré con atención. Estaba claro que esperaba con ansiedad una respuesta afirmativa.
—No hay que pensar siquiera en ello. Miss Ackroyd saludó a su tío a las diez menos cuarto.
Se volvió abatida.
«¡Hermosa chica!», me dije al alejarme. «¡Muy hermosa!»
Caroline estaba en casa. Había recibido la visita de Poirot y estaba sumamente complacida y
orgullosa.
—Le ayudo en su trabajo —me explicó.
Me sentí algo inquieto. Caroline es ya bastante difícil de manejar tal como es. ¿Qué ocurriría si
alguien alentaba su instinto detectivesco?
—¿Y qué haces? ¿Te ha encomendado buscar a la misteriosa muchacha que acompañaba a Ralph
Patón?
—No, eso ya lo hago por mi cuenta. Pero hay una cosa que Mr. Poirot desea que descubra para él.
—¿De qué se trata?
—Quiere saber si las botas de Ralph Patón eran negras o marrones —respondió Caroline con gran
solemnidad.
Me quedé mirándola. Comprendo ahora que fui un estúpido en ese asunto de las botas, que no me
di cuenta de su importancia.
—Eran unos zapatos marrones —dije—. Yo los vi.
—No se trata de zapatos, sino de botas, James. Mr. Poirot desea saber si el par de botas que Ralph
tenía en el hotel eran marrones o negras. Es un detalle esencial.
No sé si seré tonto, pero no acertaba a comprenderlo.
—¿Y cómo lo sabrás?
Caroline me dijo que eso no presentaba dificultad alguna. La mejor amiga de Annie, nuestra
doncella, era la de miss Gannett que se llama Clara. Esa tal Clara salía a pasear con el botones del
Three Boars. Nada tan sencillo pues. Con ayuda de miss Gannett, que prestaría lealmente su
cooperación dejando la tarde libre a Clara, el asunto se llevaría a cabo con la máxima rapidez.
Cuando nos sentamos para almorzar, Caroline observó con indiferencia estudiada:
—En cuanto a las botas de Ralph Patón…
—Sí. ¿Qué ocurre con ellas?
—Mr. Poirot creía que eran de color marrón, pero se equivocaba. Son negras.
Caroline asintió varias veces. Al parecer, pensaba que había superado a Poirot.
No le contesté. Me preocupaba la idea de que el color de un par de botas de Ralph Patón tuviera
algo que ver con el caso.
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