A su lado, había un tipo de rostro autoritario. Sobre sus piernas tenía abierto el estuche de una flauta que limpiaba con mucho esmero. A Jane le produjo una impresión cómica, pues más que músico parecía abogado o médico.
Detrás de ellos se sentaban dos franceses, barbudo uno de ellos y otro más joven, tal vez su hijo, que hablaban muy excitados y con grandes ademanes.
Ante ella solo estaba el joven del jersey azul, a quien, por motivos inexplicables, había decidido no mirar.
iQué ridículos estos nervios! iNi que tuviera diecisiete años!, pensó Jane molesta.
Frente a ella, Norman Gale se decía:
Es hermosa, realmente hermosa. Y se acuerda de mí, seguro. Parecía tan decepcionada cuando recogieron su apuesta, que valía la pena darle el gusto de ganar. Y lo hice bastante bien. Es encantadora cuando sonríe. iQué dientes, qué blancura! iDiablos! Estoy demasiado excitado. Calma, chico.
Le dijo al camarero, que se inclinaba sobre él con el menú:
—Tomaré lengua fría.
La condesa de Horbury pensaba:
iDios mío! ¿Qué puedo hacer? Estoy hecha una ruina, una ruina, sí. No me queda más que una salida. Si me atreviese... ¿Por qué no? Pero ¿cómo disimular lo que es tan evidente? Tengo los nervios alterados. Esa cocaína. ¿Por qué habré tomado yo cocaína? Mi cara está espantosa, sencillamente horrorosa. Y esa arpía de Venetia Kerr lo empeora todo con su presencia. Siempre me mira por encima del hombro como a una basura. Pretende a Stephen. iBueno, pues no lo conseguirá! Su rostro alargado me descompone. Parece un caballo. Detesto a estas provincianas. iDios mío! ¿Qué podría hacer? He de tomar una decisión. Razón tenía aquella bruja.
Metió la mano en un lujoso bolso en busca de la pitillera e introdujo un cigarrillo en una larga boquilla. Sus manos temblaban levemente.
iMaldita zorra!, pensaba Lady Venetia Kerr. Tal vez sea técmcamente virtuosa, pero es una zorra de pies a cabeza. Pobre Stephen. Si al menos pudiera librarse de ella.
A su vez, sacó su pitillera y aceptó un fósforo de Cicely Horbury.
El camarero protestó inmediatamente:
—Perdón, señoras: no fumen, por favor.
—iDiablos! —exclamó Cicely Horbury.
Es bonita esa jovencita, pensó Hércules Poirot. En su barbilla hay determinación. ¿Por qué estará tan preocupada? ¿Por qué está tan decidida a no mirar al joven que tiene delante de ella. Ambos son muy conscientes de su mutua presencia. (El avión cayó en un ligero bache.) Mon estomac!, se dijo Hércules Poirot cerrando los ojos con determinación.
A su lado, el doctor Bryant, acariciaba amorosamente su flauta:
No puedo decidirme, sencillamente, no puedo, pensaba. Este es el giro más decisivo de mi carrera.
Nerviosamente sacó la flauta del estuche, cuidadosa, cariñosamente. La música... En la música encontraba alivio a todos los contratiempos. Sonriendo, acercó la flauta a sus labios y luego la devolvió al estuche. A su lado, el hombrecillo de los bigotes dormía profundamente. Por un momento, al cruzar el avión unos baches de aire, le había visto palidecer. El doctor Bryant se congratuló de no marearse por tierra, mar o aire.