Capítulo XIII En la peluqueria de Antoine
A la mañana siguiente de la encuesta, Jane se presentó en la peluquería con los nervios un poco alterados.
El dueño del establecimiento, que se daba el nombre de Antoine, aunque en realidad se llamaba Andrew Leech y cuyas pretensiones de ser extranjero se basaban en tener una madre judía, la recibió de mal talante.
En un lenguaje que se diferenciaba poco del usado en los barrios bajos de Londres, trató a Jane de estúpida. ¿Por qué había tenido que volver en avión? iQué ocurrencia! Aquella salida al extranjero haría mucho daño a su establecimiento.
Cuando hubo desahogado su malhumor, permitió que Jane se retirara, y ésta vio que su amiga Gladys le dirigía un guiño muy significativo.
Gladys era una rubia exuberante de porte altivo, que atendía con una voz desmayada y lejana. En privado, su voz era ronca y alegre.
—No te preocupes, querida —le advirtió a Jane—. Ese viejo bruto está al acecho, esperando ver de qué lado caerá la balanza. Y me parece que no caerá del lado que él espera. Vaya, mira, querida: ya está aquí otra vez esa maldita arpía. iQué pesada! iSupongo que se molestará por todo, como siempre! Espero que no haya traído a su condenado perro faldero.
Poco después, se oía la voz desmayada de Gladys:
—Buenos días, señora. ¿No trae a su lindo pequinés? Vamos a lavarle la cabeza y enseguida podremos solicitar la intervención de monsieur Henri.
Jane acababa de entrar en el compartimiento contiguo, donde esperaba una señora de cabello castaño que se miraba al espejo y le decía a una amiga:
—Querida, tengo una cara verdaderamente espantosa esta mañana. Esto es...
La amiga, hojeando aburridamente un ejemplar del Sketch de tres semanas antes, replicó sin ningún interés:
—¿Eso crees? Yo no te noto el menor cambio.
Al entrar Jane, la amiga aburrida dejó de leer la revista para fijarse con curiosidad en la empleada.
Luego exclamó:
—Es ella. Estoy segura.
—Buenos días, madam —saludó Jane con aquel aire desenvuelto que le era propio y que no le costaba ya el menor esfuerzo—. Hace tiempo que no la veíamos por aquí. Supongo que ha estado en el extranjero.
—En Antibes —señaló la del cabello castaño, mirando a su vez con el más franco interés.
—iQué suerte! —exclamó Jane con fingido entusiasmo—. Dígame, ¿quiere lavar y secar, o desea teñirse antes?
La aludida se distrajo un momento de la contemplación de la chica para examinar su pelo.
—Creo que podría pasar otra semana. iDios mío! iParezco un esperpento!
—Y bien, querida —comentó la amiga—, ¿qué quieres parecer a estas horas de la mañana?
iAh! Espere a que monsieur Georges acabe con usted —la animó Jane.