Los dos amaban a los perros y detestaban a los gatos, odiaban las ostras y se entusiasmaban con el salmón ahumado; admiraban a Greta Garbo y criticaban a Katharine Hepburn; odiaban a las mujeres gordas y preferían las morenas; sentían desprecio por las uñas demasiado rojas, les molestaban los que alzaban la voz al hablar, los restaurantes ruidosos y la música de jazz. Y preferían los autobuses al metro.
Parecía un milagro que dos personas tuviesen tantos gustos comunes.
Un día, al abrir Jane el bolso en la peluquería de Antoine, dejó caer una carta de Norman. Al recogerla un poco ruborizada, oyó que Gladys decía a su lado:
—¿Quién es tu novio, querida?
—No sé qué quieres decrr —replicó Jane, poniéndose aún más colorada.
—iNo me digas! Bien se ve que esa carta no es del tío de tu madre. No nací ayer, Jane. ¿Quién es él?
—Un... un chico que conocí en Le Pinet. Es dentista.
—iUn dentista! —exclamó Gladys con un ligero tono de disgusto—. Supongo que lucirá unos dientes blanquísimos y que sabrá sonreír.
Jane se vio obligada a admitir que así era.
—Es un chico bronceado, de ojos azules.
—Cualquiera puede adquirir un buen bronceado —comentó Gladys— Basta una temporada en la playa o un frasco de tinte adquirido en la farmacia. Los ojos están bien si son azules. iPero dentista! Cuando vaya a besarte, creerás que te pide: «Haga el favor de abrir un poco más la boca».
—No seas idiota, Gladys.
—No te lo tomes tan a pecho, querida. Ya veo que te has molestado. Sí, señor Henri, voy al instante. iQué hombre tan antipático! Nos manda a todas como si fuese su señoría el almirante.
La carta era una invitación a cenar la noche del sábado. Cuando, aquel mediodía, Jane recibió su aumento de sueldo, sintió que la embargaba la alegría.
iY pensar lo muy preocupada que estaba yo cuando volvía aquel día en el avión! Todo me ha salido estupendamente. Digan lo que digan, la vida es una maravilla.
Tan alegre estaba que, para celebrarlo, decidió comer en el Corner House para gozar de un poco de música durante el almuerzo.
Se sentó a una mesa para cuatro, ocupada ya por una señora de mediana edad y un muchacho. La señora estaba acabando su almuerzo y, al sentarse Jane, pidió la cuenta, recogió un sinnúmero de paquetes y se fue.
Jane, siguiendo su costumbre, leía una novela mientras comía. Al levantar la mirada mientras pasaba una página, vio que el chico que se sentaba frente a ella la observaba fijamente y, al momento, notó que aquel rostro no le era desconocido.
En aquel mismo instante, el joven saludó con una inclinación de cabeza.
—Perdone, mademoiselle, ¿no me reconoce usted?
Jane observó su rostro con más atención. Parecía un buen chico, más atractivo por la viveza de sus rasgos que por la armonía de sus facciones.
—Es cierto que no nos han presentado —prosiguió el muchacho—, a no ser que equivalga a una presentación el hecho de coincidir en el lugar en que se comete un crimen, o después, al declarar ambos ante el mismo tribunal.