—Claro. Eso es lo más interesante que depara la vida. A usted le sorprende porque es inglesa. Un inglés piensa ante todo en su trabajo o en sus negocios, luego en sus deportes y, después, mucho después, en su esposa. Sí, sí, es tal como le digo. Figúrese que en un humilde hotel de Siria había un inglés cuya mujer enfermó de pronto. El tenía que hallarse en un determinado día en no sé qué parte de Irak. Eh bien, ¿querrá usted creer que dejó sola a su mujer para acudir a su cita a tiempo? Y tanto a él como a su mujer aquello les pareció lo más natural, que era lo más noble, lo más abnegado. Pero una mujer, un ser humano, debe ser lo primero. Cumplir con el trabajo es menos importante.
—No lo sé —admitió Jane—. Supongo que el trabajo es lo primero para cualquiera.
—Pero ¿por qué? i Vaya, usted tiene el mismo punto de vista! Trabajando gana uno dinero. Descansando y atendiendo a una mujer, lo gasta. De modo que el último es un ideal más noble que el primero.
Jane se echó a reír.
—Bien, en cuanto a mí, preferiría que me considerasen como un objeto de lujo y de recreo a que me tuvieran por un deber prioritario. Prefiero que un hombre lo pase bien a mi lado a que me vea como un deber que hay que cumplir.
—Nadie, mademoiselle, sería capaz de sentir eso con usted.
Jane se ruborizó ante la seriedad del tono del joven, que se apresuró a añadir:
—Solo había estado una vez en Inglaterra. El otro día, durante la encuesta, fue muy interesante para mí poder examinar detenidamente a tres mujeres tan jóvenes como encantadoras, pero tan distintas entre sí.
—¿Qué pensó usted de nosotras? —preguntó Jane con interés.
—¿De lady Horbury? iBah! Conozco muy bien a ese tipo de mujer. Es muy exótica, una mujer cara. Es de esas señoras que se ven en la mesa de bacarrá, de cara flácida y expresión dura, que da una idea de lo que será al cabo de diez o quince años. No viven más que para darse la gran vida o tal vez para tomar drogas. Au fond, ino tiene el menor interés!
—¿Y la señorita Kerr?
iAh! Es muy inglesa. Es de esas a quien los tenderos de la Riviera concederían un crédito ilimitado. Son muy perspicaces nuestros tenderos. Sus ropas son de un corte irreprochable, pero parecen de hombre. Camina como si el mundo le perteneciera. No es consciente de esto: sencillamente es inglesa. Sabe de qué parte del país es todo el mundo. Es cierto. A una mujer así le oí decu- en Egipto: ¿Aquí están también los Fulánez? ¿Los Fulánez de Yorkshire? iOh, los Fulánez de Shropshire!».
Imitaba bien el acento. Jane se echó a reír.
—Y luego yo —señaló Jane.
—Y luego usted. Y yo me dije: iPero qué bien, qué requetebién si volviese a toparme con ella algún día! Y heme aquí, delante de usted. A veces los dioses disponen muy bien las cosas.
—Es usted arqueólogo, ¿verdad? ¿Hace excavaciones?
Jane escuchó con gran atención el relato que Jean Dupont le hizo de su trabajo y, finalmente, le interrumpió lanzando un suspiro:
—Ha estado usted en tantos países. iCuántas cosas habrá visto! iMe parece tan fascinante! i Yo nunca he estado en ningún sitio, ni he visto nada!
—¿Le gustaría ir a países remotos y exóticos? No podría ondularse el pelo: recuérdelo.
—Se me ondula solo —aclaró Jane riendo satisfecha.
Tras echar una ojeada al reloj de pared se apresuró a pedir la cuenta.
Jean Dupont, un tanto embarazado, se decidió:
—Mademoiselle, no sé si hago bien en atreverme... Como ya le he dicho, vuelvo a Francia mañana. Si quisiera usted cenar conmigo esta noche...
—iQué lástima! No puedo. Esta noche tengo un compromiso.
iAh! Lo siento mucho, muchísimo. ¿Volverá usted pronto a París?
—No, no lo creo.
—i Tampoco sé yo cuándo regresaré a Londres! iQué pena!
Retuvo un buen rato la mano de Jane en la suya.
—Deseo con toda mi alma volver a verla —le aseguró en un tono de absoluta sinceridad.