—iEs terrible! Habría que hacer algo.
—Eso es lo que decía esta mañana mi secretaria, la señorita Ross.
—¿Cómo es ella? —¿La señorita Ross?
—Sí.
iAh! No sé. Alta, huesuda, con una nariz que parece el morro de un caballo. Muy competente.
—Parece simpática —concluyó Jane con generosidad.
Norman aceptó aquello como un tributo a su diplomacia. La señorita Ross no era tan huesuda como indicaban sus palabras. Era una rubia muy agraciada, pero le pareció, con razón, que no estaría bien resaltar ante Jane los atractivos fisicos de su empleada.
—Me gustaría hacer algo —expuso Norman—. Si fuese un detective de novela, buscaría alguna pista o me pondría a seguir a alguien.
Jane le tiró de la manga.
—Mira, ahí está el señor Clancy, el novelista, sentado allí, junto a la pared. Podríamos seguirle.
—Pero ¿no íbamos al cine?
—Olvida el cine. ¿No dices que te gustaría seguir a algún sospechoso? Pues ahí lo tienes. ¿Quién sabe? Tal vez descubramos alguna pista.
El entusiasmo de Jane era contagioso. Norman se mostró conforme con seguir este plan.
—Como bien dices, ¿quién sabe? ¿Por que plato va? No puedo saberlo sin volver la cabeza y no quiero mirarle.
—Poco más o menos como nosotros —respondió Jane—. No perdamos tiempo y tomémosle la delantera. Paguemos la cuenta y, de este modo, estaremos dispuestos a salir en cuanto él lo haga.
Así lo hicieron. Poco después, cuando el señor Clancy salió y se alejó por Dean Street, Norman y Jane le pisaban los talones.
—Si toma un taxi... —advirtió Jane.
Pero el señor Clancy no tomó un taxi. Con un abrigo al brazo que a veces arrastraba distraído, anduvo largo rato por las calles de Londres de un i Oh! iLa policía! Yo no preguntaré lo que la policía habrá preguntado. Y tengo mis dudas de que haya hecho alguna pregunta. Ya saben que la cerbatana hallada en el avión fue adquirida en París por un norteamericano.
—¿En París? ¿Por un norteamericano? iPero si no había ningún norteamericano en el avión!
Poirot le sonrió con benevolencia.
—Precisamente. Ahora aparece un norteamericano para complicar las cosas. Voila tout.
—Pero ¿la compró un hombre? —preguntó Norman.
Poirot lo miró con extraña expresión.
—Sí —contestó—, la compró un hombre.
Norman se mostró sorprendido.
—De todos modos —señaló Jane—, no fue el señor Clancy. Este ya tenía una y no necesitaba otra para nada.
Poirot asintió.