Y cuando se acercaba este día luctuoso, yo veía que repasaban y planchaban la ropa blanca; las sábanas, las almohadas, las toallas, las servilletas... Y luego, la víspera de la partida, bajaban de las falsas un cofre forrado de piel cerdosa, y mi madre iba colocando en él la ropa con mucho apa?o. Yo quiero consignar que ponía también un cubierto de plata; ahora, cuando a veces revuelvo el aparador, veo, desgastado, este cubierto que me ha servido durante ocho a?os, y siento por él una profunda simpatía.
De Monóvar a Yecla hay seis u ocho horas: salíamos al romper el alba; llegábamos a prima tarde. El carro iba dando tumbos por los hondos relejes; a veces parábamos para almorzar bajo un olivo. Y yo tengo muy presente que, ya al promediar la caminata, se columbraban[28]desde lo alto de un puerto pedregoso, allá en los confines de la inmensa llanura negruzca, los puntitos blancos del poblado y la gigantesca cúpula de la iglesia Nueva, que refulgía.
Y entonces se apoderaba de mí una angustia indecible; sentía como si me hubieran arrancado de pronto de un paraíso delicioso y me sepultaran en una caverna lóbrega. Recuerdo que una de las veces quise escaparme; aún me lo cuenta riendo un criado viejo, que es el que me llevaba. Yo me arrojé del carro y corría por el campo; entonces él me cogió, y decía dando grandes carcajadas: “?No, no, Anto?ito, si no vamos a Yecla!”
Pero sí que íbamos: el carro continuó su marcha, y yo entré otra vez en esta ciudad hórrida, y me vi otra vez, irremediablemente, discurriendo, puesto en fila, por los largos claustros, o sentado, silencioso e inmóvil, en los bancos de la sala de estudio.