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西语阅读:《一千零一夜》连载四 c

时间:2011-09-29来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:西语阅读:《一千零一夜》连载四 c PERO CUANDO LLEG LA 11 a NOCHE Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado! que cuando la joven se ech a rer, despus de haberse indignado, se acerc a los concurrentes, y dilo: Cantadme cu
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西语阅读:《一千零一夜》连载四 c

PERO CUANDO LLEGÓ LA 11a NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que cuando la joven se echó a reír, después de haberse indignado, se acercó a los concurrentes, y dilo: “Cantadme cuanto tengáis que con­tar, pues sólo os queda una hora de vida. Y si tengo tanta paciencia, es porque sois gente humilde, que si fue­seis de los notables, o de los grandes de vuestra tribu, o si fueseis de los que gobiernan, ya os habría casti­gado.”

Entonces el califa dijo al visir: “¡Desdichados de nosotros, oh Gia­far! Revélale quiénes somos, si no, va a matarnos.” Y el visir contestó: “Bien merecido nos está.” Pero el califa dijo: '`No es ocasión oportuna para bromas; el caso es muy serio, y cada cosa en su tiempo.”

Entonces la joven se acercó a los saalik, y les dijo: “¿Sois hermanos?” Y contestaron ellos; “¡No, por Alah! Somos los más pobres de los pobres, y vivimos de nuestro oficio, haciendo escarificaciones y poniendo vento­sas.” Entonces fue preguntando a cada uno: “¿Naciste tuerto, tal como ahora estás?” Y el primero de ellos contestó: “¡No, por Alah! Pero la historia de mi desgracia es tan asom­brosa, que si se escribiera con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyera con respeto.” Y los otros dos contestaron lo mismo, y luego dijeron los tres: “Cada uno de nos­otros es de un país distinto, pero nuestras historias no pueden, ser más maravillosas, ni nuestras aventuras más prodigiosamente extrañas.”. En­tonces dijo, la joven: “Que cada cual cuente su historia, y después se llevé la mano a la frente para darnos las gracias, y se vaya en busca de su des­tino.

El mandadero fue el primero que se adelantó y dijo: “¡Oh señora mía! Yo soy sencillamente un mandadero, y nada más. Vuestra hermana me hizo cargar con muchas cosas y venir aquí. Me ha ocurrido con vosotras lo que sabéis muy bien, y no he de repetirlo ahora, por razones que se os alcanzan. Y tal es toda mi historia. Y nada podré añadir a ella, sino que os deseo la paz.”

Entonces la joven le dijo: “¡Vaya! llévate la mano a la cabeza, para ver si está todavía en su sitio, arré­glate el pelo, y márchate:` Pero re­plicó el mozo: “¡Oh! ¡No, por Alah! No me he de ir hasta que oiga el relato de mis compañeros.”

Entonces el primer saaluk entre los saalik, avanzó para contar su his­toria, y dijo:

 

HISTORIA DEL PRIMER SAALUK

“Voy a contarte, ¡oh mi señora! el motivo de que me afeitara las barbas y de haber perdido un ojo.

Sabe, pues, que mi padre era rey. Tenía un hermano, y ese hermano era rey en otra ciudad. Y ocurrió la coincidencia de que el mismo día que mi madre me parió nació también mi primo.

Después pasaron los años, y des­pués de los años y los días, mi primo y yo crecimos. He de decirte que, con intervalos de algunos años, iba a visitar a mi tío y a pasar con él algu­nos meses. La última vez que le visité me dispensó mi primo una acogida de las más amplias y más generosas, y mandó degollar varios carneros en mi honor y clarificar numerosos vinos. Luego empezamos a beber, hasta que el vino pudo más que nosotros. Entonces mi primo me dijo: “¡Oh primo mío Ya sabes que te quiero extremadamente, y te he de pedir una cosa importante. No qui­siera que me la negases ni que me impidieses hacer lo que he resuelto.” Y yo le contesté: “Así sea, con toda la simpatía y generosidad de mi cora­zón.” Y para fiar más en mí, me hizo prestar el más sagrado de los jura­mentos, haciéndome jurar sobre el Libro Noble. Y en seguida se levantó, se ausentó unos instantes, y después volvió con una mujer ricamente ves­tida y perfumada, con un atavío tan fastuoso, que suponía una gran rique­za. Y volviéndose hacia mí, con la mujer detrás de él, me dijo: “Toma esta mujer y acompáñala al sitio que voy a indicarte.” Y me señaló el sitío, explicándolo tan detalladamen­te que lo comprendí muy bien. Lue­go añadió: “Allí encontrarás una tumba entre las otras tumbas, y en ella me aguardarás.” Yo no me pude negar a ello, porque había jurado con la mano derecha. Y cogí a la mujer, y marchamos al sitio que me había indicado, y nos sentamos allí para esperar a mi primo, que no tar­dó en presentarse, llevando una vasija llena de agua; un saco con yeso y una piqueta. Y lo dejó todo, en el suelo, conservando en la mano nada más que la piqueta, y marchó hacia la tumba, quitó una por una las piedras y las puso aparte. Después cavó con la piqueta hasta descubrir una gran losa. La levantó, y apa­reció una escalera abovedada. Se volvió entonces hacia la mujer, y le dijo: “Ahora puedes elegir.” Y la mujer bajó en seguida la escalera y desapareció. Entonces él se volvió hacia mí y me dijo: “¡Oh primo mío! te ruego que acabes de comple­tar este favor, y que, cuando haya bajado, eches la losa y la cubras con tierra, como estaba. Y así completa­rás este favor que me has hecho. En cuanto al yeso que hay en el saco y en cuanto al agua de la vasija, los mezclarás bien y después pondrás las piedras como antes, y con la mez­cla llenarás las junturas de modo que nadie, pueda adivinar que es obra reciente. Porque hace un año que estoy haciendo este trabajo, y sólo Alah lo sabe.” Y luego añadió: “Y ahora ruega a Alah que no me abru­me de tristeza por estar lejos de ti, primo mío.” En seguida bajó la esca­lera, y desapareció en la tumba. Cuando hubo desaparecido de mi vis­ta, me levanté, volví a poner la losa, e hice, todo lo demás que me había mandado, de modo que la tumba quedó como antes estaba.

Regresé al palacio, pero mi tío se haba ido de caza, y entonces decidí acostarme aquella noche. Después, cuando vino la manana, comencé a reflexionar sobre todas las cosas de la noche anterior, y singularmente sobre lo que me había ocurrido con mi primo, y me arrepentí de cuánto había hecho. ¡Pero con el arrepentí­miento no remediaba nada! Entonces volví hacia las tumbas y busqué, sin poder encontrarla, aquella en que se había encerrado mi primo. Y seguí buscando hasta cerca del anochecer, sin hallar ningún rastro. Regresé entonces al palacio y no podía beber, ni comer, ni apartar el recuerdo de lo que me había ocurrido con mi primo, sin poder descubrir qué era de él. Y me afligí con una aflicción tan considerable, que toda la noche la pasé muy apenado hasta la mañana. Marché en seguida otra vez al cemen­terio, y volví a buscar la tumba entre todas las demás, pero sin ningún resultado. Y continué mis pesquisas durante siete días más, sin encontrar el verdadero camino. Por lo cual aumentaron de tal modo mis temo­res, que creí volverme loco.

Decidí viajar, en busca de remedio para mi aflicción, y regresé al país de mi padre. Pero al llegar a las puertas de la ciudad salió un grupo de hombres, se echaron sobre mi y me ataron los brazos. Entonces me quedé completamente asombra­do, puesto que yo era el hijo del sultán y, aquellos los servidores de mi padre y también mis esclavos. Y me entró un miedo muy grande, y pensaba: “¿Quién sabe lo que le habrá podido ocurrir a mi padre?” Y pregunté a los que me habían atado los brazos, y no quisieron con­testarme. Pero poco después, uno de ellos, esclavo mío, me dijo: “La suerte no se ha mostrado propicia con tu padre. Los soldados le han hecho traición y el visir lo ha man­dado matar. Nosotros estabamos emboscados, aguardando que cayeses en nuestras manos.”

Luego me condujeron a viva fuer­za. Yo no sabía lo que me pasaba, pues la muerte de mi padre me había llenado de dolor. Y me entregaron entre las manos del visir que había matado a mi padre. Pero entre este visir y yo existía un odio muy anti­guo. Y la causa de este odio consistía en que yo, de joven, fui muy aficio­nado al tiro de ballesta, y ocurrió la desgracia de que un día entre los días me hallaba en la azotea del pala­cio de mi padre, cuando un gran pájaro descendió sobre la azotea del palacio del visir, el cual estaba en ella. Quise matar al pájaro con la ballesta, pero la ballesta erró al pája­ro, hirió en un ojo al visir y se lo hundió, por voluntad y juicio escrito de Alah. Ya lo dijo el poeta:

 

¡Deja que se cumplan los destinos; no quieras desviar el fallo de los jueces de la tierra!

¡No sientas alegría ni aflicción por ninguna cosa, pues las cosas no son eternas!

¡Se ha cumplido nuestro destino; hemos seguido con toda fidelidad los renglones escritos por la Suerte; por­que aquel para quien, la Suerte escribió un renglón, no tiene más remedio que seguirlo!

 

Y el saaluk prosiguió de este modo

Cuando dejé tuerto al visir, no se atrevió a reclamar en contra mía, porque mi padre era el rey del país. Pero esta era la causa de su odio.

Y cuando me presentaron a él, con los brazos atados, dispuso que me cortaran la cabeza. Entonces le dije: ¿Por qué me matas si no he come­tido ningún crimen?” Y contestó: “¿Qué mayor crimen que éste?” Y señalaba su ojo huero. Y yo dije: “Eso lo hice contra mi voluntad.” Pero él replicó: “Si lo hiciste contra tu voluntad, yo voy a hacerlo con toda la mía.” Y dispuso: “¡Traedlo a mis manos!” Y me llevaron entre sus manos.

Entonces extendió la mano, clavó su dedo en mi ojo izquierdo, y lo hundió completamente.

¡Y desde entonces estoy tuerto, como todos veis!

Hecho esto, ordenó que me mata­sen y me metiesen en un cajón. Des­pués llamó al verdugo, y le dijo: “Te lo entrego. Desenvaina tu alfanje y lleva a este hombre fuera de la ciu­dad; lo matas y le dejas allí para que se lo coman las fieras.”

Entonces el verdugo me llevó fue­ra de la ciudad. Y me sacó de la caja con las manos atadas y los pies encadenados, y me quiso vendar los ojos antes de matarme. Pero entonces rompí a llorar y recité estas estrofas:

 

¡Te elegí como firme coraza para librarme de mis enemigos, y eres la lanza y el agudo hierro con que me atraviesan!

¡Cuando disponía del poder, mi mano derecha, la que debía castigar, se abs­tenía, pasando el arma a mi mano izquierda, que no la sabía esgrimir! ¡Así obraba yo!

¡No insistáis, os lo ruego, en vues­tros reproches crueles; dejad que sólo los enemigos me arrojen las flechas dolorosas!

¡Conceded a mi pobre alma, tortura­da por los enemigos, el don del silen­cio; no la oprimáis más con la dureza y el peso de vuestras palabras!

¡Confié en mis amigos para que me sirviesen de sólidas corazas; y así lo hicieron, pero en manos de los enemi­gos y contra mí!

¡Los elegí para que me sirviesen de flechas mortales; y lo fueron, pero con­tra mi corazón!

¡Cultivé sus corazones para hacerlos, fieles; y fueron fieles, pero a otros amores!

¡Los cuidé fervorosamente para que fuesen constantes; y lo fueron, pero en la traición!

 

Cuando el verdugo oyó éstos ver­sos, recordó que había servido a mi padre y que yo le había colmado de beneficios, y me dijo: “¿Cómo iba yo a matarte, si soy tu esclavo?” Y añadió: “Escápate. ¡Te salvo la vida! Pero no vuelvas a esta comarca, porque perecerías y me harías perecer contigo, según dice el poeta:

 

¡Anda! ¡Libértate, amigo, y salva a tu alma de la tiranía! ¡Deja que las casas sirvan de tumba a quienes las han construido!

¡Anda! ¡Podrás encontrar otras tie­rras que las tuyas, otros países distintos de tu país, pero nunca hallarás mas alma que tu alma!

¡Piensa que es muy insensato vivir en un país de humillaciones, cuando la tierra de Alah es ancha hasta lo infinito!

¡Sin embargo... está escrito! ¡Está escrito que el hombre destinado a morir en un país no podrá morir más que en el país de su destino! Pero, ¿sabes tú cuál es el país de, tu des­tino?...

¡Y sobre todo, no olvides nunca que el cuello del león no llega a su des­arrollo hasta que su alma se ha desarro­llado, con toda libertad!

 

Cuando acabó de recitar estos ver­sos le besé las manos, y mientras no me vi muy lejos de aquellos lugares no pude creer en mi salvación.

Pensando que había salvado la vida, pude consolarme de haber per­dido un ojo, y seguí caminando, hasta llegar a la ciudad de mi tío. Entré en su palacio y le referí todo lo que le había ocurrido a mi padre y todo lo qué me había ocurrido o mí. Entonces derramó muchas lágrimas, y exclamó “¡Oh sobrino mío! vienes a añadir una aflicción a mis afliccio­nes y un dolor a mis dolores. Porque has de saber que el hijo de tu pobre tío ha desaparecido hace muchos días, y nadie sabe dónde está.” Y rompió a llorar tanto, que se desma­yó. Cazando volvió en sí, me dijo: “Estaba afligidísimo por tu primo, y ahora se.aumenta mi dolor con lo ocurrido a ti y a tu padre. En cuanto a ti, ¡oh hijo mío! más vale haber perdido un ojo que la vida.”

Al oírle hablar de este modo, no pude callar por más tiempo lo que le había ocurrido a mi primo, y le revelé toda la verdad. Mi tío, al sa­berla, se alegró hasta el límite de la alegría; y me dijo: “Llévame en seguida a esa tumba.” Y contesté: ¡Por Alah! no sé donde está esa tumba. He ido muchas veces a bus­carla, sin poder dar con ella.”

Entonces nos fuimos al cementerio, y al fin, después de buscar en todos sentidos, acabé por encontrarla. Y yo y mi tío llegamos al límite de la alegría, y entramos en la bóveda, quitamos la tierra, apartamos la losa y descendimos los cincuenta peldaños que tenía la escalera. Al llegar abajo, subió hacia nosotros una humareda que nos cegaba. Pero en seguida mi tío pronunció la Palabra que libra de todo temor a quien la dice, y es ésta: “¡No hay poder ni fuerza mas que en Alah, el Altísimo, el Omni­potente!”

Después seguimos andando, hasta llegar a un gran salón que estaba lleno de harina y de grano de todas las especies, de manjares de todas clases y de otras muchas cosas. Y vimos en medio del salón un lecho cubierto por unas cortinas. Mi tío miró hacia el interior del lecho, y vio a su hijo en brazos de aquella mujer que le había acompañado, pero ambos estaban totalmente con­vertidos en carbón, como si los hu­bieran echado en un horno.

Al verlos, escupió mi tío en la cara de su hijo, y exclamó: “Mereces el suplicio de este bajo mundo que ahora sufres, pero aún te falta el del otro, que es mas terrible y más dura­dero.” Y después de haberle escupí­do, se descalzó una babucha, y con la suela le dio en la cara.

En este momento de su narración, Schahrazada vio aproximarse la ma­ñana, y discretamente no quiso abu­sar del permiso que se le había concedido.

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