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西语阅读:《一千零一夜》连载四 e

时间:2011-09-29来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:西语阅读:《一千零一夜》连载四 e PERO CUANDO LLEG LA 13 a . NOCHE Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado! que el segundo saaluk prosigui su relato de este modo: Oh seora ma! cuando di en la bveda tan violento puntap
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西语阅读:《一千零一夜》连载四 e

PERO CUANDO LLEGÓ LA 13a. NOCHE

 

Ella dijo:

 

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que el segundo saaluk prosi­guió su relato de este modo:

¡Oh señora mía! cuando di en la bóveda tan violento puntapié, la jo­venme dijo: “¡He ahí el efrit! ¡Ya viene contra nosotros! ¡Por Alah! ¡Me has perdido! Atiende a tu sal­vación y sal por donde entraste.”

Entonces me precipité hacia la escalera. Pero desgraciadamente, a causa de mi gran terror había olvida­do las sandalias y el hacha. Por eso, como había ya subido algunos pelda­ños, volví un poco la cabeza para dirigir la última mirada a las sanda­lias y al hacha que habían sido mi felicidad; pero en el mismo instante vi abrirse la tierra y aparecer un efrit enorme, horriblemente feo, que preguntó a la joven: “¿A qué obedece esa llamada tan terrible con la que acabas de asustarme? ¿Qué desgracia te amenaza?” Ella contestó: “Nin­guna desgracia. Sentí una opresión en el pecho, a causa de mi soledad, y al levantarme en busca de alguna bebida refrescante que reconfortara mi ánimo, lo hice tan bruscamente, que resbalé y fui a dar contra la cúpula.” Pero el efrit dijo: “¡Cómo sabes mentir, desvergonzada liberti­na!” Después empezó a registrar el palacio por todos lados, hasta encon­trar mis babuchas y el hacha. Y entonces gritó: “¿Qué, significan estas prendas? ¿Cómo han podido llegar aquí?” Y ella contestó: “Ahora las veo por primera vez. Acaso las lleva­rías tú colgando a la espalda, y así las has traído.” El efrit, en el colmo del furor, dijo entonces: “Todo eso son palabras absurdas, torpes y fal­sas. Y no han de servirte conmigo mala mujer.”

En seguida la puso sobre cuatro estacas clavadas en el suelo, y empe­zó a atormentarla, insistiendo en sus preguntas sobre lo que había ocurri­do. Pero yo no pude resistir mas aquella escena, ni escuchar su llanto, y subí rápidamente los peldaños, trémulo de terror. Una vez en el bos­que, puse la trampa como la había encontrado, la oculté a las miradas cubriéndola con tierra. Y me arre­pentí de mi acción hasta el límite del arrepentimiento. Y me puse a pensar en la joven, en su hermosura y en los tormentos que le hacía sufrir aquel miserable después de tenerla encerrada veinte años. Y aún me dolía más que la atormentase por causa, mía. Y en ese momento me puse a pensar también en mi padre, en su reino y en mi triste condición de leñador. ¡Esto fue todo!

Después seguí caminando, hasta llegar a la casa de mi amigo el sastre. Y lo encontré muy impaciente a causa de mi ausencia, pues se hallaba sentado y parecía que lo estuviesen friendo al fuego en una sartén. Y me dijo: “Como no veniste ayer, pasé toda la noche muy intranquilo. Y temí que te hubiese devorado algu­na fiera o te hubiera pasado algo semejante en el bosque; pero ¡alaba­do sea Alah que te guardó!” Enton­ces le di las gracias por su bondad, entré en la tienda, y sentado en mi rincón empecé a pensar en mi des­ventura y a reconvenirme por aquel puntapié tan imprudente que había dado en la bóveda. De pronto mi amigo el sastre entró y me dijo: “En la puerta de la tienda hay un hom­bre una especie de persa, que pre­gunta por ti y lleva en la mano, tu hacha y tus babuchas. Las ha presen­tado a todos los sastres de esta calle, y les ha dicho: “Al ir esta mañana a la oración, llamado por el muecín, me he encontrado en el camino estas prendas y no sé a quien pertenecen. ¿Me lo podríais decir vosotros?” En­tonces los sastres reconocieron tu hacha y tus sandalias y lo han enca­minado hacia aquí. Y ahí está aguar­dándote en la puerta de la tienda. Sal, dale las gracias, y recoge el hacha y las sandalias.” Pero al oír todo aquello me puse muy pálido, y creí desmayarme de terror. Y ha­llándome en este trance, se abrió de pronto la tierra y apareció el persa. ¡Era el efrit! Había sometido a la joven al tormento, ¡y qué tor­mento! Pero ella nada había decla­rado, y entonces él, cogiendo el hacha y las babuchas, le dijo: “Aho­ra verás si no soy Georgirus, des­cendiente de Eblis. ¡Vas a ver si puedo traer o no al amo de estas cosas!”

Y había empleado en las casas de los sastres la estratagema de que he hablado.

Se me apareció, pues, bruscamen­te, brotando del suelo, y sin perder un instante me cogió en brazos, se elevó conmigo por los aires, y des­cendió después para hundirme con él en la tierra. Yo había perdido por completo el conocimiento. Me llevó al palacio subterráneo en que ha­bía sido tan feliz, y allí vi a la joven, cuya sangre corría por su cuerpo. Mis ojos se habían llenado de lágrimas: Entonces el efrit sé diri­gió a ella y le dijo: “Aquí tienes a tu amante.” Y la joven me miró y dijo: “No sé quién pueda ser este hombre. No le he visto hasta ahora.”

Y replicó el efrit: “¿Cómo es eso? ¿Te presento la prueba del delito y no confiesas?” Y ella, resueltamente, insistió: “He dicho que no le conoz­co.” Entonces dijo el efrit: “Si es verdad que no le conoces, coge esa alfanje y córtale la cabeza. “Y ella cogió el alfanje, avanzó muy decidida y se detuvo delante de mí. Y yo, pálido de terror, le pedía por señas que me perdonase, y las lagrimas corrían por mis mejillas. Y ella me hizo también una seña con los ojos, mientras decía en alta voz: “¡Tú eres la causa de mis desgracias!” Y yo contesté a esta seña con una con­tracción de mis ojos, y recité estos versos de doble sentido; que el efrit no podía entender:

 

¡Mis ojos saben hablarte suficiente­mente para que la lengua sea inútil! ¡Sólo mis ojos te revelan los secretos ocultos de mi corazón!

¡Cuando te apareciste, corrieron por mi rostro dulces lágrimas, y me quedé mudo, pues, mis ojos te decían lo nece­sario!

¡Los párpados saben expresar tam­bién los sentimientos! ¡El entendido no necesita utilizar los dedos!

¡Nuestras cejas pueden suplir a las palabras! ¡Silencio, pues! ¡Dejemos que hable el amor!

 

Y entonces la joven, habiendo entendido mis súplicas, soltó el alfan­je. Lo recogió el efrit, y entregán­domelo, dijo señalando a la joven: “Córtale la cabeza, y quedarás en libertad; te prometo no causarte nin­gún daño,” Y yo contesté: “¡Así sea”' Y cogí el alfanje y avancé resueltamente con el brazo levanta­do. Pero ella me imploraba, hacién­dome señas con los ojos, como diciendo: “¿Qué daño te hice?'” Y entonces, se me llenaron los ojos de lágrimas y arrojando el alfanje, dije al efrit: “¡Oh poderoso efrit! ¡Oh héroe robusto e invencible! Si esta mujer fuese tan mala como crees, no habría dudado en salvarse a costa de mi vida. Y en cambio ya has visto que ha arrojado el alfanje. ¿Cómo he de cortarle yo la cabeza, si además no conozco a esta joven? Así me diesen a beber la copa de la mala muerte, no habría de prestarme a esa villanía.” Y el efrit contestó a estas palabras: “¡Basta ya! Acabo de sorprender que os amáis. He podido comprobarlo.”

Y, entonces; ¡oh señora mía! cogió el alfanje y cortó una mano, de la joven y después la otra mano, y luego el pie derecho y después el izquierdo. De cuatro golpes sacó las cuatro extremidades: Y yo, al ver aquello con mis propios ojos, creí que me moría.

En ese momento la joven, guiñán­dome un ojo, me hizo disimulada­mente una seña. Pero ¡ay de mí! el efrit la sorprendió, y dijo: “¡Oh hija, de tal! Acabas de cometer adulterio con tu ojo.” Y entonces de un tajo le cortó la cabeza. Des­pues, volviéndose hacia mí, exclamó, “Sabe, ¡oh tú ser humano! que nues­tra ley nos permite a los efrits matar a la esposa adúltera, y hasta lo encuentra lícito y recomendable. Sa­be que yo robé a esta joven la noche de su boda, cuando aún no tenía doce años. Y la traje aquí, y cada diez días venía a verla, y pasábamos juntos la noche, pero hoy, al saber que me engañaba, la he matado. Só­lo me ha engañado con un ojo, con el que te guiñó al mirarte. En cuanto a ti, como no he podido comprobar tu falta, no te mataré; pero de todos modos, algo he de hacerte para que no te rías a mis espaldas y para humillar tu vanidad. Te permito ele­gir el mal que quieras que te cause.”

Entonces, ¡oh señora mía! al ver­me libre de la muerte, me regocijé hasta el límite del regocijo, y confian­do en obtener toda su gracia, le dije; “Realmente, no sé cuál elegir de entre todos los males; no prefiero ninguno.” Y el efrit, más irritado que nunca, golpeó con el pie en el suelo, y exclamó: “¡Te mando que elijas! A ver, ¿bajó qué forma quie­res que te encante? ¿Prefieres la de un borrico? ¿La de un mulo? ¿La de un cuervo? ¿La de un perro? ¿La de un mono?” Entonces yo, con la esperanza de un indulto completo y abusando de su buena disposición, le respondí: “¡Oh mi señor Georgirus, descendiente del poderoso Eblis! Si me perdonas, Alah te perdonará tam­bién, pues tendrá en cuenta tu cle­mencia con un buen musulmán que nunca te hizo daño.” Y seguí supli­cando hasta el límite de la súplica, postrándome humildemente entre sus manos, y le decía: “No me condenes injustamente.” Pero él replicó: “No hables más si no quieres morir. Es inútil que abuses de mi bondad, pues tengo que encantarte necesaria­mente.”

Y dicho esto me cogió, hendió la cúpula, atravesó la tierra y voló con­migo a tal altura, que el mundo me parecía una escudilla de agua. Des­cendió después hasta la cima de un monte, y allí me soltó; cogió luego un puñado de tierra, refunfuñó algo como un gruñido, pronunció en seguida unas palabras misteriosas, y arrojándome la tierra, dijo: “¡Sal de tu forma y toma la de un mono!” Y al momento, ¡oh, señora mía! que­dé convertido en mono. ¡Pero qué mono! ¡Viejo, de más de cien años­ y de una fealdad excesiva! Cuando me vi tan horrible, me desesperé y me puse a brincar, y brincaba, real­mente. Y como aquello no me servía de remedio, rompí a llorar a causa de mis desventuras. Y el efrit se reía de un modo que daba miedo, hasta que por último desapareció.

Y medité entonces sobre las injus­ticias de la suerte, habiendo. apren­dido a costa mía que la suerte no depende de la criatura.

Después descendí al pie de la mon­taña, hasta llegar a lo más bajo de todo. Y empecé a viajar, y por las noches me subía para dormir a la copa de los árboles. Así fui cami­nando durante un mes, hasta encon­trarme a orillas del mar. Y allí me detuve como una hora, y acabé por ver una nave, en medio del mar, que era impulsada hacia la costa por un viento favorable. Entonces me escondí detrás de unas rocas, y allí aguardé. Cuando la embarcación ancló y sus tripulantes comenzaron a desembarcar, me tranquilicé un tanto, saltando finalmente a la nave. Y uno de aquellos hombres gritó al verme: “¡Echad de aquí pronto a ese bicho de mal agüero!” Otro dijo: “¡Mejor sería matarlo!” Y un tercero repuso. “Sí; matémoslo con este sable.” Entonces me eché a llorar, y detuve con una mano el arma, y mis lágrimas corrían abun­dantes.

Y en seguida el capitán, compa­deciéndose de mí, exclamó: “¡Oh mercaderes! este mono acaba de implorarme, y queda bajo mi protec­ción. Y os prohibo echarle, pegarle u hostigarle.” Luego hubo de diri­girme benévolas palabras, y yo las entendía todas. Entonces acabó por tomarme en calidad de criado, y yo hacía todas sus cosas y le servía en la nave.

Y al cabo de cincuenta días, durante los cuales nos fue el viento propicio, arribamos a una ciudad enorme y tan llena de habitantes, que sólo Alah podría contar su nú­mero.

Cuando llegamos, acercáronse a nuestra nave los mamalix enviados por el rey de la ciudad. Y llegaron para saludarnos y dar la bienvenida a los mercaderes, diciéndoles: “El rey nos manda que os felicitemos por vuestra feliz llegada, y nos ha entre­gado este rollo de pergamino para que cada uno de vosotros escriba en él una línea con su mejor letra.”

Entonces yo, que no había perdido aún mi forma de mono, les arranqué de la mano el pergamino, alejándome con mi presa. Y temerosos sin duda de que lo rompiese o lo tirase al mar, me llamaron a gritos y me ame­nazaron; pero les hice seña de que sabía y quería escribir; y el capitán repuso: Dejadle. Si vemos que lo emborrona, le impediremos que con­tinúe; pero si escribe bien de veras, le adoptaré por hijo, pues en mi vida he visto un mono mas inteligente.” Cogí entonces el cálamo, lo mojé, extendiendo bien la tinta por sus dos caras, y comencé a escribir.

Y escribí cuatro estrofas, cada una con una letra diferente, e improvi­sadas en distinto estilo: la primera al modo Rikaa, la segunda al modo Rihani, la tercera al modo Sulci y la cuarta al modo Muchik:

 

a) ¡El tiempo ha descrito ya los beneficios y los dones de los hombres generosos, pero desespera de poder enu­merar jamás los tuyos!

¡Después de Alah, el género humano no puede recurrir más que a ti, porque eres realmente el padre de todos los beneficios!

b) Os hablaré de su pluma:

¡Es la primera, y el origen mismo de las plumas! ¡Su poderío es sorprendente! ¡Y ella es la que le ha colocado entre los sabios más notables!

¡De esa pluma, cogida con las yemas de sus cinco dedos, han brotado y corren por el mundo cinco ríos de elo­cuencia y poesía!

c) Os hablaré de su inmortalidad:

¡No hay escritor que no muera; pero el tiempo eterniza lo escrito por sus manos!

¡Así, pues, no dejes escribir a tu pluma más que aquello de que puedas enorgullecerte el día de la Resurrec­ción!

d) ¡Si abres el tintero, utilízalo sola­mente para trazar renglones que bene­ficien a toda criatura generosa!

¡Pero si no has de usarlo para hacer donaciones, procura, al menos, producir belleza! ¡Y serás así uno de aquellos a quienes se cuenta entre los escritores más grandes!

 

Cuando acabé de escribir les entre­gué el rollo de pergamino. Y todos los que lo vieron se quedaron muy admirados. Después cada cual escri­bió una línea con su mejor letra.

Luego de esto se fueron los escla­vos para llevar el rollo al rey. Y cuando el rey hubo examinado lo escrito por cada uno de nosotros, no quedó satisfecho más que de lo mío, que estaba hecho de cuatro maneras diferentes, pues mi letra me había dado reputación universal cuando yo era todavía príncipe.

Y el rey dijo a sus amigos que estaban presentes y a los esclavos: “Id en seguida a ver al que ha hecho esta hermosa letra, dadle este traje de honor para que se lo vista, y traedle en triunfo sobre mi mejor mula al son de los instrumentos.”

Al oírlo, todos empezaron a son­reír. Y el rey, al notarlo, se enojó mucho, y dijo: “¡Cómo! ¿Os doy una orden y os reís de mí?” Y contesta­ron: “¡Oh rey del siglo! En verdad que nos guardaríamos de reirnos de tus palabras; pero has de saber que, el que ha hecho esa letra tan hermosa no es hijo de Adán, sino un mono, que pertenece al capitán de la nave.” Estas palabras sorprendieron mucho al rey, y luego, convulso de alegría y estallando de risa, dijo: “Deseo com­prar ese mono.” Y ordenó inmedia­tamente a las personas de su corte que cogiesen la mula y el traje de honor y se fuesen a la nave a buscar al mono, y les dijo: “De todas maneras, le vestiréis con ese traje de honor y le traeréis montado en la mula.”

Llegados a la nave me compraron a un precio elevada, aunque al prin­cipio el capitán se resistía a vender­me, comprendiendo, por las señas que le hice, que me era muy doloro­so separarme de él. Después los otros me vistieron con el traje de honor, montáronme en la mula y salimos al son de los instrumentos más armo­niosos que se tocaban en la ciudad. Y todos los habitantes y las criaturas humanas de la población se queda­ron asombrados, mirando con interés enorme un espectáculo tan extraor­dinario y prodigioso.

Cuando me llevaron ante el rey y lo vi, besé la tierra entre sus manos tres veces, permaneciendo luego in­móvil. Entonces el monarca me invitó a sentarme, y yo me postré de hinojos. Y todos los concurrentes se quedaron maravillados de mi buena crianza y mi admirable cortesía; pero el más profundamente mara­villado fue el rey. Y cuando me postré de hinojos, el rey dispuso que todo el mundo se fuese, y todo el mundo se marchó No quedamos más que el rey, el jefe de los eunu­cos, un joven esclavo favorito y yo, señora mía:

Entonces ordenó al rey qué tra­jesen algunas vituallas. Y colocaron sobre un mantel cuantos manjares puede el alma anhelar y cuantas excelencias son la delicia de los ojos. Y el rey me invitó luego a servir­me, y levantándome y besando la tierra entre sus manos siete veces, me senté sobre mi trasero, de mono y me puse a comer pulcramente, recordando en todo mi educación pasada.

Cuando levantaron el mantel, me levanté yo también para lavarme las manos. Volví después de lavármelas, cogí el tintero, la pluma y una hoja de pergamino, y escribí lentamente estas dos estrofas ensalzando las excelencias de la pastelería árabe:

 

¡Oh pasteles! ¡dulces, finos y subli­mes pasteles; enrollados con los dedos! ¡Vosotros sois la triaca, el antídoto de cualquier veneno! ¡Nada me gusta tan­to, y constituís mi única esperanza, toda mi pasión!

¡El corazón se me estremece al ver un mantel bien extendido, en cuyo centro se aromatiza una kenafa nadan­do sobre la manteca y la miel en una gran bandeja!

¡Oh kenafal ¡kenafa fina y sedosa como cabellera! ¡Mi deseo, por sabo­rearte, ¡oh kénafa! llega a la exagera­ción! ¡Y me pondría en peligro de muerte al pasar un día sin que estuvie­ses en mi mesa! ¡Oh kenafa!

¡Y tú, jarabe! ¡adorable y delicioso jebe! ¡Aunque lo estuviera comiendo y bebiendo, día y noche, volvería a desearlo en la vida futura!

 

Después de esto dejé la pluma y el tintero, y me senté respetuosa­mente a alguna distancia. Y no bien leyó el rey lo que yo había escrito, se maravilló asombrosamente, y ex­clamó: “¿Es posible que un mono posea tanta elocuencia, y sobre todo una letra tan magnífica? ¡Por Alah!... ¡es el prodigio de los prodigios!”

En aquel instante trajeron un juego de ajedrez, y el rey me preguntó por señas si sabía jugar, contestándole yo que sí con la cabeza. Y me acerqué, coloqué las piezas y me puse a jugar con el rey. Y le di mate dos veces. Y el rey no supo entonces qué pensar, quedándose perplejo, y dijo: “¡Si éste fuera un hijo de Adán, habría superado a todos los vivientes de su siglo!”

Y ordenó luego al eunuco: “Ve a las habitaciones de tu dueña, mi hija, y dile: “¡Oh mi señora! Venid inmediatamente junto al rey”, pues quiero que disfrute de este espectáculo y va un mono tan maravi­lloso.”

Entonces fue el eunuco, y no tardó en volver con su dueña, la hija del rey, que en cuanto me divisó se cubrió la cara con el velo, y dijo: ¡Padre mío! ¿Cómo me mandas llamar ante hombres extraños?” Y el rey dijo: “Hija mía, ¿por quién te tapas la cara, si no hay aquí nadie más que nosotros?” Entonces contes­tó la joven: “Sabe, ¡oh padre mío! que ese mono es hijo de un rey lla­mado Amarus, y dueño de un lejano país. Este mono está encantado por el efrit Georgirus, descendiente de Eblis, después de haber matado a su esposa, hija del rey Aknamus, señor de las Islas de Ébano. Este mono, al cual crees mono de veras, es un hombre, pero un hombre sabio, instruido y prudente.”

Sorprendido al oír estas palabras, me preguntó el rey: “¿Es verdad lo que dice de ti mi hija?” Y yo, con la cabeza, le indiqué que era cierto, y rompí a llorar. Entonces el rey le preguntó a su hija: “¿Por qué sabes que está encantado?” Y la princesa contestó: “¡Oh padre mío! Siendo yo pequeña, la vieja que había en casa de mi madre era una bruja muy versada en la magia y me enseñó este arte. Más tarde me perfeccioné en él, y aprendí más de ciento seasenta artículos mágicos, de los cuales el más insignificante me permitiría transportar tu palacio con todas sus piedras y la ciudad entera detrás del Cáucaso y convertir en mar esta comarca y en peces a cuantos la habitan.”

Y el, padre exclamó: “¡Por el ver­dadero nombre de Alah sobre ti, ¡oh hija mía! desencanta a ese hom­bre, para que yo le nombre mi visir. Pero ¿es posible que tú poseas ese, talento tan enorme y que yo lo igno­rase? Desencanta inmediatamente a ese mono, pues debe ser un joven muy inteligente y agradable.” Y la princesa respondió: “De buena gana y como homenaje debido.”

En este momento de su narración, Schaltrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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