西语阅读:《一千零一夜》连载三十一 a
PERO CUANDO LLEGÓ LA 345 NOCHE
Ella dijo:
... para impedir el paso a los visitantes, ni para animarles a seguir en su asombrada exploración.
Continuaron, pues, por esta galería, cuya parte superior estaba decorada con una cornisa bellísima, y vieron, grabada en letras de oro sobre fondo azul, una inscripción en lengua jónica que contenía preceptos sublimes, y cuya traducción fiel hizo el jeique Abdossamad en esta forma:
¡En el nombre del Inmutable, Soberano de los destinos! ¡Oh hijo de los hombres, vuelve la cabeza y verás que la muerte se dispone a. caer sobra tu alma! ¿Dónde está Adán, padre de los humanos? ¿Dónde están Nuh y su descendencia? ¿Dónde está Nemrod el formidable? ¿Dónde están los reyes, los conquistadores, los Khosroes, los Césares, los Faraones, los emperadores de
¡Oh hijo de los hombres! no te entregues al mundo y a sus placeres! ¡Teme al Señor, y sírvele de corazón devoto! ¡Teme a la muerte! ¡La devoción por el Señor y el temor a la muerte, son el principio de toda sabiduría! ¡Así cosecharás buenas acciones, con las que te perfumarás el día terrible del Juicio!
Cuando escribieron en sus pergaminos esta inscripción, que les conmovió mucho, franquearon una gran puerta que se abría en medio de la galería y entraron a una sala, en el centro de la cual habla una hermosa pila de mármol transparente, de donde se escapaba un surtidor de agua. Sobre la pila, a manera de techo agradablemente coloreado, se alzaba un pabellón cubierto con colgaduras de seda y oro en matices diferentes, combinados con un arte perfecto. Para llegar a aquella pila, el agua se encauzaba por cuatro canalillos trazados en el suelo de la sala con sinuosidades encantadoras, y cada canalillo tenía un lecho de color especial: el primero tenía un lecho de pórfido rosa; el segundo, de topacios; el tercero, de esmeraldas, y el cuarto, de turquesas; de tal modo, que el agua de cada uno se teñía del color de su lecho, y herida por la luz atenuada que filtraban las sedas en la altura, proyectaba sobre los objetos de su alrededor y las paredes de mármol, una dulzura de paisaje marino.
Allí franquearon una segunda puerta, y entraron en la segunda sala. La encontraron llena de monedas antiguas de oro y plata, de collares, de alhajas, de perlas, de rubíes y de toda clase de pedrerías. Y tan amontonado estaba todo, que apenas se podía cruzar la sala y circular por ella para penetrar en la tercera.
Aparecía ésta llena de armaduras, de metales preciosos, de escudos de oro enriquecidos con pedrerías, de cascos antiguos, de sables de
Entraron luego en la cuarta sala, enteramente ocupada por armarios y estantes de maderas preciosas, donde se alineaban ordenadamente ricos trajes, ropones suntuosos, telas de valor y brocados labrados de un modo admirable. Desde allí se dirigieron a una puerta abierta que les facilitó el acceso a la quinta sala.
La cual no contenía entre el suelo y el techo más que vasos y enseres para bebidas, para manjares y para abluciones: tazones de oro y plata, jofainas de cristal de roca, copas de piedras preciosas, bandejas de jade y de ágata de diversos colores.
Cuando hubieron admirado todo aquello, pensaron en volver sobre sus pasos, y he aquí que sintieron la tentación de llevarse un tapiz inmenso de seda y oro que cubría una de las paredes de la sala. Y detrás del tapiz vieron una gran puerta labrada con finas marqueterías de marfil y ébano, y que estaba cerrada con cerrojos macizos, sin la menor huella de cerradura donde meter una llave. Pero el jeique Abdossamad se puso a estudiar el mecanismo de aquellos cerrojos, y acabó por dar con un resorte oculto, que hubo de ceder a sus esfuerzos. Entonces la puerta giró sobre sí misma y dio a los viajeros libre acceso a una sala milagrosa, abovedada en forma de cúpula, y construida con un mármol tan pulido, que parecía un espejo de acero. Por las ventanas de aquella sala, a través de las celosías de esmeraldas y diamantes, filtrábase una claridad que inundaba los objetos con un resplandor imprevisto. En el centro, sostenido por pilastras de oro, sobre cada una de las cuales había un pájaro con plumaje de esmeralda y pico de rubíes, erguíase una especie de oratorio adornado con colgaduras de seda y oro, y al que unas gradas de marfil unían al suelo, donde una magnífica alfombra, diestramente fabricada con lana de colores gloriosos, abría sus flores sin aroma en medio de su césped sin savia, y vivía toda la vida artificial de sus florestas pobladas de pájaros y animales copiados de manera exacta, con su belleza natural y sus contornos verdaderos.
El emir Muza y sus acompañantes subieron por las gradas del oratorio, y al llegar a la plataforma se detuvieron mudos de sorpresa. Bajo un dosel de terciopelo salpicado de gemas y diamantes, en amplio lecho construido con tapices de seda superpuestos, reposaba una joven de tez brillante, de párpados entornados por el sueño tras unas largas pestañas combadas, y cuya belleza realzábase con la calma admirable de sus acciones, con la corona de oro que ceñía su cabellera, con la diadema de pedrerías que constelaba su frente, y con el húmedo collar de perlas que acariciaba su dorada piel. A derecha y a izquierda del lecho se hallaban dos esclavos, blanco uno y negro otro, armado cada cual con un alfanje desnudo y una pica de acero. A los pies del lecho había una mesa de mármol, en la que aparecían grabadas las siguientes frases:
¡Soy la virgen Tadmor, hija del rey de los Amalecitas, y esta ciudad es mi ciudad! ¡Puedes llevarte cuanto plazca a tu deseo, viajero que lograste penetrar hasta aquí! ¡Pero ten cuidado con poner sobre mí una mano violadora, atraído por mis encantos y por la voluptuosidad!
Cuando el emir Muza se repuso de la emoción que hubo de causarle la presencia de la joven dormida, dijo a sus acompañantes: “Ya es hora de que nos alejemos de estos lugares después de ver cosas tan asombrosas, y nos encaminamos hacia el mar en busca de los vasos de cobre. ¡Podéis, no obstante, coger de este palacio todo lo que os parezca; pero guardaos de poner la mano sobre la hija del rey o de tocar a sus vestidos.”
Entonces dijo Taleb ben-Sehl: “¡Oh emir nuestro, nada en este Palacio puede compararse a la belleza de esta joven! Sería una lástima dejarla ahí en vez de llevárnosla a Damasco para ofrecérsela al califa. ¡Valdría más semejante regalo que todas las ánforas de efrits del mar!” Y contestó el emir Muza: “No podemos tocar a la princesa, porque sería ofenderla, y nos atraeríamos calamidades.” Pero exclamó Taleb: “¡Oh emir nuestro! las princesas, vivas o dormidas, no se ofenden nunca por violencias tales.” Y tras de haber dicho estas palabras, se acercó a la joven y quiso levantarla en brazos. Pero cayó muerto de repente, atravesado por los alfanjes y las picas de los esclavos, que le acertaron al mismo tiempo en la cabeza y en el corazón.
Al ver aquello, el emir Muza no quiso permanecer ni un momento más en el palacio, y ordenó a sus acompañantes que salieran de prisa para emprender el camino del mar.
Cuando llegaron a la playa, encontraron allí a unos cuantos hombros negros ocupados en secar sus redes de pescar, y que correspondieron a las zalemas en árabe y conforme a la fórmula musulmana. Y dijo el emir Muza al de más edad entre ellos, y que parecía ser el jefe: ¡Oh venerable jeique! venimos de parte de dueño el califa Abdalmalek ben-Merwán, para buscar en este mar vasos con efrits de tiempos del profeta Soleimán. ¿Puedes ayudarnos en nuestras investigaciones y explicarnos el misterio de esta ciudad donde están privados de movinuento todos los seres?” Y contestó el anciano: “Ante todo, hijo mío, has de saber que cuantos pescadores nos hallamos en esta playa creemos en la palabra de Alah y en la de su Enviado (¡con él la plegaria y la paz!); pero cuantos se encuentran en esa Ciudad de Bronce están encantados desde la antigüedad, y permanecerán así hasta el día del Juicio. Respecto a los vasos que contienen efrits, nada más fácil que prcurároslos, puesto que poseemos una porción de ellos, que una vez destapados, nos sirven para cocer pescado y alimentos. Os daremos todos los que queráis. ¡Solamente es necesario, antes de destaparlos, hacerlos resonar golpeándolos con las manos, y obtener de quienes los habitan el juramento de que reconocerán la verdad de la misión de nuestro profeta Mohammed, expiando su primera falta y su rebelión contra la supremacía de Soleimán ben-Daúd!” Luego añadió: “Además, también deseamos daros, como testimonio de nuestra fidelidad al Emir de los Creyentes, amo de todos nosotros, dos hijas del mar que hemos pescado hoy mismo, y que son más bellas que todas las hijas, de los hombres.”
Y cuando hubo dicho estas palabras, el anciano entregó al emir Muza doce vasos de cobre, sellados en plomo con el sello de Soleimán, Y las dos hijas del mar, que eran dos maravillosas criaturas de largos cabellos ondulados como las olas, de cara de luna y de senos admirables y redondos y duros cual guijarros marinos; pero desde el ombligo carecían de las suntuosidades carnales que generalmente son patrimonio de las hijas de los hombres, y las sustituían con un cuerpo de pez que se movía a derecha y a izquierda, de la propia manera que las mujeres cuando advierten que a su paso llaman la atención. Tenían la voz muy dulce, y su sonrisa resultaba encantadora; pero no comprendían ni hablaban ninguno de los idiomas conocidos, y contentábanse con responder únicamente con la sonrisa de sus ojos a todas las preguntas que se les dirigían.
No dejaron de dar las gracias al anciano por su generosa bondad el emir Muza y sus acompañantes, e invitáronles, a él y a todos los pescadores que estaban con él, a seguirles al país de los musulmanes, a Damasco, la ciudad de las flores, de las frutas y de las aguas dulces. Aceptaron la oferta el anciano y los pescadores, y todos juntos volvieron primero a
El califa Adbalmalek quedó encantado y maravillado al mismo tiempo del relato que de la aventura le hizo el emir Muza; y exclamó: “Siento en extremo no haber ido con vosotros a esa Ciudad de Bronce. ¡Pero iré, con la venia de Alah, a admirar por mí mismo esas maravillas y a tratar de aclarar el misterio de ese encantamiento!” Luego quiso abrir por su propia mano los doce vasos de cobre, y los abrió uno tras de otro. Y cada vez salía una humareda muy densa que convertíase en un efrit espantable, el cual se arrojaba a los pies del califa y exclamaba: “¡Pido perdón por mi rebelión a Alah y a ti, ¡oh señor nuestro Soleimán!” Y desaparecían a través del techo ante la sorpresa de todos los circundantes. No se maravilló menos el califa de la belleza de las dos hijas del mar. Su sonrisa, y su voz, y su idioma desconocido le conmovieron y le emocionaron. E hizo que las pusieran en un gran baño, donde vivieron algún tiempo para morir de consunción, y de calor por último.
En cuanto al emir Muza, obtuvo del califa permiso para retirarse a Jerusalén
¡Y esta es ¡oh rey afortunado! -prosiguió Schahrazada- la histotoria de
Entonces dijo el rey Schahriar: “¡Verdaderamente, Schahrazada, que el relato es prodigioso!” vas a contarme esta noche, si puedes, una historia más asombrosa que todas las ya oídas, porque me siento el pecho más oprimido que de costumbre!” Y contestó Schahrazada: “¡Sí puedo!” y al punto dijo: