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西语阅读:《一千零一夜》连载三十三 c

时间:2011-10-15来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:西语阅读:《一千零一夜》连载三十三 c PERO CUANDO LLEG LA 744 NOCHE Ella dijo: ... Cuando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera, Aladino no dej de coger uno de los platos de oro e ir al zoco, segn
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西语阅读:《一千零一夜》连载三十三 c

PERO CUANDO LLEGÓ LA 744 NOCHE

 

Ella dijo:

 

... Cuando se terminaron las pro­visiones de la bandeja, como la vez primera, Aladino no dejó de coger uno de los platos de oro e ir al zoco, según tema por costumbre, para ven­dérselo al judío, lo mismo que había hecho con los otros platos. Y cuando pasaba por delante de la tienda de un venerable jaique musulmán, que era un orfebre muy estimado por su probidad y buena fe, oyó que le llamaban por su nombre y se detuvo. Y el venerable orfebre le hizo senas con la mano y le invitó a entrar un momento en la tienda. Y le dijo: “Hijo mío, he tenido ocasión de verte pasar por el zoco bastantes veces, y he notado que llevabas siempre entre la ropa algo que que­rías ocultar, y entrabas en la tienda de mi vecino el judío para salir luego sin el objeto que ocultabas. ¡Pero tengo que advertirste de una casa que acaso ignores, a causa de tu tierna edad! Has de saber, en efecto, que los judíos son enemigos natos de los musulmanes; y creen que es lícito escamotearnos nuestros bienes por todos los medios posibles. ¡Y entre todos los judíos, precisamente ese es el más detestable, el más listo, el más embaucador y el más nutrido de odio contra nosotros los que creemos en Alah el Unico! ¡Así, pues, si tienes que vender alguna cosa, ¡oh hijo mío! empieza por enseñármela, y por la verdad de Alah el Altísimo te juro que la tasaré en su justo valor, a fin de que al cederla sepas exactamente lo que haces! Enséña­me, pues, sin temor, ni desconfianza lo que ocultas en tu traje, ¡y Alah maldiga a los embaucadores y con­funda al Maligno! ¡Alejado sea por siempre!”

Al oír estas palabras del viejo orfebre, Aladino, confiado, no dejó de sacar de debajo de su traje el plato de oro y mostrárselo. Y el jai­que calculó al primer golpe de vista el valor del objeto y preguntó a Ala­dino: “¿Puedes decirme ahora, hijo mío, cuántos platos de esta clase vendiste al judío y el precio a que se los cediste?” Y Aladino contestó: “¡Por Alah, ¡oh tío mío! que ya le he dado doce platos como éste a un dinar cada uno!” Y al oír estas pala­bras, el viejo orfebre llegó al límite de la indignación, y exclamó: “¡Ah maldito judío, hijo de perro, posteri­dad de Eblis!” Y al propio tiempo puso el plato en la balanza, lo pesó; y dijo: “¡Has de saber, hijo mío, que este plato es del oro más fino y que no vale un dinar, sino doscientos dinares exactamente! ¡Es decir, que el judío te ha robado a ti solo tanto como roban en un día, con detri­mento de los musulmanes, todos los judíos del zoco reunidos!” Luego añadió: “¡Ay hijo mío! ¡lo pasado pasado está, y como no hay testigos, no podemos hacer empalar a ese judío maldito! ¡De todos modos, ya sabes a qué atenerte en lo sucesivo!

Y si quieres, al momento voy a con­tarte doscientos dinares por tu plato. ¡Prefiero, sin embargo, que antes de vendérmelo vayas a proponerlo y a que te lo tasen otros mercaderes; y si te ofrecen más, consiento, en pagarte la diferencia y algo más de sobreprecio!” Pero Aladino, que no tenía ningún motivo para dudar de la reconocida probidad del viejo orfebre, se dio por muy contento, con cederle el plato a tan buen precio. Y tomó los doscientos dina­res. Y en lo sucesivo no dejó de dirigirse al mismo honrado orfebre musulmán para venderle los otros once platos y la bandeja.

Y he aquí que, enriquecidos de aquel modo, Aladino y su madre no abusaron de los beneficios del. Retribuidor. Y continuaron llevando una vida modesta, distribuyendo a los pobres y a los menesterosos lo que sobraba a sus necesidades. Y entre tanto, Aladino no perdonó ocasión de seguir instruyéndose y afinando su ingenio con el contacto de las gentes del zoco, de los mercaderes distinguidos y de las personas de buen tono que frecuentaban los zo­cos. Y así aprendió en poco tiempo las maneras del gran mundo, y man­tuvo relaciones sostenidas con los orfebres y joyeros, de quienes se convirtió en huésped asiduo. ¡Y ha­bituándose entonces a ver joyas y pedrerías, se enteró de que las frutas que se había llevado de aquel jardín y que se imaginaba serían bolas de vidrió coloreado, eran maravillas inestimables que no tenían igual en casa de los reyes y sultanes más poderosos y más ricos! Y como se había vuelto muy prudente y muy inteligente, tuvo la precaución de no hablar de ello a nadie, ni siquiera a su madre. Pero en vez de dejar­las frutas de pedrería tiradas debajo de los cojines del diván y por todos los rincones, las recogió con mucho cuidado y las guardó en un cofre que compró a propósito: Y he aquí que pronto habría de experimentar los efectos de su prudencia de la manera más brillante y más esplén­dida.

En efecto, un día entre los días, charlando él a la puerta de una tienda con algunos mercaderes ami­gos.suyos, vio cruzar los zocos a dos pregoneros del sultán, armados de largas pértigas, y les oyó gritar al unísono en alta voz: “¡Oh vosotros todos, mercaderes y habitantes! ¡De orden de nuestro amo magnánimo, el rey del tiempo y el señor de los siglos y de los momentos, sabed que tenéis que cerrar vuestras tiendas al instante y encerraros en vuestras casas, con todas las puertas cerradas por fuera y por dentro! ¡porque va a pasar para ir a tomar su baño en el hammam, la perla única, la maravillosa, la bienhechora, nuestra joven ama Badrú'l-Budur; luna llena de las lunas llenas, hija de nuestro glorioso, sultán! ¡Séale el baño deli­cioso! ¡En cuanto a los que se abrevan a infringir la orden y a mirar por puertas o ventanas, serán casti­gados con el alfanje, el palo o el patíbulo! ¡Sirva, pues, de aviso a quienes quieran conservar su sangre en su cuello!”

Al oír este pregón público Ala­dino se sintió poseído de un deseo irresistible por ver pasar a la hija del sultán, a aquella maravillosa Ba­drá'l-Budur, de quien se hacían len­guas en toda la ciudad y cuya belleza de luna y perfecciones eran muy elogiadas. Así es que en vez de hacer como todo el mundo y correr a en­cerrarse en su casa, se le ocurrió ir a toda prisa al hammam y escora­derse detrás de la puerta principal para poder, sin ser visto, mirar a través de las junturas y admirar a su gusto a la hija del sultán cuando entrase en el hammam.

Y he aquí que a los pocos instan­tes de situarse en aquel lugar vio llegar el cortejo de la princesa, pre­cedido vor la muchedumbre de eunu­cos. Y la vio a ella misma en medio de sus mujeres, cual la luna en me­dio de las estrellas, cubierta con sus velos de seda. Pero en cuanto llegó al umbral del hammmam se apresuró a destaparse el rostro; y apareció con todo el resplandor solar de una be­lleza que superaba a cuanto pudiera decirse. Porque era una joven de quince años, más bien menos que más, derecha como la letra alef, con una cintura que desafiaba a la rama tierna del árbol ban, con una frente deslumbradora, como el cuarto cre­ciente de la luna en el mes de Rama­dan, con cejas rectas y perfectamente trazadas, con ojos negros, grandes y lánguidos, cual los ojos de la ga­cela sedienta, con párpados modes­tamente bajos y semejantes a pétalos de rosa, con una nariz impecable como labor selecta, una boca mi­núscula con dos labios encarnados, una tez de blancura lavada en el agua de la fuente Salsabil, un mentón sonriente, dientes como granizos, de igual tamaño, un cuello de tórtola, y lo demás, que no se veía, por el estilo. Y de ella es de quien ha dicho el poeta:

 

¡Sus ojos magos, avivados con kohl negro, traspasan los corazones con sus flechas aceradas!

¡A las rosas de sus mejillas roban los colores las rosas de los ramos!

¡Y su cabellera es una noche tene­brosa iluminada por la irradiación de su frente!

 

Cuando la princesa llegó a la puerta del hammam, como no temía las miradas indiscretas, se levantó el velillo del rostro, y apareció así en toda su belleza. Y Aladino la vio, y en el momento sintió bullirle la san­gre en la cabeza tres veces más de­prisa que antes. Y sólo entonces, se dio cuenta él, que jamás tuvo oca­sión de ver al descubierto rostros de mujer, de que podía haber mu­jeres hermosas y mujeres feas y de que no todas eran viejas y seme­jantes a su madre. Y aquel descu­brimiento, unido a la belleza in­comparable de la princesa, le dejó estupefacto y le inmovilizó en un éxtasis detrás de la puerta. Y ya hacía mucho tiempo que había en­trado la princesa en el hammam, mientras él permanecía aún allí asombrado y todo tembloroso de emoción. Y cuando pudo recobrar un poco el sentido, se decidió a es­cabullirse de su escondite y a regre­sar a su casa, ¡pero en qué estado de mudanza y turbación! Y pensaba: “¡Por Alah! ¿quién hubiera podido imaginar jamás que sobre la tierra hubiese una criatura tan hermosa? ¡Bendito sea la que la ha formado y la ha dotado de perfección!” Y asaltado por un cúmulo de pensa­mientos, entró en casa de su madre, y con la espalda quebrantada de emoción y el corazón arrebatado de amor por completo, se dejó caer en el diván, y estuvo sin moverse.

Y he aquí que su madre no tardó en verle en aquel estado tan extra­ordinario, y se acercó a él y le pre­guntó con ansiedad qué le pasaba. Pero él se negó a dar la menor res­puesta. Entonces le llevó ella la ban­deja de los manjares para que almor­zase; pero él no quiso comer. Y le preguntó ella: “¿Qué tienes, ¡oh hijo mío?! ¿Te duele algo? ¡Dime qué te ha ocurrido!” Y acabó él por con­testar: “¡Déjame!” y Ella insistió para que comiese, y hubo de instarle de tal manera, que consintió él en tocar a los manjares, pero comió in­finitamente menos que de ordinario; y tenía los ojos bajos, y guardaba silencio, sin querer contestar a las preguntas inquietas de su madre. Y estuvo en aquel estado de somnolencia, de palidez y de abatimiento hasta el día siguiente.

Entonces la madre de Aladino, en el límite de la ansiedad, se acercó a él, con lágrimas en los ojos, y le dijo: “¡Oh hijo mío! ¡por Alah sobre ti, dime lo que te pasa y no me tor­tures más el corazón con tu silencio! ¡Si tienes alguna enfermedad, no me la ocultes, y en seguida iré a buscar al médico! Precisamente está hoy de paso en nuestra ciudad un médico famoso del país de los árabes, a quien ha hecho venir exprofeso nuestro sultán para consultarle. ¡Y no se habla de otra cosa que de su cien­cia y de sus remedios maravillosos! ¿Quieres que vaya a buscarle...

  En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

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