《一千零一夜》连载三十五b
En cuanto salió a la calle la primera pareja comenzaron a aglomerarse los transeúntes; y cuando estuvo completo el cortejo la calle habíase llenado de una muchedumbre inmensa, que prorrumpía en murmullos y exclamaciones. Y acudió todo el zoco para ver el cortejo y admirar un espectáculo, tan magnífico y tan extraordinario. ¡Porque cada pareja era por sí sola una cumplida maravilla; pues su atavío, admirable de gusto y esplendor, su hermosura, compuesta de una belleza blanca de mujer y una belleza negra de negro, un buen aspecto, su continente aventajado, su marcha reposada y cadenciosa, a igual distancia, el resplandor de la bandeja de pedrerías que llevaba a la cabeza cada joven, los destellos lanzados por las joyas engastadas en los cinturones de oro de los negros, las chispas que brotaban de sus gorros de brocado en que balanceábanse airones, todo aquello constituía un espectáculo arrebatador, a ninguno otro parecido, que hacía que ni por un instante dudase el pueblo de que se trataba de la llegada a palacio de algún asombroso hilo de rey o de sultán.
Y en medio de la estupefacción de todo un pueblo, acabó el cortejo por llegar a palacio. Y no bien los guardias y porteros divisaron a la primer pareja, llegaron a tal estado de maravilla que, poseídos de respeto y admiración, se formaron espontáneamente en dos filas para que pasaran. Y su jefe, al ver al primer negro, convencido de que iba a visitar al rey el sultán de los negros en persona, avanzó hacia él y se prosternó y quiso besarle la mano; pero entonces vio la hilera maravillosa que le seguía. Y al mismo tiempo le dijo el primer negro, sonriendo, porque había recibido del efrit las instrucciones necesarias: “¡Yo y todos nosotros no somos más que esclavos del que vendrá cuando llegue el momento- oportuno!”. Y tras de hablar así, franqueó la puerta seguido de la joven que llevaba la bandeja de oro y toda la hilera de parejas armoniosas. Y los ochenta esclavos franquearon el primer patio y fueron a ponerse en fila por orden en el segundo patio, al cual daba el diván de recepción.
En cuanto al sultán, que en aquel momento despachaba los asuntos del reinó, vio en el patio aquel cortejo magnífico, que borraba con su esplendor el brillo de todo lo que él poseía en el palacio, hizo desalojar el diván inmediatamente, y dio orden de recibir a los recién llegados. Y entraron éstos gravemente, de dos en dos, y se alinearon con lentitud, formando una gran media luna ante el trono del sultán. Y cada una de las esclavas jóvenes, ayudada por su compañero negro, deposito en la alfombra la bandeja que llevaba. Luego se prosternaron a la vez los ochenta y besaron la tierra entre las manos del sultán, levantándose en seguida, y todos a una descubrieron con igual diestro ademán las bandejas rebosantes de frutas maravillosas. Y con los brazos cruzados sobre el pecho permanecieron de pie, en actitud del más profundo respeto.
Sólo entonces fue cuando la madre de Aladino, que iba la última, se destacó de la media luna que formaban las parejas alternadas, y después de las prosternaciones y las zalemas de rigor, dijo al rey, que había enmudecido por completo ante aquel espectáculo sin par: “¡Oh rey del tiempo ¡mi hijo Aladino, esclavo tuyo, me envía con la dote que has pedido como precio de Sett Badrú'h-Budur, tu hija honorable! ¡Y me encarga te diga que te equivocaste al apreciar la valía de la princesa, y que todo esto está muy por debajo de sus méritos! Pero cree que le disculparás por ofrecerte tan poco, y que admitirás este insignificante tributo en espera de lo que piensa hacer en lo sucesivo!”
Así habló la madre de Aladino. Pero el rey, que no estaba en estado de escuchar lo que ella le decía, seguía absorto y con los ojos muy abiertos ante el espectáculo que se ofrecía a su vista. Y miraba alternativamente las cuarenta bandejas, el contenido de las cuarenta bandejas, las esclavas jóvenes que habían llevado las cuarenta bandejas y los jóvenes negros que habían acompañado a las portadoras de las bandejas. ¡Y no sabía qué debía admirar más, si aquellas joyas, que eran las más extraordinarias que vio nunca en el mundo, o aquellas esclavas jóvenes, que eran como lunas, o aquellos esclavos negros, que se dirían otros tantos reyes! Y así se estuvo una hora de tiempo, sin poder pronunciar una palabra ni separar sus miradas de las maravillas que tenía ante sí. Y en lugar de dirigirse a la madre de Aladino para manifestarle su opinión acerca de lo que le llevaba, acabó por encararse con su gran visir y decirle:' “¡Por mi vida! ¿qué suponen las riquezas que poseemos y que supone mi palacio ante tal magnificencia? ¿Y qué debemos pensar del hombre que, en menos tiempo del precisa para desearlos, realiza tales esplendores y nos los envía? ¿Y qué son los méritos de mi hija comparados con semejante profusión de hermosura?” Y no obstante el despecho y el rencor que experimentaba por cuanto le había sucedído a su hijo, el visir no pudo menos de decir: “¡Sí, por Alah, hermoso es todo esto; pero, aún así, no vale lo que un tesoro único como la princesa Badrú'l-Budur!” Y dijo el rey: “¡Por Alah, ya lo creo que vale tanto como ella y la supera con mucho en valor! ¡Por eso no me parece mal negocio concedérsela en matrimonio a un hombre tan rico, tan generoso y tan magnífico como el gran Aladino, nuestro hijo!” Y se encaró con las demás visires y emires y notables que le rodeaban, y les interrogó con la mirada. Y todos contestaron inclinándose profundamente hasta el suelo por tres veces para indicar bien su aprobación a las palabras de su rey.
Entonces no vaciló más ef rey. Y sin preocuparse ya de saber si Aladino reunía todas las cualidades requeridas para ser esposo de una hija de rey, se encaró con la madre de Aladino, y le dijo: “¡Oh venerable madre de Aladino! ¡te ruego que vayas a decir a tu hijo que desde este instante ha entrado en mi raza y en mi descendencia, y que ya no aguardo más que a verle para besarle como un padre besaría a su hija, y para unirle a mi hija Badrú’l-Budur por el Libro y
Y después de las zalemas, por una y otra parte la madre de Aladino se apresuró a retirarse para volar en seguida a su casa, desafiando a, la rapidez del viento, y poner a su hijo Aladino al corriente de lo que ocababa de pasar. Y le apremió para que se diera prisa a presentarse al rey, que tenía la más viva impaciencia por verle. Y Aladino, que con aquella noticia veía satisfechos sus anhelos después de tan larga espera, no quiso dejar ver cuán embriagado de alegría estaba. Y contestó con aire muy tranquilo y acento mesurado: “Toda esta dicha me viene de Alah y de tu bendición ¡oh madre! y de tu celo infatigable.” Y le besó las manos y la dio muchas gracias y le pidió permiso para retirarse a su cuarto; a fin de prepararse para ir a ver al sultán.
No bien estuvo solo, Aladino cogió la lámpara mágica, que hasta entonces había sido de tanta utilidad para él, y la frotó como de ordinario. Y al instante apareció el efrit, quien, después de inclinarse ante él, le preguntó con la fórmula habitual qué servicio podía prestarle. Y Aladino contestó: “¡Oh efrit de la lámpara!. ¡deseo tomar un baño! ¡Y para después del baño quiero que me traigas un traje que no tenga igual en magnificencia entre los sultanes más grandes de la tierra, y tan bueno, que los inteligentes puedan estimarlo en más de mil millares de dinares de oro, por lo menos! ¡Y basta por el momento!”