Capítulo XI El norteamericano
Fournier estaba enfrascado en una animada conversación con el viejo Georges. El inspector estaba acalorado y colérico.
—Como los otros policías —gruñía el viejo con su voz áspera—. iLa misma pregunta una y otra vez! ¿Qué se proponen? ¿Que antes o después nos cansemos de repetir la verdad y empecemos a soltar mentiras? Mentiras agradables, claro, mentiras que sigan el guión de les messieurs.
—No quiero mentiras, sino la verdad.
—Pues la verdad es lo que le he dicho. Sí, una señora vino a ver a madame la noche anterior al viaje. Me enseña usted esas fotografias preguntándome si reconozco a la señora entre ellas. Le repito lo mismo que siempre le he dicho: que mi vista no es buena, que oscurecía cuando llegó, que no la vi de cerca, que no reconocí a la dama. Si me presentase usted a esa señora, no la reconocería. Ya es la cuarta o quinta vez que le digo lo mismo.
—¿Y no puede recordar si era alta o baja, morena o rubia, vieja o joven? iParece increíble!
Fournier hablaba con punzante ironía.
—Pues no se lo crea. ¿Qué me importa? i Vaya placer, verse complicado con la policía! Estoy avergonzado. Si madame no hubiera muerto en el avión, probablemente sospecharía usted que yo, Georges, la había envenenado. Así es la policía.
Poirot impidió una réplica enfurecida de Fournier, cogiendo del brazo a su amigo.
—Vamos, mon vieux. Que el estómago empieza a protestarle. Le prescribo un ágape sencillo, pero bueno. Bastará con omelette aux champignons, solé a la Normande y un queso de Port Salut con un vino tinto. ¿Qué vino, por cierto?
Fournier miró el reloj.
—i Caramba! La una. Hablando con ese tipo... —comentó mirando a Georges.
Poirot dirigió al portero una mirada de ánimo.
—Tenemos, pues, que la señora no era alta ni baja, ni morena ni rubia, ni vieja ni joven, ni delgada ni gorda. Pero usted puede decirnos una cosa: ¿era elegante?
—¿Elegante? —contestó el portero como si le sorprendiera la pregunta.
—Ya me ha contestado —señaló Poirot—. Era elegante. Y creo, amigo mío, que estaría muy atractiva en traje de baño.
Georges lo miró estupefacto.
—¿En traje de baño? ¿Qué es eso del traje de baño?
—Una idea que se me ha ocurrido. ¿Está usted de acuerdo? Mire esto.
Le alargó al viejo una hoja arrancada de la revista Sketch. Hubo una pausa. El portero miró la página por encima.
—Está usted de acuerdo, ¿verdad? —insistió Poirot.
—No está mal esa pareja —comentó, devolviendo el papel— Si no llevasen nada sería casi lo mismo.
iAh! —comentó Poirot—. Eso es porque ahora hemos descubierto la acción benéfica del sol en la piel. Es muy conveniente.
Georges condescendió a dedicarle una risita ronca y se alejó, mientras Poirot y Fournier salían a plena luz del día.
Durante la comida, el belga sacó la libreta negra con las anotaciones. Fournier se impresionó al ver aquello en posesión de su amigo y manifestó su disgusto con Elise. Poirot procuró amansarlo.