—Parece que todo un ejército le patee a uno el estómago —se lamentó Poirot—. ¿Por qué tendrá que haber esa relación tan estrecha entre las sacudidas del aparato volador y el aparato digestivo? Cuando me acomete el mal de mer, Hércules Poirot es un hombre sin células grises, sin orden ni método. iNo es más que un individuo vulgar de la raza humana, y por debajo del nivel medio! Y hablando de esto último, ¿cómo está mi excelente amigo Giraud?
Fingiendo no haber oídos las palabras «hablando de esto último», monsieur Gilles replicó que Giraud seguía progresando en su carrera.
—Es muy entusiasta. Infatigable.
—Siempre ha sido así —señaló Poirot—. Siempre está corriendo de un lado para otro. Está al lado de uno y de pronto se halla Dios sabe dónde. No hay modo de que se detenga a reflexionar.
—iAh, monsieur Poirot! Ese es su punto flaco. Los hombres con el carácter de Fournier se avienen mejor con usted. El pertenece a la nueva escuela que todo lo basa en la psicología. Ese debería gustarle.
—Me gusta, me gusta.
—Habla muy bien el inglés. Por eso lo mandamos a Croydon, a colaborar en ese asunto. Es un caso interesantísimo, monsieur Poirot. Madame Giselle era muy conocida en París. i Y las circunstancias de su muerte son extraordinarias! Un dardo de cerbatana envenenado y en pleno vuelo. iFigúrese! ¿Cómo es posible que sucedan tales cosas?
—Eso, eso. Ha puesto usted el dedo en la llaga. iAh! Aquí está nuestro buen amigo Fournier. Ya veo que trae usted noticias.
El normalmente melancólico Fournier daba muestras de agitación.
—Sí, las traigo. Un comerciante de antigüedades griego, Zeropoulos, ha informado de la venta de una cerbatana con sus dardos tres días antes del asesinato. Propongo monsieur —se inclinó respetuosamente ante su jefe—, interrogar a ese hombre.
—iNo faltaba más! —exclamó Gilles—. ¿Quiere acompañarle, monsleur Poirot?
—Si no tiene inconveniente —aceptó Poirot—. Es interesante, muy interesante.
La tienda del señor Zeropoulos estaba en la rue Saint Honoré. Se le consideraba un anticuario de categoría. Había en ella muchas piezas antiguas de cerámica persa, dos o tres bronces de Louristan, abundancia de joyas indias, anaqueles llenos de seda y bordados de muy diversos países, y un surtido abundante de abalorios y objetos baratos de Egipto. Era uno de esos establecimientos en que se puede comprar por un millón un objeto que no vale más que medio, o por diez francos lo que apenas vale cincuenta céntimos. Era muy frecuentada por los turistas norteamericanos y por los entendidos en la materia.
El señor Zeropoulos era un hombre bajito y robusto, de ojos negros. Hablaba mucho y con soltura.
¿Los caballeros pertenecían a la policía? Estaba encantado de conocerlos. ¿Tendrían la bondad de pasar a su despacho? Sí, había vendido una cerbatana con sus dardos, una curiosidad de América del Sur...