porque, como ustedes comprenderán, caballeros, yo vendo un poco de todo. Tengo mis especialidades. Me especializo en cosas persas. Monsieur Dupont, el querido monsieur Dupont, se lo /confirm/iará. Siempre viene a ver mi colección, por si he adquirido algo nuevo, para juzgar la autenticidad de ciertas piezas dudosas. iQué hombre! iQué cerebro! iQué ojo! iQué buen juicio! Pero me desvío del asunto. Tengo mi colección, que todos los entendidos conocen, y también tengo... bueno, señores, francamente, llamémosles chismes, chismes exóticos, claro, un poco de todo: de Oceanía, de la India, del Japón, de Borneo... iDe todas partes! Generalmente no pongo precio fijo a estas cosas. Si veo que le interesan a alguien, hago mis cálculos y pido un precio. Claro que no me dan lo que pido y al fin la cedo por la mitad. Y aun así, he de convenir que la ganancia es buena. Esos objetos los compro casi siempre a los marineros a precios muy bajos.
El señor Zeropoulos tomó aliento y prosiguió, satisfecho de sí mismo y de la importancia y fluidez de su relato.
—Hacía mucho tiempo que tenía esa cerbatana y los dardos, tal vez un par de años. Los tenía en esa bandeja, con un collar de conchas y un penacho de pielroja, unas figuras de madera tallada y algunos abalorios de cuentas de jade. Nadie lo vio, a nadie le llamó la atención hasta que entró un norteamericano y me preguntó qué era.
—¿Un norteamericano? —interrumpió Fournier vivamente.
—Sí, sí, un norteamericano sin la menor duda. No era uno de esos tipos norteamericanos entendidos, sino uno de esos que no saben nada y solo pretenden llevarse algún objeto curioso para la familia. Uno de esos que se dejan engañar en los bazares de Egipto y adquieren los más ridículos escarabajos sagrados que se fabrican en Checoslovaquia. Bien, lo cogí como quien dice al vuelo, le conté las costumbres de ciertas tribus, le hablé de los venenos que usan. Le expliqué que era muy raro que objetos como aquellos aparecieran en el mercado. Me preguntó el precio, y se lo dije, mi precio norteamericano, uno no tan alto como antes (han pasado por la Depresión). Esperaba que regatease, pero me pagó sin chistar. Quedé estupefacto. iLástima! Hubiera podido pedirle más. Le entregué la cerbatana y los dardos en un paquete, y se fue. Pero luego, cuando leí en la prensa lo de ese espantoso asesinato, empecé a pensar. Sí, me dio mucho que pensar, y decidí contárselo a la policía.
—Le estamos muy agradecidos, señor Zeropoulos —reconoció Fournier cortésmente—. ¿Usted cree que podría identificar la cerbatana y los dardos? Ahora están en Londres, pero ya buscaríamos el modo de que los viese.
—La cerbatana era así de larga —mostró el griego, señalando un espacio en el borde de la mesa— y así de gruesa. Miren, como el mango de esta pluma. Era de un color claro. Había cuatro dardos, todos ellos con puntas muy agudas y descoloridas, y con una pelusilla de seda roja cada uno.
—¿Seda roja? —preguntó Poirot.
—Sí, monsieur. De un rojo un tanto descolorido.
—Es curioso —admitió Fournier—. ¿Está seguro de que uno de ellos no tenía un copo de seda con manchas amarillas y negras?
—¿Amarillas y negras? No, monsieur.
Fournier miró a Poirot y en el rostro de este había una sonrisa de satisfacción.
¿Por qué se alegraba el belga? ¿Porque el griego estaba mintiendo o por otra razón? Y dijo en tono de duda:
—Es posible que la cerbatana y los dardos de este señor no hayan tenido nada que ver en el asunto. Es solo una probabilidad entre cincuenta. De todos modos, me gustaría tener una descripción completa de ese norteamericano.