—No, no... bueno, lo que pasó fue lo siguiente: la doncella de madame lo pidió para las ocho cuarenta y cinco, pero como ya estaba todo ocupado, le dimos billete para el vuelo del mediodía.
iAh! Ya comprendo.
—Sí, señor.
—Comprendo, pero no deja de ser curioso, ciertamente muy curioso.
El empleado le miró con atención.
—Porque un amigo mío, que decidió viajar a Inglaterra de una manera urgente, tomó el avión de las ocho cuarenta y cinco ese día e iba medio vacío.
El señor Perrot se volvió a mirar unos papeles y se sonó la nariz.
—Su amigo se habrá confundido de día, quizá fuese un día antes o un día después.
—No. Fue el día del asesinato, puesto que me contó que, si hubiese perdido aquel avión, como estuvo a punto de suceder, hubiera sido uno de los pasajeros del Prometheus.
iAh! Sin duda. Muy curioso. Claro que siempre puede haber anulaciones en el último minuto y, entonces, claro está, hay plazas disponibles. Y puede haber errores, claro. Tendré que hablar con Le Bourget, pues no siempre son muy cuidadosos.
La inocente mirada de Poirot pareció que turbaba a Jules Perrot, porque de pronto enmudeció. Sus ojos se desviaron y en su frente aparecieron unas gotitas de sudor.
—Dos explicaciones verosímiles —observó Poirot—, aunque me temo que ninguna es la verdadera. ¿No le parece que sería mucho mejor aclararlo bien todo?
—¿Qué hay que aclarar? No le comprendo bien.
—Vamos, vamos. Me comprende usted perfectamente. Es un caso de asesinato. De asesinato, monsieur Perrot. Haga el favor de recordarlo. Si usted se reserva información, la cosa puede ser muy seria para usted, muy seria. La policía puede tomar graves medidas. Pone usted obstáculos a la justicia.
Jules Perrot se le quedó mirando boquiabierto y con manos temblorosas.
—Vamos —insistió Poirot con voz autoritaria y dura—. Queremos una información exacta. Haga el favor. ¿Cuánto le pagaron y quién le pagó?
—Yo no quise perjudicar a nadie... no tenía la menor idea... ¿Cómo iba a sospechar... ?
—¿Cuánto y quién?
—Cinco mil francos. Nunca había visto a aquel individuo. Esto será mi perdición.
—Lo que le perderá será no hablar. Vamos, ya sabemos lo más importante. Haga el favor de decirnos cómo sucedió exactamente.
Sudando a mares, Jules Perrot habló precipitadamente y a borbotones:
—No quise hacerle daño a nadie. Juro por mi honor que no quise hacerle daño a nadie. Vino a verme un tipo. Dijo que iba a ir a Inglaterra al día siguiente. Quería negociar un préstamo con madame Giselle, pero deseaba que su entrevista fuese casual. Se figuraba que así tendría más posibilidades. Dijo que sabía que ella iba a volar a Inglaterra al día siguiente. Yo solo tenía que decirle que no había billetes para el primer vuelo y reservarle el asiento número 2 en el Prometheus. Les juro, señores, que no sospeché nada malo. Pensé que sería igual una hora que otra. Los norteamericanos son así, hacen negocios de la manera más extraña.