—Era un norteamericano como otro cualquiera. Voz nasal. No sabía hablar francés. Mascaba chicle. Llevaba gafas de concha de carey. Era alto y flaco y creo que no muy viejo.
—¿Moreno o rubio?
—No sabría decirlo. Llevaba sombrero. —¿Lo reconocería usted si volviera a verlo?
Zeropoulos parecía dudar.
—No estoy seguro. Entran y salen tantos norteamericanos. No tenía nada de particular.
Fournier le mostró la colección de fotografias, pero sin resultado. El griego no creía que ninguno de aquellos fuese el norteamericano en cuestión.
—Me parece una cacería muy dificil —comentó Fournier al salir de la tienda.
—Es posible —le contestó Poirot—, pero no lo creo. Las etiquetas de los precios eran del mismo tipo y hay coincidencias entre el hecho y las observaciones de Zeropoulos. Y si esa cacería va a ser dificil, amigo mío, vamos a iniciar otra.
—¿Dónde?
—En el boulevard des Capucines.
—Deje que piense. Allí está..
—La oficina de Universal Airlines.
—iAh, sí! Pero ya hemos estado allí y no nos han dicho nada de interés.
Poirot le dio unos golpecitos en la espalda.
—Sí, bueno, pero las respuestas dependen de las preguntas. Usted no sabía lo que tenía que preguntar.
—¿Y usted lo sabe?
—Pues tengo una ligera idea, sí.
No quiso decir más, y llegaron al boulevard des Capucines.
La oficina era muy pequeña. Un chico moreno y muy elegante se hallaba detrás de un reluciente mostrador de madera, y un muchacho de unos quince años se peleaba con una máquina de escribir.
Fournier mostró su credencial y el empleado, llamado Jules Perrot, declaró que estaba enteramente a su disposición. A instancias de Poirot, el mozalbete recibió la orden de alejarse.
—Lo que hemos de tratar es muy confidencial —explicó. Jules Perrot se mostró agradablemente emocionado.
—Ustedes dirán, messieurs.
—Se trata del asesinato de madame Giselle.
—iAh, sí! Me parece que ya nos hicieron algunas preguntas sobre el asunto.
—Cierto, cierto. Pero hay que establecer los hechos con toda exactitud. Madame Giselle reservó su billete... ¿cuándo?
—Creo que esto se puso ya en claro. Reservó su billete por teléfono el día diecisiete.
—¿Para el vuelo de las doce del día siguiente?
—Sí, señor.
—Pero me parece haber oído de labios de la doncella de madame que el encargo lo hizo para el vuelo de las ocho cuarenta y cinco.