A poco de volver las dos mujeres al lado del desmayado Frasquito, entró el Comadreja, que era un mocetón achulado, de buen porte, con tez y facciones algo gitanescas, sombrero ancho, bien ceñido el talle, y lo primero que dijo fue que pronto sería conducido el interfezto al Hospital. Protestó Benina, sosteniendo que la enfermedad de Ponte era de las que exigen trato casero y de familia; en el Hospital se moriría sin remedio, y así, valía más que ella se le llevara a la casa de su señora Doña Francisca Juárez, la cual, aunque había venido muy a menos, todavía se hallaba en posición de hacer una obra de caridad, albergando a su paisano el Sr. de Ponte, con quien tenía, si mal no recordaba, lejano parentesco. En esto volvió de su desvanecimiento el galán pobre, y reconociendo a su bienhechora, le besó las manos, llámandola ángel y qué sé yo qué, muy gozoso de verla a su lado. Con gesto imperioso, al que siguió una patada, la Pitusa ordenó a las dos arrapiezas que se fueran a su obligación en la puerta de la calle; el Comadreja bajó a despachar, y quedándose solas la Benina y su amiga con el pobre Ponte, le vistieron del levitín y gabán para llevársele.
«Aquí en confianza, D. Frasquito—le dijo la Benina—, cuéntenos por qué no hizo lo que le mandé.
—¿Qué, señora?
—Dar a Bernarda la peseta, a cuenta de noches debidas... ¿O es que se gastó la peseta en algo que le hacía falta, un suponer, en pintura para la fisonomía del bigote? En este caso, no digo nada.
—Cosmético, no... yo se lo juro—respondió Frasquito con lánguido acento, sacando de su boca las palabras como con un gancho—. Lo gasté... pero no en eso... Tenía que pro... pro... si lo diré al fin... que proporcionarme una foto... grafía».
Rebuscó en el bolsillo de su gabán, y de entre sobadas cartas y papeles, sacó uno que desdobló, mostrando un retrato fotográfico, tamaño de tarjeta ordinaria.
«¿Quién es esta madama?—dijo la Pitusa, que con presteza lo cogió para examinarlo—. Como guapa, lo es...
—Quería yo—prosiguió Frasquito tomando aliento a cada sílaba—, demostrarle a Obdulia su perfecta semejanza con...
—Pues este retrato no es de la niña—dijo Benina contemplándolo—. Algo se le parece en el corte de cara; pero no es mismamente.
—Digan ustedes si se parece o no. Para mí son idénticas... La una como la otra, esta como aquella.
—¿Pero quién es?
—La Emperatriz Eugenia... ¿Pero no la ven? No lo había más que en casa de Laurent, y no lo daban por menos de una peseta... Forzoso adquirirlo, demostrar a Obdulia la similitud...
—D. Frasquito, por la Virgen, mire que vamos a creer que está ido... ¡Gastar la peseta en un retrato!...».
No se dio por convencido el caballero pobre, y guardando cuidadosamente la cartulina, se abrochó su gabán y trató de ponerse en pie; operación complicadísima que no pudo realizar, por la extraordinaria flojedad de sus piernas, no más gruesas que palillos de tambor. Con la prontitud que usar solía en casos como aquel, Benina salió a tomar un coche, para lo cual antes tenía que evacuar otra diligencia de suma importancia. Mas como era tan ejecutiva, pronto despachó: con sus diez duros en el bolsillo, volvió a Mediodía Grande en coche simón tomado por horas, y en la puerta de la casa se tropezó con Petra la borrachera y su compañera Cuarto e kilo, que de la taberna vociferando salían.
—«Ya, ya sabemos que se le lleva consigo...—dijéronle con retintín—. Así se portan las mujeres de rumbo, que estiman a un hombre... Vaya, vaya, que eso es correrse... Bien se ve que se puede.
—¡A ver!... Pero como a ustedes no les importa, yo digo... ¿Y qué?
—Pues na... En fin, aliviarse.
—¡Contento que tiene usted al ciego Almudena!
—¿Qué le pasa?
—Que ha esperado a la señora toda la tarde... ¡Cómo había de ir, si andaba buscando al caballero canijo!...
—Un recadito nos dio para usted por si la veíamos.
—¿Qué dice?
—A ver si me acuerdo... ¡Ah! sí: que no compre la olla...
—La olla de los siete bujeros... que él tiene una que trajo de su tierra.
—¿Y qué? ¿Van a poner fábrica de coladores? Si no, ¿para qué son tantos ujeros?
—Cállense las muy boconas. Ea, con Dios.
—Y estamos de coche. ¡Vaya un lujo! ¡Cómo se conoce que corre la guita!
—Que os calléis... Más valdría que me ayudarais a bajarle y meterle en el coche.
—Vaya que sí. Con alma y vida».
De divertimiento sirvió a todas las de casa y a las de fuera. Fue una ruidosa función el acto de bajar a Frasquito, cantándole coplas en son funerario, y diciéndole mil cuchufletas aplicadas a él y a la Benina, que insensible a los desahogos de la vil canalla, se metió en su coche, llevando al caballero andaluz como si fuera un lío de ropa, y mandó al cochero picar hacia la calle Imperial, cuidando de despabilar bien al caballo.
No fue, como es fácil suponer, floja sorpresa la de Doña Francisca al ver que le metían en la casa un cuerpo al parecer moribundo, transportado entre Benina y un mozo de cuerda. La pobre señora había pasado la tarde y parte de la noche en mortal ansiedad, y al ver cosa tan extraña, creía soñar o tener trastornado el sentido. Pero la traviesa criada se apresuró a tranquilizarla, diciéndole que aquel no era cadáver, como de su aspecto lastimoso podía colegirse, sino enfermo gravísimo, el propio D. Frasquito Ponte Delgado, natural de Algeciras, a quien había encontrado en la calle; y sin meterse en más explicaciones del inaudito suceso, acudió a confortar el atribulado espíritu de Doña Paca con la fausta noticia de que llevaba en su bolso nueve duros y pico, suma bastante para atender al compromiso más urgente, y poder respirar durante algunos días.
—«¡Ah, qué peso me quitas de encima de mi alma!—exclamó la señora elevando las manos—. El Señor le bendiga. Ya estamos en situación de hacer una obra de caridad, recogiendo a este desgraciado... ¿Ves? Dios en un solo punto y ocasión nos ampara y nos dice que amparemos. El favor y la obligación vienen aparejados.
—Hay que tomar las cosas como las dispone... el que menea los truenos.
—¿Y dónde ponemos a este pobre mamarracho?—dijo Doña Paca palpando a Frasquito, que, aunque no estaba sin conocimiento, apenas hablaba ni se movía, yacente en el santo suelo, arrimadito a la pared».
Como después del casamiento de Obdulia y Antoñito habían sido vendidas las camas de estos, surgió un conflicto de instalación doméstica, que Nina resolvió proponiendo armar su cama en el cuartito del comedor, para colocar en ella al pobre enfermo. Ella dormiría en un jergón sobre la estera, y ya verían, ya verían si era posible arrancar al cuitado viejo de las uñas de la muerte.
«Pero, Nina de mi alma, ¿has pensado bien en la carga que nos hemos echado encima?... Tú que no puedes, llévame a cuestas, como dijo el otro. ¿Te parece que estamos nosotras para meternos a protectoras de nadie?... Pero acaba de contarme: ¿fue D. Romualdo bendito quien...?
—Sí, señora, Rumaldo...—respondió la anciana, que en su aturdimiento no se había preparado para el embuste.
—¡Bendito, mil veces bendito señor!
—Ella... Teresa Conejo.
—¿Qué dices, mujer?
—Digo que... ¿Pero usted no se entera de lo que hablo?
—Has dicho que... ¿Por ventura es cazador D. Romualdo?
—¿Cazador?
—Como has dicho no sé qué de un conejo.
—Él no caza; pero le regalan... qué sé yo... tantas cosas... la perdiz, el conejo de campo... Pues esta tarde...
—Ya; te dijo: 'Benina, a ver cómo me pones mañana este conejo que me han traído...'.
—Sobre si había de ser en salmorejo o con arroz, estuvieron disputando; y como yo nada decía y se me saltaban las lágrimas, 'Benina, ¿qué tienes? Benina, ¿qué te pasa?...'. En fin, que del conejo tomé pie para contarle el apuro en que me veía...».
Convencida Doña Paca, ya no se pensó más que en instalar a Frasquito, el cual parecía no darse cuenta de lo que le pasaba. Al fin, cuando ya le habían acostado, reconoció a la viuda de Juárez, y mostrándole su gratitud con apretones de manos y un suspirar afectuoso, le dijo:
«Tal hija, tal madre... Es usted el vivo retrato de la Montijo.
—¿Qué dice este hombre?
—Le da porque todas nos parecemos a... no sé quién... a los emperadores de Francia... En fin, dejarlo.
—¿Estoy en el palacio de la plaza del Ángel?—dijo Ponte examinando la mísera alcoba con extraviados ojos.
—Sí, señor... Arrópese ahora; estese quietecito para que coja el sueño. Luego le daremos buen caldo... y a vivir».
Dejáronle solo, y Benina se echó nuevamente a la calle, ávida de tapar la boca a los acreedores groseros, que con apremio impertinente y desvergonzado abrumaban a las dos mujeres. Diose el gustazo de ponerles ante los morros los duros que se les debían, hizo más provisiones, fue a la calle de la Ruda, y con su cesta bien repleta de víveres y el corazón de esperanzas, pensando verse libre de la vergüenza de pedir limosna, al menos por un par de días, volvió a su casa. Con presteza metódica se puso a trabajar en la cocina, en compañía de su ama, que también estaba risueña y gozosa. «¿Sabes lo que me ha pasado—dijo a Benina—en el rato que has estado fuera? Pues me quedé dormidita en el sillón, y soñé que entraban en casa dos señores graves, vestidos de negro. Eran D. Francisco Morquecho y D. José María Porcell, paisanos míos, que venían a participarme el fallecimiento de D. Pedro José García de los Antrines, tío carnal de mi esposo.
—¡Pobre señor; se ha muerto!—exclamó Nina con toda el alma.
—Y el tal D. Pedro José, que es uno de los primeros ricachos de la Serranía...
—Pero dígame: ¿es soñado lo que me cuenta o es verdad?
—Espérate, mujer. Venían esos dos señores, D. Francisco y D. José María, médico el uno, el otro secretario del Ayuntamiento... pues venían a decirme que el García de los Antrines, tío carnal de mi Antonio, les había nombrado testamentarios...
—Ya...
—Y que... la cosa es clara... como no tenía el tal sucesión directa, nombraba herederos...
—¿A quién?
—Ten calma, mujer... Pues dejaba la mitad de sus bienes a mis hijos Obdulia y Antoñito, y la otra mitad a Frasquito Ponte. ¿Qué te parece?
—Que a ese bendito señor debían de hacerle santo.
—Dijéronme D. Francisco y D. José María que hace días andaban buscándome para darme conocimiento de la herencia, y que preguntando aquí y acullá, al fin averiguaron las señas de esta casa... ¿por quién dirás? por el sacerdote D. Romualdo, propuesto ya para obispo, el cual les dijo también que yo había recogido al señor de Ponte... 'De modo—me dijeron echándose a reír—, que al venir a ofrecer a usted nuestros respetos, señora mía, matamos dos pájaros de un tiro'.
—Pero vamos a cuentas: todo eso es, como quien dice, soñado.
—Claro: ¿no has oído que me quedé dormida en el sillón?... Como que esos dos señores que estuvieron a visitarme, se murieron hace treinta años, cuando yo era novia de Antonio... figúrate... y García de los Antrines era muy viejo entonces. No he vuelto a saber de él... Pues sí, todo ha sido obra de un sueño; pero tan a lo vivo que aún me parece que les estoy mirando... Te lo cuento para que te rías... no, no es cosa de risa, que los sueños...
—Los sueños, los sueños, digan lo que quieran—manifestó Nina—, son también de Dios; ¿y quién va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?
—Cabal... ¿Quién te dice a ti que detrás, o debajo, o encima de este mundo que vemos, no hay otro mundo donde viven los que se han muerto?... ¿Y quién te dice que el morirse no es otra manera y forma de vivir?...
—Debajo, debajo está todo eso—afirmó la otra meditabunda—. Yo hago caso de los sueños, porque bien podría suceder, una comparanza, que los que andan por allá vinieran aquí y nos trajeran el remedio de nuestros males. Debajo de tierra hay otro mundo, y el toque está en saber cómo y cuándo podemos hablar con los vivientes soterranos. Ellos han de saber lo mal que estamos por acá, y nosotros soñando vemos lo bien que por allá lo pasan... No sé si me explico... digo que no hay justicia, y para que la haiga, soñaremos todo lo que nos dé la gana, y soñando, un suponer, traeremos acá la justicia».
Contestó Doña Paca con una sarta de suspiros sacados de lo más hondo de su pecho, y Benina se lanzó, con fiebre y tenacidad de idea fija, a pensar nuevamente en el maravilloso conjuro. Trasteando sin sosiego en la cocina, con los ojos del alma, no veía más que el cazuelo de los siete bujeros, el palo de laurel, vestido, y la oración... ¡demontres de oración! ¡Esto sí que era difícil!