Con todo su ingenio y travesura no pudo la anciana convencer al marroquí de la oportunidad de volverse al Madrid alto. «Y no sé—le dijo echando mano de todos los argumentos—, no sé cómo vas a arreglarte para vivir en este monte de tus penitencias. Porque tú no pides; aquí nadie ha de traerte el garbanzo, como no sea yo; y yo, si ahora tengo algún dinero, pronto me quedaré sin una mota, y tendré que volver a pedirlo con vergüenza. ¿Esperas tú que aquí te caiga el maná?
—Cader sí manjá—replicó Almudena con profunda convicción.
—Fíate de eso... Pero dime otra cosa, hijito: ¿habrá por aquí dinero enterrado?
—Haber mocha, mocha.
—Pues, hijo, a ver si lo sacas, que en este caso no perderías el tiempo. Pero ¡quia! no creo yo las papas que tú cuentas, ni las hechicerías que te has traído de tu tierra de infieles... No, no: aquí no hay salvación para el pobre; y eso de sacar tesoros, o de que le traigan a uno las carretadas de piedras preciosas, me parece a mí que es conversación.
—Si tú casar migo, mí encuentrar tesoro mocha.
—Bueno, bueno... Pues ponte a trabajar para la averiguación de dónde está la tinaja llena de dinero. Yo vendré a sacarla, y como sea verdad, a casarnos tocan».
Diciéndolo, recogía en su cesta los restos de comida para marcharse. Almudena se opuso a que se fuese tan pronto; pero ella insistía en retirarse, con la firmeza que gastaba en toda ocasión: «¡Pues estaría bueno que me quedara yo aquí, puesta al sol y al aire como un pellejo en secadero de curtidores! Y dime, Almudenita: ¿me vas tú a mantener aquí? ¿Y a mi señora, quién le mantiene el pico?».
Esta referencia a la casa de la señora despertó en Mordejai el recuerdo del galán bunito; y como se excitara más de la cuenta con tal motivo, apresurose Benina a calmarle con la noticia de que Ponte se había marchado ya a sus palacios aristocráticos, y de que ni ella ni su ama Doña Francisca querían trato ni roce con aquel viejo camastrón, que les había dado un mal pago, despidiéndose a la francesa, y quedándoles a deber el pupilaje. Tragose el africano esta bola con infantil candor; y haciendo prometer y jurar a su amiga que a verle volvería diariamente mientras él continuase en aquella obligación de sus acerbas penitencias, la dejó marchar. Fuese Benina por arriba, prefiriendo subir hacia la estación, como salida más cómoda y practicable.
De vuelta a casa, lo primero que su señora le preguntó fue si sabía cuándo regresaba de Guadalajara D. Romualdo, a lo que respondió ella que no se tenían aún noticias seguras del regreso del señor. Nada ocurrió aquel día digno de notarse, sino que Ponte mejoraba rápidamente, poniéndose muy gozoso con la visita de Obdulia, que estuvo cuatro horas platicando con él y con su mamá de cosas elegantes, y de sucesos rondeños anteriores en cuarenta años a la época presente. Debe hacerse notar también que a Benina se le iba mermando el dinero, pues comió allí la niña, y fue preciso añadir merluza al ordinario condumio, y además dátiles y pastas para postres. Con el gasto de aquellos días, con las prodigalidades caritativas en las Cambroneras, los duros que restaron del préstamo de la Pitusa, después de saldados débitos apremiantes, se iban reduciendo por horas, hasta quedar en uno solo, o poco más, el día de la tercera escapatoria al arrabal del Puente de Toledo.
Es cosa averiguada que en aquella tercera excursión le salió al encuentro el anciano del día anterior, que dijo llamarse Silverio, y con él iban, formados como en línea de batalla, otros míseros habitantes de aquellos humildes caseríos, llevando de intérprete al hombre despernado, que se expresaba con soltura, como si con esta facultad le compensara la Naturaleza por la horrible mutilación de su cuerpo. Y fue y dijo, en nombre del gremio de pordioseros allí presente, que la señora debía distribuir sus beneficios entre todos sin distinción, pues todos eran igualmente acreedores a los frutos de su inmensa caridad. Respondioles Benina con ingenua sencillez que ella no tenía frutos ni cosa alguna que repartir, y que era tan pobre como ellos. Acogidas estas expresiones con absoluta incredulidad, y no sabiendo el lisiado qué oponer a ellas, pues toda su oratoria se le había consumido en el primer discurso, tomó la palabra el viejo Silverio, y dijo que ellos no se habían caído de ningún nido, y que bien a la vista estaba que la señora no era lo que parecía, sino una dama disfrazada que, con trazas y pingajos de mendiga de punto, se iba por aquellos sitios para desaminar la verdadera pobreza y remediarla. Tocante a esto del disfraz no había duda, porque ellos la conocían de años atrás. ¡Ah! y cuando vino, la otra vez, la señora disfrazada, a todos les había socorrido igualmente. Bien se acordaban él y otros de la cara y modos de la tal, y podían atestiguar que era la misma, la misma que en aquel momento estaban viendo con sus ojos y palpando con sus manos.
Confirmaron todos a una voz lo dicho por el octogenario Silverio, el cual hubo de añadir que por santa fue tenida la señora de antes, y por santísima tendrían a la presente, respetando su disfraz, y poniéndose todos de rodillas ante ella para adorarla. Contestó Benina con gracejo que tan santa era ella como su abuela, y que miraran lo que decían y volvieran de su grave error. En efecto: había existido años atrás una señora muy linajuda, llamada Doña Guillermina Pacheco, corazón hermoso, espíritu grande, la cual andaba por el mundo repartiendo los dones de la caridad, y vestía humilde traje, sin faltar a la decencia, revelando en su modestia soberana la clase a que pertenecía. Aquella dignísima señora ya no vivía. Por ser demasiado buena para el mundo, Dios se la llevó al Cielo cuando más falta nos hacía por acá. Y aunque viviera, amos, ¿cómo podía ser confundida con ella, con la infeliz Benina? A cien leguas se conocía en esta a una mujer de pueblo, criada de servir. Si por su traje pobrísimo, lleno de remiendos y zurcidos, por sus alpargatas rotas, no comprendían ellos la diferencia entre una cocinera jubilada y una señora nacida de marqueses, pues bien pudiera esta vestirse de máscara, en otras cosas no cabía engaño ni equivocación: por ejemplo, en el habla. Los que oyeron la palabra de Doña Guillermina, que se expresaba al igual de los mismos ángeles, ¿cómo podían confundirla con quien decía las cosas en lenguaje ordinario? Había nacido ella en un pueblo de Guadalajara, de padres labradores, viniendo a servir a Madrid cuando sólo contaba veinte años. Leía con dificultad, y de escritura estaba tan mal, que apenas ponía su nombre: Benina de Casia. Por este apellido, algunos guasones de su pueblo se burlaban de ella diciendo que venía de Santa Rita. Total: que ella no era santa, sino muy pecadora, y no tenía nada que ver con la Doña Guillermina de marras, que ya gozaba de Dios. Era una pobre como ellos, que vivía de limosna, y se las gobernaba como podía para mantener a los suyos. Habíala hecho Dios generosa, eso sí; y si algo poseía, y encontraba personas más necesitadas que ella, le faltaba tiempo para desprenderse de todo... y tan contenta.
No se dieron por convencidos los miserables, dejados de la mano de Dios, y alargando las suyas escuálidas, con afligidas voces pedían a Benina de Casia que les socorriese. Andrajosos y escuálidos niños se unieron al coro, y agarrándose a la falda de la infeliz alcarreña, le pedían pan, pan. Compadecida de tantas desdichas, fue la anciana a la tienda, compró una docena de panes altos, y dividiéndolos en dos, los repartió entre la miserable cuadrilla. La operación se dificultó en extremo, porque todos se abalanzaban a ella con furia, cada uno quería recibir su parte antes que los demás, y alguien intentó apandar dos raciones. Diríase que se duplicaban las manos en el momento de mayor barullo, o que salían otras de debajo de la tierra. Sofocada, la buena mujer tuvo que comprar más libretas, porque dos o tres viejas a quienes no tocó nada, ponían el grito en el cielo, y alborotaban el barrio con sus discordes y lastimeros chillidos.
Ya se creía libre de tales moscones, cuando la llamó con roncas voces una mujer que llevaba en brazos a un niño cabezudo, monstruoso. Al punto en ella reconoció a la que había visto con la Burlada días antes, camino de la Puerta de Toledo. Pretendía la tal que Benina subiese con ella a un cuarto alto de la casa de corredor, donde le mostraría el más lastimoso cuadro que podría imaginarse. Prestose Benina a subir, porque más podía en ella siempre la piedad que la conveniencia, y por la escalera le explicaba la otra la situación de su desdichada familia. No era casada; pero por lo civil había tenido dos niños que se le habían muerto de garrotillo, uno tras otro, con diferencia de seis días. Aquel que llevaba, de cabeza deforme, no era suyo, sino de una compañera que andaba con un ciego de violín, borracha ella, y si a mano venía, tomadora. La que contaba estas tristezas llamábase Basilisa; tenía a su padre baldadito, de andar en el río cogiendo anguilas, con el agua hasta los corvejones; a su hermana Cesárea bizmada, de los golpes que le dio su querido, un silbante, un golfo, un rata, «a quien tiene usted toda la noche jugando al mus en cas del Comadreja, Mediodía Chica. ¿Conoce la señora ese establecimiento?
—De nombre—dijo Benina medianamente interesada en la historia.
—Pues ese sinvergüenza, tras apalear a mi hermana, nos empeñó los mantones y las enaguas. Debe usted de conocerle, porque otro más granuja no lo hay en Madrid. Le llaman por mal nombre Si Toséis Toméis... y por abreviar le decimos Toméis.
—No le conozco... Yo no me trato con gente de esa».
Subieron, y en uno de los cuartos más estrechos del corredor alto, vio Benina el tremendo infortunio de aquella familia. El viejo reumático parecía loco; en la desesperación que le causaban sus dolores, vociferaba, blasfemando, y Cesárea, de la inanición que la consumía, estaba como idiota, y no hacía más que dar azotes en las nalgas a un chico mocoso, lloricón, y que ponía los ojos en blanco de la fuerza de sus berridos y contorsiones. En medio de este desbarajuste, las dos mujeres expresaron a Benina que su mayor apuro, a más del hambre, era pagar al casero, que no las dejaba vivir, reclamando a todas horas las tres semanas que se debían. Contestó la anciana que, con gran sentimiento, no se hallaba en disposición de sacarlas del compromiso, por carecer de dinero, y lo único que podía ofrecerles era una peseta, para que se remediaran aquel día y el siguiente. Traspasado el corazón de lástima, se despidió de la infeliz patulea, y aunque se mostraron las dos mujeres agradecidas, bien se conocía que algún reconcomio se les quedaba dentro del cuerpo por no haber recibido el socorro que esperaban.
En la escalera detuvieron a Benina dos vejanconas, una de las cuales le dijo con mal modo: «¡Vaya, que confundirla a usted con Doña Guillermina!... ¡Zopencos, más que burros! Si aquella era un ángel vestido de persona, y esta... bien se ve que es una tía ordinaria, que viene acá dándose el pisto de repartir limosnas... ¡Señora!... ¡vaya una señora!... apestando a cebolla cruda... y con esas manos de fregar... Ahora se dan santas del pan pringao, y... ¡a cuarto las imágenes; caras de Dios a cuarto!».
No hizo caso la buena mujer, y siguió su camino; pero en la calle, o como quiera que se llame aquel espacio entre casas, se vio importunada por sinnúmero de ciegos, mancos y paralíticos, que le pedían con tenaz insistencia pan, o perras con qué comprarlo. Trató de sacudirse el molesto enjambre; pero la seguían, la acosaban, no la dejaban andar. No tuvo más remedio que gastarse en pan otra peseta y repartirlo presurosa. Por fin, apretando el paso, logró ponerse a distancia de la enfadosa pobretería, y se encaminó al vertedero donde esperaba encontrar al buen Mordejai. En el propio sitio del día anterior estaba mi hombre aguardándola ansioso; y no bien se juntaron, sacó ella de la cesta los víveres que llevaba, y se pusieron a comer. Mas no quería Dios que aquella mañana le saliesen las cosas a Benina conforme a su buen corazón y caritativas intenciones, porque no hacía diez minutos que estaban comiendo, cuando observó que en el camino, debajito del vertedero, se reunían gitanillos maleantes, alguno que otro lisiado de mala estampa, y dos o tres viejas desarrapadas y furibundas. Mirando al grupo idílico que en la escombrera formaban la anciana y el ciego, toda aquella gentuza empezó a vociferar. ¿Qué decían? No era fácil entenderlo desde arriba. Palabras sueltas llegaban... que si era santa de pega; que si era una ladrona que se fingía beata para robar mejor... que si era una lame-cirios y chupa-lámparas... En fin, aquello se iba poniendo malo, y no tardó en demostrarlo una piedra, ¡pim! lanzada por mano vigorosa, y que Benina recibió en la paletilla... Al poco rato, ¡pim, pam! otra y otras. Levantáronse ambos despavoridos, y recogiendo en la cesta la comida, pensaron en ponerse en salvo. La dama cogió por el brazo a su caballero y le dijo: «Vámonos, que nos matan».