Trepando difícilmente por el declive pedregoso, cayendo y levantándose a cada instante, cogidos del brazo, las cabezas gachas, huían del formidable tiroteo. Este llegó a ser tan intenso, que no había respiro entre golpe y golpe. A Benina la tocaron los proyectiles en partes vestidas, donde no podían hacer gran daño; pero Almudena tuvo la desgracia de que un guijarro le cogiese la cabeza en el momento de volverse para increpar al enemigo, y la descalabradura fue tremenda. Cuando llegaron, jadeantes y doloridos, a un sitio resguardado de la terrible lluvia de piedras, la herida del marroquí chorreaba sangre, tiñendo de rojo su faz amarilla. Lo extraño era que el descalabrado callaba, y la que había salido ilesa ponía el grito en el cielo, pidiendo rayos y centellas que confundieran a la infame cuadrilla. La suerte les deparó un guarda-agujas, que vivía en una caseta próxima al lugar del siniestro, hombre reposado y pío que, demostrando tener en poco a las víctimas del atentado, las acogió como buen cristiano en su vivienda humilde, compadecido de su desgracia. A poco llegó la guardesa, que también era compasiva, y lo primero que hicieron fue dar agua a Benina para que le lavase la herida a su compañero, y de añadidura sacaron vinagre, y trapos para hacer vendas. El moro no decía más que: «Amri, ¿pieldra ti no?
—No, hijo: no me ha tocado más que una china en el cogote, que no me ha hecho sangre.
¿Dolier ti?
—Poco... no es nada.
—Son los embaixos... espirtos malos de soterrá.
—¡Indecentes granujas! ¡Lástima de pareja de la Guardia civil, o siquiera del Orden!
Con los procedimientos más elementales le hicieron la cura al pobre ciego, restañándole la sangre, y poniéndole vendas que le tapaban uno de los ojos; después le acostaron en el suelo, porque se le iba la cabeza y no podía tenerse en pie. Volvió la mendiga a sacar de su cesta el pan y la carne a medio comer, ofreciendo partir con sus generosos protectores; pero estos, en vez de aceptar, les brindaron con sardinas y unos churros que les habían sobrado de su almuerzo. Hubo por una y otra parte ofrecimientos, finuras y delicadezas, y cada cual, al fin, se quedó con lo suyo. Pero Benina aprovechó las buenas disposiciones de aquella honrada gente para proponerles que albergasen al ciego en la caseta hasta que ella pudiese prepararle alojamiento en Madrid. No había que pensar en que volviese a las Cambroneras, donde sin duda le tenían mala voluntad. A Madrid y a su casa de ella no podía conducirlo, porque ella servía en una casa, y él... En fin, que no era fácil explicarlo... y si los señores guarda-agujas pensaban mal de las relaciones entre Benina y el moro, que pensaran. «Miren ustedes—dijo la anciana viéndoles perplejos y desconfiados—, no poseo más dinero que esta peseta y estas perras. Tómenlas, y tengan aquí al pobre ciego hasta mañana. Él no les molestará, porque es bueno y honrado. Dormirá en este rincón con sólo que le den una manta vieja, y tocante a comer, de lo que ustedes tengan».
Después de una corta vacilación aceptaron el trato, y permitiéndose dar un consejo a la para ellos extraña pareja, dijo el guarda: «Lo que deben hacer ustedes es dejarse de andar de vagancia por calles y caminos, donde todo es ajetreo y malos pasos, y ver de meterse o que los metan en un asilo, la señora en las ancianitas, el señor en otro recogimiento que hay para ciegos, y así tendrían asegurado el comer y el abrigo por todo el tiempo que vivieran». Nada contestó Almudena, que amaba la libertad, y la prefería trabajosa y miserable a la cómoda sujeción del asilo. Benina, por su parte, no queriendo entrar en largas explicaciones, ni desvanecer el error de aquella buena gente, que sin duda les creía asociados para la vagancia y el merodeo, se limitó a decir que no se recogían en un establecimiento por causa de la mucha existencia de pobres, y que sin recomendaciones y tarjetas de personajes no había manera de conseguir plaza. A esto respondió la guardesa que podrían lograr sus deseos de recogerse, si se entendían con un señor muy piadoso que anda en estas cosas de asilos; un sacerdote... que le llaman D. Romualdo.
«¡D. Romualdo!... ¡Ah! sí, ya sé; digo, no le conozco más que de nombre. ¿Es un señor cura, alto y guapetón, que tiene una sobrina llamada Doña Patros, que bizca un poco?».
Al decir esto, sintió la Benina que se renovaba en su mente la extraña confusión y mezcolanza de lo real y lo imaginado.
«Yo no sé si bizca o no bizca la sobrina...—prosiguió la guardesa—; pero sé que el D. Romualdo es de tierra de Guadalajara.
—Es verdad... Y ahora se ha ido a su pueblo... Por cierto que le proponen para Obispo, y habrá ido a traer los papeles».
Convinieron todos en que el D. Romualdo misterioso no vendría del pueblo sin traerse los papeles, y en seguida se cerró trato para el hospedaje y custodia de Almudena en la caseta por veinticuatro horas, dando Benina la peseta y perros que tenía (menos tres piezas chicas que guardó aparte), y comprometiéndose los otros a cuidar del ciego como si fuera su hijo. Aún tuvo la pobre Nina que bregar un poquito con el marroquí, empeñado en que le llevara sigo; pero al fin pudo convencerle, encareciéndole el peligro de que la herida de la cabeza le trajera algún trastorno grave si no se estaba quietecito. «Amri, golver ti mañana—decía el infeliz al despedirla—. Si dejar mí solo, murierme yo migo». Prometió la anciana solemnemente volver a su compañía, y se fue melancólica, revolviendo en su magín las tristezas de aquel día, a las cuales se unían presagios negros, barruntos de mayores afanes, porque se había quedado sin un cuarto, por dejarse llevar del ímpetu caritativo de su corazón dando tanta limosna. Seguramente vendrían para ella grandes apreturas, pues tenía que devolver pronto a la Pitusa sus joyas, allegar recursos para mantener a la señora y a su huésped, socorrer a Almudena, etc... Tantas obligaciones se había echado encima, que ya no sabía cómo atender a ellas.
Llegó a su casa, después de hacer sus compras a crédito, y encontrando a Frasquito muy bien, propuso a Doña Paca darle de alta, y que se fuera a desempeñar sus obligaciones y a ganarse la vida. Asintió a ello la señora, y la tristeza de ambas se aumentó con la noticia, traída por la criada de Obdulia, de que esta se había puesto muy malita, con alta fiebre, delirio, y un traqueteo de nervios que daba compasión. Allá se fue Benina, y después de avisar a los suegros de la señorita para que la atendieran, volvió a tranquilizar a la mamá. Mala tarde y peor noche pasaron, pensando en las dificultades y aprietos que de nuevo se les ofrecían, y a la siguiente mañana la infeliz mujer ocupaba su puesto en San Sebastián, pues no había otra manera de defenderse de tantas y tan complejas adversidades. Cada día mermaba su crédito, y las obligaciones contraídas en la calle de la Ruda, o en las tiendas de la calle Imperial, la abrumaban. Viose en la necesidad de salir también al pordioseo de tarde, y un ratito por la noche, pretextando tener que llevar un recado a la niña. En la breve campaña nocturna, sacaba escondido un velo negro, viejísimo, de Doña Paca, para entapujarse la cara; y con esto y unos espejuelos verdes que para el caso guardaba, hacía divinamente el tipo de señora ciega vergonzante, arrimadita a la esquina de la calle de Barrionuevo, atacando con quejumbroso reclamo a media voz a todo cristiano que pasaba. Con tal sistema, y trabajando tres veces por día, lograba reunir algunos cuartos; mas no todo lo necesario para sus atenciones, que no eran pocas, porque Almudena se había puesto mal, y seguía en la caseta de las Pulgas. Nada cobraba el guarda-agujas por hospedaje del infeliz moro; pero había que llevar a este la comida. Obdulia no entraba en caja: era forzoso asistirla de medicamentos y caldos, pues los suegros se llamaban Andana, y no era cosa de mandarla al Hospital. Tenía, pues, sobre sí la heroica mujer carga demasiado fuerte; pero la soportaba, y seguía con tantas cruces a cuestas por la empinada senda, ansiosa de llegar, si no a la cumbre, a donde pudiera. Si se quedaba en mitad del camino, tendría la satisfacción de haber cumplido con lo que su conciencia le dictaba.
Por la tarde, pretextando compras, pedía en la puerta de San Justo, o junto al Palacio arzobispal; pero no podía entretenerse mucho, porque su tardanza no inquietara demasiado a la señora. Al volver una tarde de su petitorio, sin más ganancia que una perra chica, se encontró con la novedad de que Doña Paca, acompañada de Frasquito, había ido a visitar a Obdulia. Díjole además la portera que momentos antes había subido a la casa un señor sacerdote, alto, de buena presencia, el cual, cansado de llamar, se fue, dejando un recadito en la portería.
«¡Ya!... Es D. Romualdo...
—Así dijo, sí, señora. Ya ha venido dos veces, y...
—¿Pero se marcha otra vez a Guadalajara?
—De allá vino ayer tarde. Tiene que hablar con Doña Paca, y volverá cuando pueda».
Ya tenía Benina un espantoso lío en la cabeza con aquel dichoso clérigo, tan semejante, por las señas y el nombre, al suyo, al de su invención; y pensaba si, por milagro de Dios, habría tomado cuerpo y alma de persona verídica el ser creado en su fantasía por un mentir inocente, obra de las aflictivas circunstancias. «En fin, veremos lo que resulta de todo esto—se dijo subiendo pausadamente la escalera—. Bien venido sea ese señor cura si viene a traernos algo». Y de tal modo arraigaba en su mente la idea de que se convertía en real el mentido y figurado sacerdote alcarreño, que una noche, cuando pedía con antiparras y velo, creyó reconocer en una señora, que le dio dos céntimos, a la mismísima Doña Patros, la sobrina que bizcaba una miaja.
Pues, señor, Doña Paca y Frasquito trajeron la buena noticia de que Obdulia se restablecía lentamente. «Mira, Nina—le dijo la viuda—: como quiera que sea, has de llevarle a Obdulia una botella de amontillado. A ver si te la fían en la tienda; y si no, busca el dinero como puedas, que lo que tiene la niña es debilidad. La otra se mostró conforme con esta esplendidez, por no chocar, y se puso a hacer la cena. Taciturna estuvo hasta la hora de acostarse, y Doña Francisca se incomodó con ella porque no la entretenía, como otras veces, con festivas conversaciones. Sacó fuerzas de flaqueza la heroica anciana, y con su espíritu muy turbado, su mente llena de presagios sombríos, empezó a despotricar como una taravilla, para que se embelesara la señora con unas cuantas chanzonetas y mil tonterías imaginadas, y pudiera coger el sueño.