No desistía el apasionado marroquí de ganar la voluntad de la dama (que así debemos llamarla en este caso, toda vez que como tal él la veía con los ojos de su alma); y conociendo que los medios positivos eran los más eficaces, y que antes que las razones con que él pudiera expugnarla la rendiría su propia codicia y el anhelo de enriquecerse, se arrancó con otro sortilegio, producto natural de su sangre semítica y de su rica imaginación. Díjole que entre todos los secretos de que por favor de Dios era depositario, había uno que no pensaba confiar más que a la persona que fuese dueña de todo su cariño; y como esta persona era ella, la mujer soñada, la mujer prometida por el soberano Samdai, a ella sola revelaba el infalible procedimiento para descubrir los tesoros soterrados. Aunque afectaba Benina no dar crédito a tales historias, ello es que no perdió sílaba del relato que Almudena le hizo. La cosa era muy sencilla, por él pintada, aunque las dificultades prácticas para llegar a producir el mágico efecto saltaban a la vista. La persona que quisiera saber, siguro, siguro, dónde había dinero escondido, no tenía más que abrir un hoyo en la tierra, y estarse dentro de él cuarenta días, en paños menores, sin otro alimento que harina de cebada sin sal, ni más ocupación que leer un libro santo, de luengas hojas, y meditar, meditar sobre las profundas verdades que aquellas escrituras contenían...
—¿Y eso tengo que hacerlo yo?—dijo Benina impaciente—. ¡Apañado estás! ¿Y ese libro está escrito en tu lengua? Tonto, ¿cómo voy a leer yo esos garrapatos, si en mi propio castellano natural me estorba lo negro?
—Leyerlo mí... leyer tú.
—Pero en ese agujero bajo tierra, que será la casa de los topos, ¿podemos estar los dos?
—Siguro.
—Bueno. Y para poder ver bien la letra de ese libro—dijo con sorna la dama—, llevarás antiparras de ciego...
—Mí saberlo de memueria—replicó impávido el africano».
La operación, pasados los cuarenta días de penitencia, terminaba por escribir en un papelito, como los de cigarro, ciertas palabras mágicas que él sabía, él solo; luego se soltaba el papelito en el aire, y mientras el viento lo llevaba de aquí para allá, ella y él rezarían devotamente oraciones mochas, sin quitar los ojos del papel volante. Allí donde cayese, se encontraría, cavando, cavando, el tesoro soterrado, probablemente una gran olla repleta de monedas de oro.
Manifestó Benina su incredulidad soltando la risa; pero alguna huella dejaba en su espíritu la nueva quisicosa para encontrar tesoros, porque con toda formalidad se dejó decir: «No creo yo que haya dinero enterrado en los campos. Puede que en tu tierra se den esos casos; pero lo que es aquí... donde lo tienes es en los patios, en las corraladas, debajo del suelo de las leñeras, almacenes y bodegas, y, si a mano viene, empotrado en las paredes...
—Mismo poder yo discubrierlo él... Yo dicer ti, si tú quiriendo mí, si tú casar migo.
—Ya trataremos de eso más despacio—dijo Benina quitándose el pañuelo y volviéndoselo a poner, señal de impaciencia y ganas de marcharse.
—No dirti tú, amri, no—murmuró el ciego quejumbroso, agarrándola por la falda.
—Es tarde, hijo, y hago falta en casa.
—Tú migo siempre.
—No puede ser por ahora. Ten paciencia, hijo».
Poseído nuevamente de furor, al sentir que se levantaba, se arrojó sobre ella, clavándole la zarpa en los brazos, y manifestando con rugidos, más que con voces, su ardiente anhelo de tenerla en su compañía. «Mí queriendo ti... Matar mí, ajogar mismo yo en río, si tú no venier mí...
—Déjame por Dios, Almudena—dijo con acento de aflicción la dama, creyendo vencerle mejor con súplicas afectuosas—. Yo te quiero; pero me llaman mis obligaciones.
—Matar yo galán bunito—gritó el ciego apretando los puños, y dando algunos pasos hacia la anciana, que medrosa se había apartado de él.
—Ten juicio; si no, no te quiero... Vámonos. Si me prometes ser bueno y no pegarme, iremos juntos.
—Piegar ti no, no... quiriendo ti más que a la bendita luz.
—Pues si no me pegas, vamos—dijo Benina, aproximándose cariñosa, y cogiéndole por el brazo».
Apaciguado el buen Mordejai, emprendieron otra vez la marcha hacia arriba, y por el camino dijo el ciego a la dama que se había despedido de Santa Casilda, por romper con la Petra; y como los tiempos venían malos y no se ganaban perras, pensaba trasladarse aquella misma tarde a las Cambroneras, cabe el Puente de Toledo, pues en aquel barrio había estancias para dormir por solos diez céntimos cada noche. No aprobó Benina el cambio de domicilio, porque allí, según había oído, vivían en grande estrechez e incomodidad los pobres, amontonados y revueltos en cuartuchos indecentes; pero él insistió, dolorido y melancólico, asegurando que quería estar mal, hacer penitencia, pasarse los días yorando, yorando, hasta conseguir que Adonai ablandase el corazón de la mujer amada. Suspiraron ambos, y silenciosos subieron toda la calle de Toledo.
Como Benina le ofreciese un duro para la mudanza, Almudena expresó un desinterés sublime: «No querier mí diniero... Diniero cosa puerca... asco diniero... Mí quierer amri... muquier mía migo.
—Bueno, bueno: ten paciencia—le dijo Benina, temerosa de que se descompusiera al final de la jornada—. Yo te prometo que mañana hablaremos de eso.
—¿Viner tú Cambroneras?
—Sí, te lo prometo.
—Mí no golver pirroquia... Carga mí gente suberbiosa: Casiana, Eliseo... asco mí genta. Mí pedir Puenta Tolaido...
—Espérame mañana... y prométeme tener juicio.
—Yorando, yorando mí.
—¿Pero a qué vienen esos lloriqueos?... Almudenilla, si yo te quiero... Amos, no me des disgustos.
—Ora ti, casa tuya, ver galán bunito, jacer tú cariños él.
—¿Yo? ¡Estás fresco! ¡Sí, sí, para él estaba! ¿Pero tú qué te has creído? ¡Valiente caso hago yo de esa estantigua! Tiene más años que la Cuesta de la Vega: es pariente de mi señora, y por encargo de esta se le recogió para llevarle a casa.
—¡Mam'rracho él!
—¡Y tan mamarracho! Ni hay comparanza entre él y tú... En fin, chico: tengo mucha prisa. Adiós. Hasta mañana».
Aprovechando un momento en que el marroquí se quedaba como lelo, apretó a correr, dejándole arrimadito a la pared, junto a la tienda llamada del Botijo. Era la única forma posible de separación, dada la tenaz adherencia del pobre ciego. Desde lejos le miró Benina, inmóvil, la cabeza caída. Pasado un rato, se dejó caer en el suelo, y allí le vieron toda la tarde los transeúntes, sentado, mudo, la negra mano extendida.
No encontró la Nina en su casa grandes novedades, como por tal no se tuviera el contento de Doña Paca, que no cesaba de alabar la finura de su huésped, y la gracia con que a la conversación traía los recuerdos de Algeciras y Ronda. Sentíase la buena señora transportada a sus verdes años; casi olvidaba su pobreza, y movida del generoso instinto que en aquella edad primera había sido fundamento de su carácter imprevisor y de sus desgracias, propuso a Nina que se trajeran para Frasquito dos botellas de Jerez, pavo en galantina, huevo hilado, y cabeza de jabalí.
«Sí, señora—replicó la criada—: todo eso traeremos, y luego nos vamos a la cárcel, para ahorrar a los tenderos el trabajo de llevarnos. ¿Pero usted se ha vuelto loca? Para esta noche haré unas sopas de ajo con huevos, y san sacabó. Crea usted que a ese caballero le sabrán a gloria, acostumbrado como está a comistrajos indecentes.
—Bueno, mujer. Se hará lo que tú quieras.
—En vez de cabeza de jabalí, pondremos cabeza de ajo.
—Creo, con tu permiso, que en todas las circunstancias, aunque sea sacrificándose, debe una portarse como quien es. En fin, ¿cuánto dinero tenemos?
—Eso a usted no le importa. Déjeme a mí, que ya sabré arreglarme. Cuando se acabe, no es usted quien ha de ir a buscarlo.
—Ya, ya sé que irás tú y lo buscarás. Yo no sirvo para nada.
—Sí sirve usted; y ahora, ayúdeme a pelar estas patatitas.
—Lo que quieras. ¡Ah!... se me olvidaba. Frasquito toma té... y como está tan delicadillo, hay que traerlo bueno.
—Del mejor. Iré por él a la China.
—No te burles. Vas a la tienda, y pides del que llaman mandarín. Y de paso te traes un quesito bueno para postre...
—Sí, sí... eche usted y no se derrame.
—Ya ves que está acostumbrado a comer en casas grandes.
—Justamente: como la taberna de Boto, en la calle del Ave María... ración de guisado, a real; con pan y vino, treinta y cinco céntimos.
—Estás hoy... que no se te puede aguantar. Pero a todo me avengo, Nina. Tú mandas.
—¡Ay, si yo no mandara, bonitas andaríamos! Ya nos habrían llevado a San Bernardino o al mismísimo Pardo».
Bromeando así llegó la noche, y cenando frugalmente, alegres los tres y resignados con la pobreza, mal tolerable y llevadero cuando no falta un pedazo de pan con que matar el hambre. Y el historiador debe hacer constar asimismo que el buen temple en que estaba Doña Paca se torció un poco al recogerse las dos en la alcoba, la señora en su cama, Benina en el suelo, por haber cedido su lecho a Frasquito. Como la viuda de Zapata era tan voluble de genio, en un instante, sin que se supiera el motivo, pasaba de la bondad apacible a la ira insana, de la credulidad infantil a la desconfianza marrullera, de las palabras razonables a los disparates más absurdos. Conocía muy bien la criada este fácil girar de los pensamientos y la voluntad de su señora, a quien comparaba con una veleta; y sin tomar a pecho sus displicencias y raptos de ira, esperaba que cambiase el viento. En efecto, este variaba de improviso, rolando al cuadrante bueno; y si en un momento la malva se había convertido en cardo, en otro momento tornaba a su primera condición.
El mal humor de Doña Paca en la noche a que me refiero, debe atribuirse, según datos fehacientes, a que Frasquito, en sus conversaciones de la tarde, y en los ratos de la cena y sobremesa de esta, mostró por Benina unas preferencias que lastimaron profundamente el amor propio de la viuda infeliz. A Benina manifestaba el buen señor casi exclusivamente su gratitud, reservando para la señora una cortés deferencia; para Benina eran todas sus sonrisas, sus frases más ingeniosas, la ternura de sus ojos lánguidos, como de carnero a medio morir; y a tantas indiscreciones unió Ponte la de llamarla ángel como unas doscientas veces en el curso de la frugal cena.
Y dicho esto, oigamos a Doña Paca, entre sábanas metida, mientras la otra se acostaba en el suelo: «Pues, hija, nadie me quita de la cabeza que le has dado un bebedizo a este pobre señor. ¡Vaya cómo te quiere! Si no fueras una vieja feísima y sin ninguna gracia, creería que le habías hecho tilín... Cierto que eres buena, caritativa, que sabes ganar la simpatía por lo bien que atiendes a todo, y por tu dulzura y ese modito suave... que bien podría engañar a los que no te conocen... Pero con todas esas prendas, imposible que un hombre tan corrido se prende de ti... Si te lo crees y por ello estás inflada de orgullo, mi parecer es que no te compongas, pobre Nina. Siempre serás lo que fuistes... y no temas que yo le quite a D. Frasquito la ilusión, contándole tus malas mañas, lo sisona que eras, y otras cosillas, otras cosillas que tú sabes, y yo también...».
Callaba Benina, tapándose la boca con la sábana, y esta humildad y moderación encendieron más el rencorcillo de la viuda de Zapata, que prosiguió molestando a su compañera: «Nadie reconoce como yo tus buenas cualidades, porque las tienes; pero hay que ponerte siempre a distancia, no dejarte salir de tu baja condición, para que no te desmandes, para que no te subas a las barbas de los superiores. Acuérdate de las dos veces que tuve que echarte de mi casa por sisona... ¡A tal extremo llegó tu descaro, ¿qué digo descaro? tu cinismo en aquel vicio feo, que... vamos, yo, que jamás he hecho una cuenta, ni me gusta, veía mi dinero pasando de mi bolsillo al tuyo... en chorro continuo!... Pero ¿qué? ¿No dices nada?... ¿No contestas? ¿Te has vuelto muda?
—Sí, señora, me he vuelto muda—fue la única respuesta de la buena mujer—. Puede que cuando la señora se canse y cierre el pico, lo abra yo para decirle... en fin, no digo nada».