—¿Falleció?... ¡Ay, no lo sabía!—replicó Ponte muy cortado—. ¡Pobre Rafaelito! Cuando yo estuve en Ronda el año 56, poco antes de la caída de Espartero, él era un niño, tamaño así. Después nos vimos en Madrid dos o tres veces... Él solía venir a pasar aquí temporadas de otoño; iba mucho al Real, y era amigo de los Ustáriz; trabajaba por Ríos Rosas en las elecciones, y por los Ríos Acuña... ¡Oh, pobre Rafael! ¡Excelente amigo, hombre sencillo y afectuoso, gran cazador!... Congeniábamos en todo, menos en una cosa: él era muy campesino, muy amante de la vida rústica, y yo detesto el campo y los arbolitos. Siempre fui hombre de poblaciones, de grandes poblaciones...
—Siéntese usted aquí—le dijo D. Romualdo, dando tan fuerte palmetazo en un viejo sillón de muelles, que de él se levantó espesa nube de polvo.
Un momento después, habíase enterado el galán fiambre de su participación en la herencia del primo Rafael, quedándose en tal manera turulato, que hubo de beberse, para evitar un soponcio, toda el agua que dejara Doña Francisca.
No estará de más señalar ahora la perfecta concordancia entre la persona del sacerdote y su apellido Cedrón, pues por la estatura, la robustez y hasta por el color podía ser comparado a un corpulento cedro; que entre árboles y hombres, mirando los caracteres de unos y otros, también hay concomitancias y parentescos. Talludo es el cedro, y además, bello, noble, de madera un tanto quebradiza, pero grata y olorosa. Pues del mismo modo era D. Romualdo: grandón, fornido, atezado, y al propio tiempo excelente persona, de intachable conducta en lo eclesiástico, cazador, hombre de mundo en el grado que puede serlo un cura, de apacible genio, de palabra persuasiva, tolerante con las flaquezas humanas, caritativo, misericordioso, en suma, con los procedimientos metódicos y el buen arreglo que tan bien se avenían con su desahogada posición. Vestía con pulcritud, sin alardes de elegancia; fumaba sin tasa buenos puros, y comía y bebía todo lo que demandaba el sostenimiento de tan fuerte osamenta y de musculatura tan recia. Enormes pies y manos correspondían a su corpulencia. Sus facciones bastas y abultadas no carecían de hermosura, por la proporción y buen dibujo; hermosura de mascarón escultórico, miguel-angelesco, para decorar una imposta, ménsula o el centro de una cartela, echando de la boca guirnaldas y festones.
Entrando en pormenores, que los herederos de Rafael anhelaban conocer, Cedrón les dio noticias prolijas del testamento, que tanto Doña Paca como Ponte oyeron con la religiosa atención que fácilmente se supone. Eran testamentarios, además del Sr. Cedrón, D. Sandalio Maturana y el Marqués de Guadalerce. En la parte que a las dos personas allí presentes interesaba, disponía Rafael lo siguiente: a Obdulia y a Antoñito, hijos de su primo Antonio Zapata, les dejaba el cortijo de Almoraima, pero sólo en usufructo. Los testamentarios les entregarían el producto de aquella finca, que dividida en dos mitades pasaría a los herederos del Antonio y de la Obdulia, al fallecimiento de estos. A Doña Francisca y a Ponte les asignaba pensión vitalicia, como a otros muchos parientes, con la renta de títulos de la Deuda, que constituían una de las principales riquezas del testador.
Oyendo estas cosas, Frasquito se atusaba sobre la oreja los ahuecados mechones de su melena, sin darse un segundo de reposo. Doña Francisca, en verdad, no sabía lo que le pasaba: creía soñar. En un acceso de febril júbilo, salió al pasillo gritando: «¡Nina, Nina, ven y entérate!... ¡Ya somos ricas!... ¡digo, ya no somos pobres!...».
Pronto acudió a su mente el recuerdo de la desaparición de su criada, y volviendo al lado de Cedrón, le dijo entre sollozos: «Perdóneme; ya no me acordaba de que he perdido a la compañera de mi vida...
—Ya parecerá—repitió el clérigo, y también Frasquito, como un eco:
—Ya parecerá.
—Si se hubiera muerto—indicó Doña Francisca—, creo que la intensidad de mi alegría la haría resucitar.
—Ya hablaremos de esa señora—dijo Cedrón—. Antes acabe de enterarse de lo que tanto le interesa. Los testamentarios, atentos a que usted, lo mismo que el señor, se hallan en situación muy precaria, por causas que no quiero examinar ahora, ni hay para qué, han decidido... para eso y para mucho más les autoriza el testador, dándoles facultades omnímodas... han decidido, mientras se pone en regla todo lo concerniente al testamento, liquidación para el pago de derechos reales, etcétera, etcétera... han decidido, digo...».
Doña Paca y Frasquito, de tanto contener el aliento, hallábanse ya próximos a la asfixia.
«Han decidido, mejor dicho, decidieron o decidimos... de esto hace dos meses... señalar a ustedes la cantidad mensual de cincuenta duros como asignación provisional, o si se quiere anticipo, hasta que determinemos la cifra exacta de la pensión. ¿Está comprendido?
—Sí, señor; sí, señor... comprendido, perfectamente comprendido—clamaron los dos al unísono.
—Antes hubieran uno y otro recibido este jicarazo—dijo el clérigo—; pero me ha costado un trabajo enorme averiguar dónde residían. Creo que he preguntado a medio Madrid... y por fin... No ha sido poca suerte encontrar juntas en esta casa a las dos piezas, perdonen el término de caza, que vengo persiguiendo como un azacán desde hace tantos días».
Doña Paca le besó la mano derecha, y Frasquito Ponte la izquierda. Ambos lagrimeaban.
«Dos meses de pensión han devengado ustedes ya, y ahora nos pondremos de acuerdo para las formalidades que han de llenarse, a fin de que uno y otro perciban desde luego...».
Llegó a creer Ponte que hacía una rápida ascensión en globo, y se agarró con fuerza a los brazos del sillón, como el aeronauta a los bordes de la barquilla.
«Estamos a sus órdenes—manifestó Doña Francisca en alta voz; y para sí—: Esto no puede ser; esto es un sueño».
La idea de que no pudiera Nina enterarse de tanta felicidad, enturbió la que en aquel momento inundaba su alma. A este pensamiento hubo de responder, por misteriosa concatenación, el de Ponte Delgado, que dijo: «¡Lástima que Nina, ese ángel, no esté presente!... Pero no debemos suponer que le haya pasado ningún accidente grave. ¿Verdad, Sr. D. Romualdo? Ello habrá sido...
—Me dice el corazón que está buena y sana, que volverá hoy...—declaró Doña Paca con ardiente optimismo, viendo todas las cosas envueltas en rosado celaje—. Por cierto que... Perdone usted, señor mío: hay tal confusión en mi pobre cabeza... Decía que... Al anunciarse el señor D. Romualdo en mi casa, yo creí, fijándome sólo en el nombre, que era usted el dignísimo sacerdote en cuya casa es asistenta mi Benina. ¿Me equivoco?
—Creo que sí.
—Es propio de las grandes almas caritativas esconderse, negar su propia personalidad, para de este modo huir del agradecimiento y de la publicidad de sus virtudes... Vamos a cuentas, Sr. D. Romualdo, y hágame el favor de no hacer misterio de sus grandes virtudes. ¿Es cierto que por la fama de estas le proponen para obispo?
—¡A mí!... No ha llegado a mí noticia.
—¿Es usted de Guadalajara o su provincia?
—Sí, señora.
—¿Tiene usted una sobrina llamada Doña Patros?
—No, señora.
—¿Dice usted la misa en San Sebastián?
—No, señora: la digo en San Andrés.
—¿Y tampoco es cierto que hace días le regalaron a usted un conejo de campo?...
—Podría ser... ja, ja... pero no recuerdo...
—Sea como fuere, Sr. D. Romualdo, usted me asegura que no conoce a mi Benina.
—Creo... vamos, no puedo asegurar que me es desconocida, señora mía. Antójaseme que la he visto.
—¡Oh! bien decía yo que... Sr. de Cedrón, ¡qué alegría me da!
—Tenga usted calma. Veamos: ¿esa Benina es una mujer vestida de negro, así como de sesenta años, con una verruga en la frente?...
—La misma, la misma, Sr. D. Romualdo: muy modosita, algo vivaracha, a pesar de su edad.
—Más señas: pide limosna, y anda por ahí con un ciego africano llamado Almudena.
—¡Jesús!—exclamó con estupefacción y susto Doña Paca—. Eso no, ¡válgame Dios! eso no... Veo que no la conoce usted».
Y con una mirada puso por testigo a Frasquito de la veracidad de su denegación. Miró también Ponte al clérigo, después a la señora, atormentado por ciertas dudas que inquietaron su conciencia. «Benina es un ángel—se permitió decir tímidamente—. Pida o no pida limosna, y esto yo no lo sé, es un ángel, palabra de honor.
—¡Quite usted allá!... ¡Pedir mi Benina... y andar por esas calles con un ciego!...
—Moro, por más señas—indicó D. Romualdo.
—Yo debo manifestar—dijo Ponte con honrada sinceridad—, que no hace muchos días, pasando yo por la Plaza del Progreso, la vi sentada al pie de la estatua, en compañía de un mendigo ciego, que por el tipo me pareció... oriundo del Riff».
El aturdimiento, el vértigo mental de Doña Paca fueron tan grandes, que su alegría se trocó súbitamente en tristeza, y dio en creer que cuanto decían allí era ilusión de sus oídos; ficticios los seres con quienes hablaba, y mentira todo, empezando por la herencia. Temía un despertar lúgubre. Cerrando los ojos, se dijo: «¡Dios mío, sácame de tan terrible duda; arráncame esta idea!... ¿Es esto mentira, es esto verdad? ¡Yo heredera de Rafaelito Antrines; yo con medios de vivir!... ¡Nina pidiendo limosna; Nina con un riffeño!...
—Bueno—exclamó al fin con súbito arranque—. Pues viva Nina, y viva con su moro, y con toda la morería de Argel, y véala yo, y vuelva a casa, aunque se traiga al africano metido en la cesta».
Echose a reír D. Romualdo, y explicando el cuándo y cómo de conocer a Benina, dijo que por un amigo suyo, coadjutor en San Andrés, clérigo de mucha ilustración y humanista muy aprovechado, que picaba en las lenguas orientales, había conocido al árabe Almudena. Con él vio a una mujer que le acompañaba, de la cual le dijeron que a una señora viuda servía, andaluza por más señas, habitante en la calle Imperial. «No pude menos de relacionar estas referencias con la señora Doña Francisca Juárez, a quien yo no había tenido el gusto de ver todavía, y hoy, al oír a usted lamentarse de la desaparición de su criada, pensé y dije para mí: «Si la mujer que se ha perdido es la que yo creo, busquemos el caldero y encontraremos la soga; busquemos al moro, y encontraremos a la odalisca; digo, a esa que llaman ustedes...
—Benigna de Casia... de Casia, sí, señor, de donde viene la broma de que es parienta de Santa Rita».
Añadió el Sr. de Cedrón que, no por sus merecimientos, sino por la confianza con que le distinguían los fundadores del Asilo de ancianos y ancianas de la Misericordia, era patrono y mayordomo mayor del mismo; y como a él se dirigían las solicitudes de ingreso, no daba un paso por la calle sin que le acometieran mendigos importunos, y se veía continuamente asediado de recomendaciones y tarjetazos pidiendo la admisión. «Podríamos creer—añadió—, que es nuestro país inmensa gusanera de pobres, y que debemos hacer de la nación un Asilo sin fin, donde quepamos todos, desde el primero al último. Al paso que vamos, pronto seremos el más grande Hospicio de Europa... He recordado esto, porque mi amigo Mayoral, el cleriguito aficionado a letras orientales, me habló de recoger en nuestro Asilo a la compañera de Almudena.
—Yo le suplico a usted, mi Sr. D. Romualdo—dijo Doña Francisca enteramente trastornada ya—, que no crea nada de eso; que no haga ningún caso de las Beninas figuradas que puedan salir por ahí, y se atenga a la propia y legítima Nina; a la que va de asistenta a su casa de usted todas las mañanas, recibiendo allí tantos beneficios, como los he recibido yo por conducto de ella. Esta es la verdadera; esta la que hemos de buscar y encontraremos con la ayuda del Sr. de Cedrón y de su digna hermana Doña Josefa, y de su sobrina Doña Patros... Usted me negará que la conoce, por hacer un misterio de su virtud y santidad; pero esto no le vale, no señor. A mí me consta que es usted santo, y que no quiere que le descubran sus secretos de caridad sublime; y como me consta, lo digo. Busquemos, pues, a Nina, y cuando a mi compañía vuelva, gritaremos las dos: ¡Santo, santo, santo!».
Sacó en limpio de esta perorata el Sr. de Cedrón que Doña Francisca Juárez no tenía la cabeza buena; y creyendo que las explicaciones y el contender sobre lo mismo no atenuarían su trastorno, puso punto final en aquel asunto, y se despidió, quedando en volver al día siguiente para el examen de papeles, y la entrega, mediante recibo en regla, de las cantidades devengadas ya por los herederos.
Duró largo rato la despedida, porque tanto Doña Paca como Frasquito repitieron, en el tránsito desde la salita a la escalera, sus expresiones de gratitud como unas cuarenta veces, con igual número de besos, más bien más que menos, en la mano del sacerdote. Y cuando desapareció por las escaleras abajo el gran Cedrón, y se vieron solos de puerta adentro la dama rondeña y el galán de Algeciras, dijo ella: «Frasquito de mi alma, ¿es verdad todo esto?
—Eso mismo iba yo a preguntar a usted... ¿Estaremos soñando? ¿Usted qué cree?
—¿Yo?... no sé... no puedo pensar... Me falta la inteligencia, me falta la memoria, me falta el juicio, me falta Nina.
—A mí también me falta algo... No sé discurrir.
—¿Nos habremos vuelto tontos o locos?...
—Lo que yo digo: ¿por qué nos niega D. Romualdo que su sobrina se llama Patros, que le proponen para Obispo, y que le regalaron un conejo?
—Lo del conejo no lo negó... dispense usted. Dijo que no se acordaba.
—Es verdad... ¿Y si ahora, el D. Romualdo que acabamos de ver nos resultase un ser figurado, una creación de la hechicería o de las artes infernales... vamos, que se nos evaporara y convirtiera en humo, resultando todo una ilusión, una sombra, un desvarío?...
—¡Señora, por la Virgen Santísima!
—¿Y si no volviese más?
—¡Si no volviese!... ¡Que no vuelve, que no nos entregará la... los...!».
Al decir esto, la cara fláccida y desmayada del buen Frasquito expresaba un terror trágico. Se pasó la mano por los ojos, y lanzando un graznido, cayó en el sillón con un accidente cerebral, semejante al de la noche lúgubre, entre las calles de Irlandeses y Mediodía Grande.