Por la noche llegó Hilaria, que se inauguró dando a Doña Francisca un recado de Juliana, el cual parecía más bien una orden. Decía su prima que no pensara la señora en hacer más compras, y que cuando notase la falta de alguna cosa necesaria, le avisase a ella, que sabía como nadie tratar el género, y sacarlo bueno y arreglado. Ítem: que reservase la señora la mitad lo menos del dinero de la pensión, para ir desempeñando las infinitas prendas de ropa y objetos diversos que estaban en Peñíscola, dando la preferencia a las papeletas cuyo vencimiento estuviese al caer, y así en pocos meses podría recobrar sin fin de cosas de mucha utilidad. Celebró Doña Paca la feliz advertencia de Juliana, que era la previsión misma, y ofreció seguirla puntualmente, o más bien obedecerla. Como tenía la cabeza tan mareada, efecto de los inauditos acontecimientos de aquellos días, de la ausencia de Benina, y ¿por qué no decirlo? del olor de las flores que embalsamaban la casa, no le había pasado por las mientes el revisar las resmas de papeletas que en varios cartapacios guardaba como oro en paño. Pero ya lo haría, sí señora, ya lo haría... y si Juliana quería encargarse de comisión tan fastidiosa como el desempeñar, mejor que mejor. Contestó la nueva cocinera que lo mismo servía ella para el caso que su prima, y acto continuo empezó a disponer la cena, que fue muy del gusto de Doña Paca y de Obdulia.
Al día siguiente se agregó a la familia la doncella; y tan necesarios creían hija y madre sus servicios, que ambas se maravillaban de haber vivido tanto tiempo sin echarlos de menos. El éxito de Daniela el primer día fue, pues, tan franco y notorio como el de Hilaria. Todo lo hacía bien, con arte y presteza, adivinando los gustos y deseos de las señoras para satisfacerlos al instante. ¡Y qué buenos modos, qué dulce agrado, qué humildad y ganas de complacer! Diríase que una y otra joven trabajaban desafiadas y en competencia, apostando a cuál conquistaría más pronto la voluntad de sus amas. Doña Francisca estaba en sus glorias, y lo único que la afligía era la estrechez de la habitación, en la cual las cuatro mujeres apenas podían revolverse.
Juliana, la verdad sea dicha, no vio con buenos ojos la entrada de la doncella, que maldita la falta que hacía; pero por no chocar tan pronto, no dijo nada, reservándose el propósito de plantarla en la calle cuando se consolidase un poco más el dominio que había empezado a ejercer. En otras materias aconsejó y llevó a la práctica disposiciones tan atinadas, que la misma Obdulia hubo de reconocerla como maestra en arte de gobierno. Ocupábanse además en buscarles casa; pero con tales condiciones de comodidad, ventilación y baratura la quería, que no era fácil decidirse hasta no revolver bien todo Madrid. Claro es que Frasquito ya se había ido con viento fresco a su casa de pupilos (Concepción Jerónima, 37), y tan contento el hombre. No tenía Doña Paca habitación para él, y aun acomodarle en el pasillo habría sido difícil, por estar lleno de plantas tropicales y alpestres; además, no era pertinente ni decoroso que un señor reputado por elegante y algo calavera, viviese en compañía de cuatro mujeres solas, tres de las cuales eran jóvenes y bonitas. Fiel a la estimación que a Doña Francisca debía, la visitaba Ponte diariamente mañana y tarde, y un sábado anunció para el siguiente domingo la excursión al Pardo, en que se proponía reverdecer sus aficiones y habilidades caballerescas.
¡Con qué placer y curiosidad salieron las cuatro al balcón prestado del vecino para ver al jinete! Pasó muy gallardo y tieso en un caballote grandísimo, y saludó y dio varias vueltas, parando el caballo y haciendo mil monerías. Agitaba Obdulia su pañuelo, y Doña Paca, en la efusión de su amistoso cariño, no pudo menos de gritarle desde arriba: «Por Dios, Frasquito, tenga mucho cuidado con esa bestia, no vaya a tirarle al suelo y a darnos un disgusto».
Picó espuelas el diestro jinete, trotando hacia la calle de Toledo para tomar la de Segovia y seguir por la Ronda hasta incorporarse con sus amigos en la Puerta de San Vicente. Cuatro jóvenes de buen humor formaban con Antonio Zapata la partida de ciclistas en aquella excursión alegre, y en cuanto divisaron a Ponte y su gigantesca cabalgadura, saludáronle con vítores y cuchufletas. Antes de partir en dirección a la Puerta de Hierro, hablaron Frasquito y Zapata del asunto que principalmente les reunía, diciendo este que al fin, con no pocas dificultades, había conseguido la orden para que fuesen puestos en libertad Benina y su moro. Partieron gozosos, y a lo largo de la carretera empezó el match entre el jinete del caballo de carne y los del de hierro, animándose y provocándose recíprocamente con alegres voces e imprecaciones familiares. Uno de los ciclistas, que era campeón laureado, iba y venía, adelantándose a los otros, y todos corrían más veloces que el jamelgo de Frasquito, quien tenía buen cuidado de no hacer locuras, manteniéndose en un paso y trote moderados.
Nada les ocurrió en el viaje de ida. Reunidos allá con Polidura y otros amigos pedestres, que habían salido con la fresca, almorzaron gozosos, pagando por mitad, según convenio, Frasquito y Antonio; visitaron rápidamente el recogimiento de pobres, sacaron a los cautivos, y a la tarde se volvieron a Madrid, echando por delante a Benina y Almudena. No quiso Dios que la vuelta fuese tan feliz como la ida, porque uno de los ciclistas, llamado, y no por mal nombre, Pedro Minio, de la piel del diablo, había empinado el codo más de la cuenta en el almuerzo, y dio en hacer gracias con la máquina, metiéndose y sacándose por angosturas peligrosas, hasta que en uno de aquellos pasos fue a estrellarse contra un árbol, y se estropeó una mano y un pie, quedándose inutilizado para continuar pedaleando. No pararon aquí las desdichas, y más acá de la Puerta de Hierro, ya cerca de los Viveros, el corcel de Frasquito, que sin duda estaba ya cargado del vertiginoso girar con que las bicicletas pasaban y repasaban delante de sus ojos, sintiéndose además mal gobernado, quiso emanciparse de un jinete ridículo y fastidioso. Pasaron unas carretas de bueyes con carga de retama y carrasca para los hornos de Madrid, y ya fuera que se espantase el jaco, ya que fingiera el espanto, ello es que empezó a dar botes y más botes, hasta que logró despedir hacia las nubes a su elegante caballero. Cayó el pobre Ponte como un saco medio vacío, y en el suelo se quedó inmóvil, hasta que acudieron sus amigos a levantarle. Herida no tenía, y por fortuna tampoco sufrió golpe de cuidado en la cabeza, porque conservaba su conocimiento, y en cuanto le pusieron en pie empezó a dar voces, rojo como un pavo, apostrofando al carretero que, según él, había tenido la culpa del siniestro. Aprovechando la confusión, el caballo, ansioso de libertad, escapó desbocado hacia Madrid, sin dejarse coger de los transeúntes que lo intentaron, y en pocos minutos Zapata y sus amigos le perdieron de vista.
Ya habían traspuesto Benina y Almudena, en su tarda andadura, la línea de los Viveros, cuando la anciana vio pasar veloz como el viento, el jamelgo de Ponte, y comprendió lo que había pasado. Ya se lo temía ella, porque no estaba Frasquito para tales bromas, ni su edad le consentía tan ridículos alardes de presunción. Mas no quiso detenerse a saber lo cierto del lance, porque anhelaba llegar pronto a Madrid para que descansase Almudena, que sufría de calenturas y se hallaba extenuado. Paso a paso avanzaron en su camino, y en la Puerta de San Vicente, ya cerca de anochecido, sentáronse a descansar, esperando ver pasar a los expedicionarios con la víctima en una parihuela. Pero no viéndoles en más de media hora que allí estuvieron, continuaron su camino por la Virgen del Puerto, con ánimo de subir a la calle Imperial por la de Segovia. En lastimoso estado iban los dos: Benina descalza, desgarrada y sucia la negra ropa; el moro envejecido, la cara verde y macilenta; uno y otro revelando en sus demacrados rostros el hambre que habían padecido, la opresión y tristeza del forzado encierro en lo que más parece mazmorra que hospicio.
No podía apartar la Nina de su pensamiento la imagen de Doña Paca, ni cesaba de figurarse, ya de un modo, ya de otro, el acogimiento que en su casa tendría. A ratos esperabaser recibida con júbilo; a ratos temía encontrar a Doña Francisca furiosa por el aquel de haber ella pedido limosna, y, sobre todo, por andar con un moro. Pero nada ponía tanta confusión y barullo en su mente como la idea de las novedades que había de encontrar en la familia, según Antonio con vagas referencias le dijera al salir del Pardo. ¡Doña Paca, y él, y Obdulia eran ricos! ¿Cómo? Ello fue cosa súbita, traída de la noche a la mañana por D. Romualdo... ¡Vaya con Don Romualdo! Le había inventado ella, y de los senos obscuros de la invención salía persona de verdad, haciendo milagros, trayendo riquezas, y convirtiendo en realidades los soñados dones del Rey Samdai ¡Quia! Esto no podía ser. Nina desconfiaba, creyendo que todo era broma del guasón de Antoñito, y que en vez de encontrar a Doña Francisca nadando en la abundancia, la encontraría ahogándose, como siempre, en un mar de trampas y miserias.