HISTORIA CASI INVEROSÍMIL DE JOSHÉ CRACASCH
Los dos días siguientes estuvo lloviendo y se pasó la partida en la venta haciendo algunos reconocimientos por los alrededores. Ni Zalacaín ni Bautista vieron al cura. Sin duda éste no se presentaba más que en las circunstancias graves.
Como era natural entre tanta gente inactiva, se pasaron las horas al lado del fuego hablando y contando diversos episodios y aventuras.
Había en la partida un muchacho de Tolosa, muy melancólico, cuyas únicas ocupaciones eran mirarse a un espejito de mano y tocar el acordeón. Este muchacho se llamaba José Cacochipi y algunos, a sus espaldas, le decían José Cracasch o sea en castellano José Manchas.
Martín y Bautista le preguntaron varias veces qué le pasaba para estar tan triste, si es que le dolían las muelas, si tenía las digestiones lentas, disgustos de familia o algún desorden en la vejiga; a todas estas preguntas contestaba Cacochipi, alias Cracasch, diciendo que no le pasaba nada, pero suspiraba como si le ocurrieran todas esas calamidades al mismo tiempo.
Como el tal Cacochipi constituía un misterio, Martín preguntó a Dantchari, el Estudiante, si por ser tolosano sabía la historia de su conterráneo y amigo, y el exseminarista dijo:
—Si no le decís nada, os contaré la historia de Joshé, pero habéis de prometerme no burlaros de él.
—No nos burlaremos de él ni le diremos nada.
Dantchari hablaba en castellano con esa pedantería clásica de los curas y seminaristas, que creen indispensable, para mayor claridad, decir de cuando en cuando alguna palabra en latín entre personas que ignoran en absoluto este idioma.
—Pues habéis de saber—dijo Dantchari—que José Cacochipi, el hijo menor de André Anthoni la confitera, ha sido conocido siempre, urbi et orbe por el apodo de Joshé Cracasch.
Este apodo lo tenía muy merecido porque Joshé era hace años, y aun hace meses, el mozo más abandonado de la ciudad y de los contornos; así que todo el pueblo, némine discrepante, lo apodaba Cracasch.
Joshé no ha tenido hasta hace poco más pasión que la música.
Quisieron hacerle estudiar para cura y ordenarle in sacris, pero fué imposible.
Se puede decir de él que es músico per se y hombre per accidens.
Durante muchos años se ha pasado ocho o nueve horas en el piano haciendo ejercicios y, como no ha tenido alma más que para la música, en todo lo demás ha sido un descuidado horrible.
Llevaba el traje lleno de lamparones, la boina sucia, el pelo largo, se olvidaba la corbata. Era una verdadera calamidad.
Por eso se le llamaba Joshé Cracasch, y a él no sólo no le ofendía el apodo, sino que le hacía gracia; en cambio su madre, André Anthoni, se ponía como una fiera cuando oía que a su hijo le daban este mote.
Hará un año próximamente que un indiano rico llamado Arizmendi, y que dicen que ha sido pirata… yo no lo sé, relata refero, llegó al pueblo. Como digo, este señor le preguntó al párroco:
—¿Qué profesor de música le podría yo poner a mi chico?
—El mejor, José Cacochipi—contestó el cura.
Le hablaron a Cracasch y éste se encogió de hombros y dijo que bueno. Su madre le preparó ropa limpia y le advirtió que tuviera cuidado con lo que decía y que fuera prudente, pues la colocación podía ser un modus vivendi para él. Cracasch prometió ser prudentísimo.
Llegó el primer día a casa de Arizmendi y preguntó por el amo.
Salió a abrirle una muchacha, y poco después se presentó un señor. La muchacha le dijo que dejara la boina en el colgador.
—¿Para qué?—replicó Joshé—y luego, dirigiéndose al señor, le preguntó:—¿Es la criada, eh?
—No, esta señorita es mi hija—contestó fríamente el señor Arizmendi.
Cracasch comprendió que había dado un tropiezo y para enmendarlo, dijo:
—Es muy guapa. ¡Ya se parece a usted, ya!
—No. Si es hijastra mía—contestó el señor Arizmendi.
—Ja, ja… ¡qué risa!… Ya tendrá novio, eh.
Cacochipi fué a dar en un punto que preocupaba a la familia, pues la muchacha tenía amores, a disgusto de los padres, con un primo.
El señor Arizmendi le dijo que no hiciera más preguntas impertinentes, que ya sabía que era medio bobo, pero que aprendiese a reportarse.
Joshé, muy extrañado con tal exabrupto, fué al cuarto del chico, donde dió su primera lección de solfeo. Aquellas palabras duras del señor Arizmendi, más que ofender le extrañaron. Joshé no tenía ninguna malicia, toda su vida la había pasado pensando en la música, y de otras cosas nada sabía.
A Cacochipi, que estuvo varias veces invitado a comer con la familia de Arizmendi, le chocaba la tristeza del padre y de la madre y de las hermanas y quiso alegrarles un poco; porque, como dice el profano: Omissis curis, jucunde vivendum esse; lo cual quiere decir que se debe vivir alegremente y sin cuidados.
Lo primero que se le ocurrió a Cracasch, un día que se le figuró que ya tenía confianza con la familia de Arizmendi, fué, a los postres, imitar el ruido del tren; luego intentó cantar una canción que en la taberna tenía mucho éxito. En esta canción se hace como si se tocara la flauta y el bombo, y como si se comiera en una cazuela, y luego medio se desnuda uno mientras canta. Joshé creía que, cuando él se quitara la chaqueta y el chaleco, toda la familia rompería a reir a carcajadas, pero fué todo lo contrario, porque el señor Arizmendi, mirándole con ojos terribles, le dijo:
—Bueno, Cacochipi: póngase usted el chaleco y no vuelva usted a quitárselo delante de nosotros.
Joshé se quedó frío, y no precisamente por la falta del chaleco.
—A esta gente no les hace gracia nada—murmuró.
Un día, apareció a dar la lección con la cara pintada con varios lunares y no hizo efecto; otro, ayudado por su discípulo, ató los cubiertos a la mesa… y nada.
—¿Qué tal, Cracasch?—le preguntaba alguno en la calle—. ¿Cómo va la familia de Arizmendi?
—¡Ah! Es una gente que nada le gusta.—contestaba él—. Se hacen cosas bonitas para divertirles… y nada.
El día de Carnaval, Joshé Cracasch tuvo una idea de las suyas y fué convencer a su discípulo para que sacara los trajes de su madre y de una hermana. Se disfrazarían los dos y darían a la familia Arizmendi una broma graciosísima.
—Ahora sí que se van a reir—decía Cacochipi en su interior.
El chico no se anduvo en retóricas y el domingo de Carnaval tomó los mejores trajes que encontró y fué con ellos a la confitería. Maestro y discípulo se pusieron las prendas femeninas, y armados de sendas escobas, fueron a la puerta de la iglesia.
Al salir Arizmendi con su mujer y sus hijas de misa, Cacochipi y su discípulo cayeron sobre ellos y les dieron un sin fin de apretones y de golpes; Joshé recordó a Arizmendi que tenía dentadura postiza, a su mujer que se ponía añadidos y a la hija mayor el novio con quien había reñido, y después de otra porción de cosas igualmente oportunas se marcharon las dos máscaras dando brincos.
Al día siguiente, cuando se presentó en casa de Arizmendi, pensó
Cracasch:
—Nada, van a felicitarme por la broma de ayer.
Entró y le pareció que todo el mundo estabaserio. De pronto, se le acercó Arizmendi y con voz más que severa, iracunda, en un terrible ab irato, le dijo:
—No vuelva usted a poner los pies en mi casa. ¡Imbécil! Si no fuera usted un idiota, le echaría a puntapiés.
—Pero ¿por qué?—preguntó José.
—¿Y lo pregunta usted todavía, majadero? Cuando no se sabe portarse como una persona, no se debe alternar con los demás. Yo creía que era usted un estúpido, pero no tanto.
Cacochipi, por primera vez en su vida, se sintió ofendido. Se encerró en su casa y empezó a pensar en la Celedonia, la segunda hija de Arizmendi y en la voz suave y la eloquendi suavitatem con que le saludaba por las mañanas cuando le decía:
—Buenos días, Joshé.
Cacochipi se convenció de que, como le había dicho Arizmendi, era un estúpido y de que además estaba enamorado. Estos dos convencimientos le impulsaron a mudarse de traje, a cortarse el pelo, a ponerse una boina nueva y a no permitir que nadie le llamara Cracasch.
—Oye, Cracasch—le decía alguno en la calle.
—¡Hombre! Creo que me has llamado Cracasch—decía él.
—Sí, ¿y qué?
—Que no quiero que me vuelvas a llamar así.
—Pero hombre, Cracasch…
—Toma—y Joshé empezaba a puñetazos y a golpes.
En poco tiempo Joshé borró su apodo de Cracasch. La Celedonia Arizmendi había notado la transformación de Joshé y sabía la parte que en este cambio le correspondía a ella. Joshé veía que la muchacha le miraba con buenos ojos; pero era tan tímido que nunca se hubiera atrevido a decirle nada.
Llevaban sus amores el camino de pasar a la historia sin llegar al primer capítulo, cuando el hijo de un boticario se encargó de darles una solución.
Quería burlarse de Joshé y escribió una carta de amor grotesca a la hija de Arizmendi, firmando Joshé Cracasch.
La chica le envió la carta a Joshé diciéndole que se querían burlar de él, pero que ella le estimaba y que pasara por delante de su casa y que hablarían.
Joshé fué y vió a la muchacha y le dió las buenas tardes y no se le ocurrió más; ella le preguntó si su madre, André Anthoni, estaba buena, él la contestó que sí y entonces ella le dijo:
—Hasta mañana, Joshé.
—Adiós.
Cacochipi quedó como embobado; necesitaba respirar, tomar aire y salió de Tolosa y tomó el camino de Anoeta y pasó Anoeta y luego Irura y cruzó Villabona y fué andando, andando, hasta que se topó con la partida del Cura, que iba a conquistar, viribus et armís, la gloria. Uno de la partida le dió el alto y le hizo descender de las sublimidades amatorio-musicales en que se hallaba sumido, presentándole el sencillo dilema de recibir una paliza o de venirse con nosotros.
José Cacochipi, por muy aficionado que sea a la música, no ha querido que solfeen sobre él y ya hace un mes que está en la partida.
Tal era la historia de Joshé Cracasch, que contó Dantchari, el
Estudiante, con algunos latinajos más de los que pone el autor.