LAS TRES ROSAS DEL CEMENTERIO DE ZARO
Zaro es un pueblo pequeño, muy pequeño, asentado sobre una colina. Para llegar a él se pasa por un camino, en algunas partes muy hondo, al cual los arbustos frondosos forman en verano un túnel.
A la entrada de Zaro, como en otros pueblos vasco-franceses, hay una gran cruz de madera, muy alta, pintada de rojo, con diversos atributos de la pasión: un gallo, las tenazas, la lanza y los clavos. Estas cruces bárbaras, con estrellas y corazones grabados en negro, dan un carácter sombrío y trágico a las aldeas vascas.
En el vértice del cerro donde se asienta Zaro, en medio de una plazoleta, estrecha y larga, se yergue un inmenso nogal copudo, con el grueso tronco rodeado por un banco de piedra.
Una de las caras que forman la plaza es grande, con pórtico espacioso, alero avanzado y varias ventanas cubiertas por persianas verdes. Sobre el escudo que se ostenta en el arco de la puerta, se ve escrita la fecha en que se edificó la casa, y unas palabras en latín indicando quién la hizo:
Bacalareus presbiterus Urbide
Hoc domicilium fecit in lapide.
En un extremo de la plazoleta se levanta la iglesia, pequeña, humilde, con su atrio, su campanario y su tejadillo de pizarra.
Rodeándola, sobre una tapia baja, se extiende el cementerio.
En Zaro hay siempre un silencio absoluto, casi únicamente interrumpido por la voz cascada del reloj de la iglesia, que da las horas de una manera melancólica, con un tañido de lloro.
En el reloj de la torre de otro pueblo vasco, en Urruña, se lee escrita esta triste sentencia: Vulnerant omnes, ultima necat. Todas hieren, la última acaba. Mejor todavía la triste sentencia podría estar escrita en el reloj de la torre de Zaro.
En el cementerio, alrededor de la iglesia, entre las cruces de piedra, brillan durante la primavera rosales de varios colores, rojos, amarillos, y azucenas blancas de aspecto triste.
Desde este cementerio se ve un valle extensísimo, un paisaje amable y pastoril. El grave silencio que reina en el camposanto, apenas lo turbian los débiles rumores de la vida del pueblo.
De cuando en cuando, se oye el chirriar de una puerta, el tintineo del cencerro de las vacas, la voz de un chiquillo, el zumbido de los moscones… y, de cuando en cuando, se oye también el golpe del martillo del reloj, voz de muerte apagada, sombría, que tiene en el valle un triste eco.
Tras de estas campanadas fatídicas, el silencio que viene después parece un tierno halago.
Como protesta de la eterna vida, en el mismo camposanto las malas hierbas crecen vigorosas, extienden sus vástagos robustos por el suelo y dan un olor acre en el crepúsculo, tras de las horas de sol; pían los pájaros con algarabía estrepitosa y los gallos lanzan al aire su cacareo valiente, como un desafío.
La vista alcanza desde allá un extenso panorama de líneas suaves, de intenso verdor, sin rocas adustas, sin matorrales sombríos, sin nada duro y salvaje. Los pueblecillos blancos duermen sobre las heredades, las carretas rechinan en los caminos, los labradores trabajan con sus bueyes en los campos, y la tierra, fértil y húmeda, reposa bajo la gran sonrisa del cielo y la inmensa piedad del sol…
En el cementerio de Zaro hay una tumba de piedra, y en la misma cruz escrito con letras negras dice en vasco:
AQUÍ YACE MARTÍN ZALACAÍN MUERTO A LOS 24 AÑOS
EL 29 DE FEBRERO DE 1876
Una tarde de verano, muchos, muchos años después de la guerra, se vió entrar en el mismo día en el cementerio de Zaro a tres viejecitas vestidas de luto.
Una de ellas era Linda; se acercó al sepulcro de Zalacaín y dejó sobre él una rosa negra; la otra era la señorita de Briones, y puso una rosa roja. Catalina, que iba todos los días al cementerio, vió las dos rosas en la lápida de su marido y las respetó y depositó junto a ellas una rosa blanca.
Y las tres rosas duraron mucho tiempo lozanas sobre la tumba de
Zalacaín.