LOS RECIÉN CASADOS ESTÁN CONTENTOS
Catalina no fué inflexible. Pocos días después, Martín recibió una carta de su hermana. Decía la Ignacia que Catalina estaba en su casa, en Zaro, desde hacía algunos días. Al principio no había querido oir hablar de Martín, pero ahora le perdonaba y le esperaba.
Martín y Bautista se presentaron en Zaro inmediatamente, y los novios se reconciliaron.
Se preparó la boda. ¡Qué paz se disfrutaba allí, mientras se mataban en España! La gente trabajaba en el campo. Los domingos, después de la misa, los aldeanos endomingados, con la chaqueta al hombro, se reunían en la sidrería y en el juego de pelota; las mujeres iban a la iglesia, con un capuchón negro, que rodeaba su cabeza. Catalina cantaba en el coro y Martín la oía, como en la infancia, cuando en la iglesia de Urbia entonaba el Aleluya.
Se celebró la boda, con la posible solemnidad, en la iglesia de Zaro y luego la fiesta en la casa de Bautista.
Hacía todavía frío, y los aldeanos amigos se reunieron en la cocina de la casa, que era grande, hermosa y limpia. En la enorme chimenea redonda se echaron montones de leña, y los invitados cantaron y bebieron hasta bien entrada la noche, al resplandor de las llamas. Los padres de Bautista, dos viejecitos arrugados, que hablaban solo vascuence, cantaron una canción monótona de su tiempo, y Bautista lució su voz y su repertorio completo y cantó una canción en honor de los novios.
Ezcon berriyac pozquidac daudé pozquidac daudé eguin diralaco gaur alcarren jabé clizan.
(Los recién casados están muy alegres, porque hoy se han hecho dueños, uno de otro, en la iglesia.)
La fiesta acabó, con la mayor alegría, a la media noche, en que se retiraron todos.
Pasada la luna de miel, Martín volvió a las andadas. No paraba, iba y venía de España a Francia, sin poder reposar.
Catalina deseaba ardientemente que acabara la guerra é intentaba retener a Martín a su lado.
—Pero, ¿qué quieres más?—le decía—.¿No tienes ya bastante dinero?
¿Para qué exponerte de nuevo?
—Si no me expongo—replicaba Martín.
Pero no era verdad, tenía ambición, amor al peligro y una confianza ciega en su estrella. La vida sedentaria le irritaba.
Martín y Bautista dejaban solas a las dos mujeres y se iban a España. Al año de casada, Catalina tuvo un hijo, al que llamaron José Miguel, recordando Martín la recomendación del viejo Tellagorri.