DonDE LA HISTORIA MODERNA REPITE EL HECHO DE LA HISTORIA ANTIGUA
Fueron Martín y Catalina en su carricoche a Saint Jean Pied de Port. Todo el grueso del ejército carlista entraba, en su retirada de España, por el barranco de Roncesvalles y por Valcarlos. Una porción de comerciantes se había descolgado por allí, como cuervos al olor de la carne muerta, y compraban hermosos caballos por diez o doce duros, espadas, fusiles y ropas a precios ínfimos.
Era un poco repulsivo ver esta explotación, y Martín, sintiéndose patriota, habló de la avaricia y de la sordidez de los franceses. Un ropavejero de Bayona le dijo que el negocio es el negocio y que cada cual se aprovechaba cuando podía.
Martín no quiso discutir. Preguntaron Catalina y el a varios carlistas de Urbia por Ohando, y uno le indico que Carlos, en compañía del Cacho, había salido de Burguete muy tarde, porque estaba muy enfermo.
Sin atender a que fuera o no prudente, Martín tomó el carricoche por el camino de Arneguy; atravesaron este pueblecillo que tiene dos barrios, uno español y otro francés, en las orillas de un riachuelo, y siguieron hasta Valcarlos.
Catalina, al ver aquel espectáculo, quedó horrorizada. La estrecha carretera era un campo de desolación. Casas humeando aún por el incendio, árboles rotos, zanjas, el suelo sembrado de municiones de guerra, cajas, correas de artillería, bayonetas torcidas, instrumentos musicales de cobre aplastados por los carros.
En la cuneta de la carretera se veía a un muerto medio desnudo, sin botas, con el cuerpo cubierto por hojas de helechos; el barro le manchaba la cara.
En el aire gris, una nube de cuervos avanzaba en el aire, siguiendo aquel ejército funesto, para devorar sus despojos.
Martín, atendiendo a la impresión de Catalina, volvió prudentemente hasta llegar de nuevo al barrio francés de Arneguy. Entraron en la posada. Allí estaba el extranjero.
—¿No le decía a usted que nos veríamos todavía?—dijo éste.
—Sí. Es verdad.
Martín presentó a su mujer al periodista y los tres reunidos esperaron a que llegaran los últimos soldados.
Al anochecer, en un grupo de seis o siete, apareció Carlos Ohando y el
Cacho.
Catalina se acercó a su hermano con los brazos abiertos.
—¡Carlos! ¡Carlos!—gritó.
Ohando quedó atónito al verla; luego con un gesto de ira y de desprecio añadió:
—Quítate de delante. ¡Perdida! ¡Nos has deshonrado!
Y en su brutalidad escupió a Catalina en la cara. Martín, cegado, saltó como un tigre sobre Carlos y le agarró por el cuello.
—¡Canalla! ¡Cobarde!—rugió—. Ahora mismo vas a pedir perdón a tu hermana.
—¡Suelta! ¡Suelta!—exclamó Carlos ahogándose.
—¡De rodillas!
—¡Por Dios, Martín ¡Déjale!—gritó Catalina—. ¡Déjale!
—No, porque es un miserable, un canalla cobarde, y te va a pedir perdón de rodillas.
—No—exclamó Ohando.
—Sí—y Martín le llevó por el cuello, arrastrándole por el barro, hasta donde estaba Catalina.
—No sea usted bárbaro—exclamó el extranjero—. Déjelo usted.
—¡A mí, Cacho! ¡A mí!—gritó Carlos ahogadamente.
Entonces, antes de que nadie lo pudiera evitar, el Cacho, desde la esquina de la posada, levantó su fusil, apuntó; se oyó una detonación, y Martín, herido en la espalda, vaciló, soltó a Ohando y cayó en la tierra.
Carlos se levantó y quedó mirando a su adversario. Catalina se lanzó sobre el cuerpo de su marido y trató de incorporarle. Era inútil.
Martín tomó la mano de su mujer y con un esfuerzo último se la llevó a los labios—. ¡Adiós!—murmuró débilmente, se le nublaron los ojos y quedó muerto.
A lo lejos, un clarín guerrero hacía temblar el aire de Roncesvalles.
Así se habían estremecido aquellos montes con el cuerno de Rolando.
Así hacía cerca quinientos años había matado también a traición Velche de Micolalde, deudo de los Ohando, a Martín López de Zalacaín.
Catalina se desmayó al lado del cadáver de su marido. El extranjero con la gente de la fonda le atendieron. Mientras tanto, unos gendarmes franceses persiguieron al Cacho, y viendo que éste no se detenía, le dispararon varios tiros hasta que cayó herido.
El cadáver de Martín se llevó al interior de la posada y estuvo toda la noche rodeado de cirios. Los amigos no cabían en la casa. Acudieron a rezar el oficio de difuntos el abad de Roncesvalles y los curas de Arneguy, de Valcarlos y de Zaro.
Por la mañana se verificó el entierro. El día estaba claro y alegre. Se sacó la caja y se la colocó en el coche que habían mandado de San Juan del Pie del Puerto. Todos los labradores de los caseríos propiedad de los Ohandos estaban allí; habían venido de Urbia a pie para asistir al entierro. Y presidieron el duelo Briones, vestido de uniforme, Bautista Urbide y Capistun el americano.
Y las mujeres lloraban.
—Tan grande como era—decían—. ¡Pobre! ¡Quién había de decir que tendríamos que asistir a su entierro, nosotros que le hemos conocido de niño!
El cortejo tomó el camino de Zaro y allí tuvo fin la triste ceremonia.
Meses después, Carlos Ohando entró en San Ignacio de Loyola; el Cacho estuvo en el hospital, en donde le cortaron una pierna, y luego fué enviado a un presidio francés; y Catalina, con su hijo, marchó a Zaro a vivir al lado de la Ignacia y de Bautista.