Pío Baroja
Se despertó Garraiz, y salió de la choza; tomó el sendero que corría por el borde mismo del precipicio y bajó a un descampado del monte, en donde iba a preparar un horno de carbón.
Comenzaba el día; pálidos resplandores iban surgiendo en el Oriente; como hebras de oro en un mar sombrío se destacaban los primeros rayos del sol al herir las nubes.
Sobre los valles se extendía la niebla compacta y densa, como un sudario gris que se agitara con el viento.
Garraiz comenzó su trabajo. Empezó por recoger los troncos de le?a más gruesos que había en el suelo formando montones, y los colocó circularmente, dejando un vacío en el centro, luego fue poniendo otros más delgados sobre aquéllos, y sobre éstos, otros, y así continuó su obra, silbando un principio de canción que nunca concluía, sin sentir la soledad y el silencio que dominaban en el monte.
Mientras tanto, el sol ascendía y la niebla comenzaba a rasgarse; aquí se presentaba un caserío en medio de sus heredades, como ensimismado en su tristeza; allá, un campo de trigo ya amarillento que tenía sus olas como un peque?o mar; en las cumbres, las aliagas doradas brotaban entre las rocas y parecían reba?os que subían por el monte. Tendiendo la vista lejos se veía un laberinto de monta?as, como si fueran olas inmensas de un mar solidificado; en unas, la espuma parecía haberse trocado en la piedra calcárea que las coronaba; otras monta?as eran redondas, verdes, oscuras, como las olas del interior del mar.
Garraiz seguía trabajando y cantando su canción. Esa era su vida: apilar le?a, cubrirla luego con helechos y barro, y después pegarla fuego. Esa era la vida, no conocía otra.
Llevaba algunos a?os de carbonero. Tenía veinte, aunque él no sabía a punto fijo los a?os que contaba.
Cuando la sombra de una cruz de hierro que estaba clavada en la parte más alta del monte venía a dar en el sitio en que él trabajaba, Garraiz abandonaba su faena, e iba a comer a una borda, en donde la mujer del contratista les daba de comer a los carboneros.
Aquel día, como los demás, Garraiz bajó por una senda a la hondonada en que se veía la borda, una borda tosca de piedra, con una puerta y dos estrechas ventanas.
—Buenos días —dijo al entrar.
—?Hola, Garraiz! —le contestaron de dentro.
Se sentó junto a una mesa, y esperó. Una mujer le acercó un plato, y vertió en él el contenido de una olla que sacó de la lumbre. El carbonero comenzó a comer sin hablar nada, echando de cuando en cuando pedazos de pan de maíz a un perro que bullía entre sus piernas.
La mujer de la borda le contempló un momento, y después le dijo:
—Garraiz, ?sabes lo que decían ayer en el pueblo?
—No.
—Decían que tu prima Vicenta, tu novia, la que está en la ciudad, va a casarse. Garraiz levantó los ojos con indiferencia, y siguió comiendo.
—Otra cosa peor me han dicho a mí —a?adió uno de los carboneros.
—?Qué? —preguntó Garraiz.
—Que el hijo de Antón y tú habéis caído soldados.
Garraiz no replicó; pero su cara adusta se oscureció más. Se levantó de la mesa, llenó un cubo con brasas de la lumbre y volvió al sitio donde trabajaba; arrojó el fuego por el agujero del vértice del horno, y cuando vio las espirales de humo que comenzaban a salir lentamente, se sentó en el suelo al borde mismo del precipicio.
No, no sentía ni tristeza ni cólera porque su novia se casara; le era indiferente; lo que le exasperaba, lo que le llenaba su espíritu de una rabia sombría, era el pensar que le iban a arrancar de su monte aquellos de la llanura, a quienes no conocía, pero a quienes odiaba.
?Por qué? —se preguntaba él— iba a obligarle nadie a salir de allí??Por qué iba a defender a nadie cuando no le defendían a él? Y, sombrío e iracundo, empujaba con el pie las grandes piedras del borde del precipicio y las veía caer en el vacío, saltando aquí, rodando allá, arrancando arbustos, hasta desaparecer e irse al fondo del derrumbadero.
Cuando las llamas rompían la coraza de barro y de hierbas que las sujetaban, Garraiz cogía su larga pala, e iba tapando con barro los boquetes hechos por el fuego.
Y se deslizaban las horas, siempre iguales, siempre monótonas; la noche se acercaba, el sol descendía con lentitud entre nubes rojas, y el viento del anochecer comenzaba a balancear las copas de los árboles.
Se oía ese grito de los pastores para llevar al aprisco las ovejas, que parece una carcajada sardónica, larga y estridente; se entablaban diálogos entre las hojas y el viento; los hilos de agua al correr por entre las pe?as resonaban en el silencio del monte como voces del órgano en la nave solitaria de una iglesia.
Y la noche avanzaba y las sombras en masa subían del valle. Densas humaredas se escapaban del horno y a veces montones de chispas.
Garraiz contemplaba el abismo que se extendía ante él y, sombrío y taciturno, ense?aba el pu?o a aquel enemigo desconocido que tenía poder sobre él, y, para manifestarle su odio, tiraba hacia la llanura las grandes piedras del borde del precipicio.
英语
日语
韩语
法语
德语
意大利语
阿拉伯语
葡萄牙语
越南语
俄语
芬兰语
泰语
丹麦语
对外汉语

