Había una vieja casa en una callejuela que resistía sin ser derribada. Las otras casas eran nuevas, pero parecían no existir.
Un ni o que vivía enfrente estaba fascinado con tan solemne construcción: tenía la pintura desconchada, las puertas agrietadas, le faltaban tejas y cristales. En el jardín de entrada, la madreselva y ciertas florecillas salvajes crecían a su antojo formando una mara a.
El ni o imaginaba historias misteriosas del pasado cuando, de pronto, un viejo le saludó desde el balcón. El ni o pensó en la soledad del anciano y decidió regalarle un soldado de plomo. Pidió permiso a sus padres, y en pocos minutos subió la escalera acompa ado de un sirviente que le llevó hasta el anciano. Allí dentro se respiraban recuerdos y desolación. Pasa, muchacho , dijo el viejo. El chico le dio el soldado, y el viejo sonrió y le invitó a merendar. Se hicieron muy amigos.
Hasta que un inesperado día murió el anciano, y al poco tiempo la casa fue derribada y se construyó una nueva en su lugar. El ni o creció, se casó y casualmente se fue a vivir donde había estado la vieja casa. Un día estaba en el jardín y vio algo que sobresalía de la tierra. Era el soldado de plomo envuelto entre hojas y raíces. Sonrió y recordó al viejo y la casa, con emoción.
Aunque seamos muy modernos, el pasado siempre nos acompa a, nunca muere.