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西语阅读:《一千零一夜》连载二十七 a

时间:2011-10-12来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:西语阅读:《一千零一夜》连载二十七 a PERO CUANDO LLEG LA 299 NOCHE Ella dijo: ... advertimos que era un palacio de mucha altura, cuadrado, rodeado por slidas murallas y que tena una gran puerta de bano de dos hojas. Como es
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西语阅读:《一千零一夜》连载二十七 a

PERO CUANDO LLEGÓ LA 299 NOCHE

Ella dijo:

 

... advertimos que era un palacio de mucha altura, cuadrado, rodeado por sólidas murallas y que tenía una gran puerta de ébano de dos hojas. Como esta puerta estaba abierta y ningún portero la guardaba, la fran­queamos y penetramos en seguida en una inmensa sala tan grande co­mo un patio. Tenía por todo mobi­liario la tal sala enormes utensilios, de cocina y asadores de una longi­tud desmesurada; el suelo, por toda alfombra, montones de huesos, ya calcinados unos, otros sin quemar aún. Dentro reinaba un olor que perturbó en extremo nuestro olfato. Pero como estábamos extenúados de fatigo y miedo, nos dejamos caer cuan largos éramos y nos dormimos profundamente­

Ya se había puesto el sol, cuando nos sobresaltó un ruido estruendoso, despertándonos de repente; y vimot descender ante nosotros desde el te­cho a un ser negro con rostro hu­mano, tan alto como una palmera, y cuyo aspecto era más horrible que el de todos los monos reunidos. Te­nía los ojos rojos como dos tizones inflamados los dientes largos y sa­lientes como los colmillos de un cer­do, una boca enorme, tan grande como el brocal de un pozo, labios que le colgaban sobre el pecho, ore­jas movibles como las del elefante y que le cubrían los hombros, y uñas ganchudas cual las garras del león.

A su vista, nos llenamos de te­rror, y después nos quedamos rígi­dos como muertos. Pero él fue a sen­tarse en un banco alto adosado a la pared, y desde allí comenzó a exa­minarnos en silencio y con toda aten­ción uno a uno. Tras de lo cual se adelantó hacia nosotros, fue derecho a mí, prefiriéndome a los demás mercaderes, tendió la mano y me cogio de la nuca, cual podía cogarse un lío de trapos. Me dio vueltas y vuel­tas en todas direcciones, palpándo­me como palparía un carnicero cual­quier cabeza de carnero. Pero sin duda no debió encontrarme de su gusto, liquidado por el terror como yo estaba y con la grasa de mi piel disuelta por las fatigas del viaje y la pena. Entonces me dejó, echándo­me a rodar por el suelo, y se apoderó de mi vecino más próximo y lo ma­noseó, como me había manoseado a mí, para rechazarle luego y apode­rarse del siguiente. De este modo fue cogiendo uno tras de otro a to­dos los mercaderes, y le tocó ser el último en el turno al capitán del navio.

Aconteció que el capitán era un hombre gordo y lleno de carne, y naturalmente, era el más robusto y sólido de todos los hombres del na­vío. Así es que el espantoso gigante no dudó en fijarse en él al elegir: le cogio entre su manos cual un car­nicero cogería un cordero, le derribó en tierra, le puso un pie en el cuello y le desnucó con un solo golpe. Em­puñó entonces uno de los inmensos asadores en cuestion y se lo intro­dujo por la boca haciéndolo salir por el ano. Entonces encendió mucha leña en el hogar que había en la sala, puso entre las llamas al capitán en­sartado, y comenzó a darle vueltas lentamente hasta que estuvo en sa­zón. Le retiró del fuego entonces y empezo a trincharle en pedazos, co­mo si se tratara de un pollo, sirvién­dose para el caso de sus uñas. Hecho aquello le devoró en un abrir y ce­rrar de ojos. Tras de lo cual chupó los huesos, vaciándolos de la médu­la, y los arrojó en medio del montón que se alzaba en la sala.

Concluida esta comida, el espanto­so gigante fue a tenderse en el banco para digerir, y no tardó en dormirse, roncando exactamente igual que un búfalo a quien se degollara o como un asno a quien se incitara a rebuz­nar. Y así permaneció dormido has­ta por la mañana. Le vimos entonces levantarse y alejarse como había lle­gado, mientras permaneciamos in­móviles de espanto.

Cuando tuvimos la certeza de que había desaparecido, salimos del si­lencio que guardamos toda la noche, y nos comunicamos mutuamente nuestras reflexiones y empezamos a sollozar y gemir pensando en la suerte que nos esperaba.

Y con tristeza nos decíamos: “Me­jor hubiera sido perecer en el mar ahogados o comidos por los monos, que ser asados en las brasas. ¡Por Alah, que se trata de una muerte detestablel! Pero ¿que hacer? ¡Ha de ocurrir lo que Alah disponga! ¡No hay recurso más que en Alah el Todopoderoso!”

Abandonamos entonces aquella casa y vagamos por toda la isla en busca de algún escondrijo donde res­guardarnos; pero fue en vano, por­que la isla era llana y no había en ella cavernas ni nada que nos per­mitiese sustraernos a la persecución. Así es que, como caía la tarde, nos pareció mas prudente volver al pa­lacio.

Pero, apenas llegamos hizo su apa­rición en medio del ruido atronador el horrible hombre negro, y después del palpamiento y el manoseo, se apoderó de uno de mis compañeros mercaderes, ensartándole en seguida, asándolo y haciéndole pasar a su vientre, para tenderse luego en el banco y roncar hasta la mañana co­mo un bruto degollado. Despertáse entonces y se desperezó, gruñendo ferozmente, y se marchó sin ocupar­se de nosotros y cual si no nos viera.

Cuando partió, como habíamos tenido tiempo de reflexionar sobre nuestra triste situación, exclamamos todos a la vez: “Vamos a tirarnos al mar para morir ahogados, mejor que perecer asados y devorados. ¡Porque debe ser una muerte terrible!” Al ir a ejecutar este proyecto, se levantó uno de nosotros y dijo: “¡Escuchad­me compañeros! ¿No creéis que vale quizá más matar al hombre negro antes de que nos extermine?” Enton­ces levanté a mi vez yo el dedo y dije: “¡Escuchadme, compañeros! ¡Caso de que verdaderamente hayáis resuelto matar al hombre negro, se­ría preciso antes comenzar por uti­lizar los trozos de madera de que esta cubierta la playa, con objeto de construimos una balsa en la cual po­damos huir de esta isla maldita des­pués de librar a la Creación de tan bárbaro comedor de musulmanes! ¡Bordearemos entonces cualquier is­la donde esperaremos la clemencia del Destino, que nos enviará algún navío para regresar a nuestro país! De todos modos, aunque naufrague la balsa y nos ahoguemos, habremos evitado que nos asen y no habremos cometido la mala acción de matar­nos voluntariamente. ¡Nuestra muer­te será un martirio que se tendrá en cuenta el día de la Retribución!” Entonces exclamaron los mercade­res: “¡Por Alah! ¡Es una idea exce­lente y una acción razonable!”

Al momento nos dirigimos a la playa y construimos la balsa en cues­tión, en la cual tuvimos cuidado de poner algunas provisiones, tales como frutas y hierbas comestibles; luego volvimos al palacio para esperar, temblando, la llegada del hombre ne­gro.

Llegó precedido de un ruido atro­nador, y creíamos ver entrar a un enorme perro rabioso. Todavía tu­vimos necesidad de presenciar sin un murmullo cómo ensartaba y asaba a uno, de nuestros compañeros, a quien escogió por su grasa y buen aspecto, tras del palpamiento y ma­noseo. Pero cuando el espantoso bruto se durmió y comenzó a roncar de un modo estrepitoso, pensamos en aprovecharnos de su sueño con objeto de hacerle inofensivo para siempre.

Cogimos a tal fin dos de los in­mensos asadores de hierro, y los ca­lentamos al fuego hasta que estuvie­ron al rojo blanco; luego los empu­ñamos fuertemente por el extremo frío, y como eran muy pesados, lle­vamos, entre varios cada uno. Nos acercamos a él quedamente, y entre todos hundimos a la vez ambos asa­dores en ambos ojos del horrible hombre negro que dormía, y apreta­mos con todas nuestras fuerzas para que cegase en absoluto.

Debió sentir seguramente un do­lor extremado, porque el grito que lanzó fue tan espantoso, que al oírlo rodamos por el suelo a una distancia respetable. Y saltó él a ciegas, y aullando y corriendo en todos senti­dos, intentó coger a alguno de nos­otros. Pero habíamos tenido tiempo de evitarlo y tirarnos al suelo de bru­ces a su derecha y a su izquierda, de manera que a cada vez sólo se encontraba con el vacío. Así es que, que no podía realizar su pro­posito, acabó por dirigirse a tientas a la puerta y salió dando gritos es­pantosos.

Entonces, convencidos de que el gigante ciego moriría por fin en su suplicio, Comenzamos a tranquilizar­nos, y nos dirigimos al mar con pa­so lento. Arreglamos un poco mejor la balsa, nos embarcamos en ella, la desamarramos de la orilla, y ya iba­mos a remar para alejamos, cuando vimos al horrible gigante ciego que llegaba corriendo, guiado por una hembra gigante todavía más horri­ble y antipática que él. Llegados que fueron a la playa, lanzaron gritos amedrentadores al ver que nos ale­jábamos, después cada uno de ellos comenzó a apedreamos, arrojando a la balsa trozos de peñasco. Por aquel procedimiento consiguieron al­canzarnos con sus proyectiles y aho­gar a todos mis compañeros, excep­to dos. En cuanto a los tres que sa­limos con vida, pudimos al fin ale­jamos y ponemos fuera del alcance de los peñascos que lanzaban.

Pronto llegamos a alta mar, donde nos vimos a merced del viento y em­pujados hacia una isla que distaba dos días de aquella en que creíamos perecer ensartados y asados. Pudi­mos encontrar allá frutas, con lo que nos libramos de morir de ham­bre; luego, como la noche iba ya avanzada, trepamos a un gran ár­bol para dormir en él.

Por la mañana, cuando nos des­pertamos, lo primero que se presen­tó ante nuestros ojos asustados fue una terrible serpiente tan gruesa co­mo el árbol en que nos hallabamos y que clavaba en nosotros sus ojos llameantes, y abría una boca tan an­cha como un horno. Y de pronto se irguió, y su cabeza nos alcanzó en la copa del árbol. Cogió con sus fau­ces a uno de mis compañeros Y lo engulló hasta los hombros, para devorarle por completo casi inme­diatamente. Y al punto oímos los huesos del infortunado crugir en el vientre de la serpiente, que bajó del árbol y nos dejó aniquilados de es­panto y de dolor. Y pensamos: ¡Por Alah, este nuevo género de muerte es más detestable que el anterior! ¡La alegría de haber escapado del asador del hombre negro, se convierte en un presentimiento peor aún que cuanto hubiéramos de experimentar! ¡No hay recurso más que en Alahl”

Tuvimos en seguida alientos para bajar del árbol y recoger algunas frutas que nos comimos, satisfacien­do nuestra sed con el agua de los arroyos. Tras de lo cual, vagamos por la isla en busca de cualquier abrigo más seguro que el de la pre­cedente noche, y acabamos por en­contrar un árbol de una altura pro­digiosa, que nos pareció podría pro­tegernos eficazmente. Trepamos a él al hacerse de noche y ya instalados lo mejor posible, empezábamos a dormimos, cuando nos despertó un silbido seguido de un rumor de ra­mas tronchadas, y antes de que tuviésemos tiempo de hacer un movimien­to para escapar, la serpiente cogió a mi compañero, que se había encara­mado por debajo de mí y de un solo golpe le devoró hasta las tres cuartas partes. La vi luego enroscase al árbol, haciendo rechinar los hue­sos de mi último compañero hasta que terminó de devorarle. Después se retiró, dejándome muerto de mie­do.

Continué en el árbol sin moverme hasta por la mañana, y únicamente entonces me decidí a bajar. Mi primer movinúento fue para tirarme al mar con objeto de concluir una vida miserable y llena de alarmas cada vez más terribles; en él camino me paré, porque mi alma, don precioso, no se avenía a tal resolución; y me sugirió una idea a la cual debo el haberme salvado.

Empecé a buscar leña, y encon­trándola en seguida, me tendí en tie­rra y cogí una tabla grande que su­jetó a las plantas de mis pies en toda su extensión; cogí luego una segunda tabla que até a mi costado izquierdo, otra a mi costado derecho, la cuarta me la puse en el vientre, y la quinta, más ancha y más larga que las anteriores, la sujeté a mi ca­beza. De este modo me encontraba rodeado por una muralla de tablas que oponían en todos sentidos un obstáculo a las fauces de la serpien­te. Realizado aquello, permanecí tendido en el suelo, y esperé lo que me reservaba el Destino.

Al hacerse de noche, no dejó de ir la serpiente. En cuanto me vio, arrojóse sobre mí dispuesta a sujetarme en su vientre; pero se lo im­pidieron las tablas. Se puso entonces a dar vueltas a mi alrededor intentando cogerme por algún lado más accesible; pero, no pudo lograr su propósito, a pesar de todos sus es­fuerzos y aunque tiraba de mí en todas direcciones. Así pasó toda la noche haciéndome sufrir, y yo me creía ya muerto y sentía en mi ros­tro su aliento nauseabundo. Al ama­necer me dejó por fin, y se alejó muy furiosa, en el límite de la có­lera y de la rabia.

Cuando estuve seguro de que se había alejado del todo, saqué la ma­no y me desembaracé de las ligadu­ras que me ataban a las tablas. Pero había estado en una postura tan in­cómoda, que en un principio no lo­gré moverme, y durante varias ho­ras creí no poder recobrar el uso de mis miembros. Pero al fin conse­guí ponerme en pie, y poco a poco pude andar y pasearme por la isla. Me encaminé hacia el mar, y apenas llegué, descubrí en lontananza un navío que bordeaba la isla velozmen­te a toda vela.

Al verlo me puse a agitar los bra­zos y gritar como un loco; luego des­plegué la tela de mi turbante, y atándola a una rama de árbol, la le­vanté por encima de mi cabeza y me esforcé en hacer señales para que me advirtiesen desde el navío.

El destino quiso que mis esfuer­zos no resultaran inútiles. No tardé, efectivamente, en ver que el navío viraba y se dirigía a tierra; y poco después fui recogido por el capitán y sus hombres.

Una vez a bordo del navío, empezaron por proporcionarme vestidos y ocultar mi desnudez, ya que desde hacía tiempo había yo destrozado mi ropa, luego me ofrecieron manjares para que comiera, lo cual hice con mucho apetito, a causa de mis pasa­das privaciones; pero lo que me llegó especialmente al alma fue cierta agua fresca en su punto y deliciosa en verdad, de la que bebí hasta saciar­me. Entonces se calmó mi corazón y se tranquilizó mi espíritu, y sentí que el reposo y el bienestar descen­dían por fin a mi cuerpo extenuado.

Comencé, pues, a vivir de nuevo tras de ver a dos pasos de mí la muerte y bendije a Alah por su misericordia, y le di gracias por haber interrumpido mis tribulaciones. Así es que no tardé en reponerme com­pletamente de mis emociones y fatigas, hasta el punto de casi llegar a creer que todas aquellas calami­dades habían sido un sueño.

Nuestra navegación resultó exce­lente, y con la venia de Alah el vien­to nos fue favorable todo el tiempo, y nos hizo tocar felizmente en una isla llamada Salahata, donde debía­mos hacer escala y en cuya rada or­denó anclar el capitán para permitir a los mercaderes desembarcar y des­pachar sus asuntos.

Cuando estuvieron en tierra los pasajeros, como era el único a bordo que carecía de mercancías para ven­der o cambiar el capitán se acercó a mi y me dijo: “¡Escucha lo que voy a decirte! Eres un hombre pobre y extranjero, y por ti sabemos cuántas pruebas has sufrido en tu vida. ¡Así, pues, quiero serte de al­guna utilidad ahora y ayudarte a re­gresar a tu país con el fin de que cuando pienses en mí lo.hagas gusto­so e invoques para mi persona todas las bendiciones!” Yo lo contesté: “Ciertamente, ¡oh capitán! que no dejaré de hacer votos en tu favor.” Y él dijo: “Sabe que hace algunos años vino con nosotros un viajero que si perdió en una isla en que hicimos escala. Y desde entonces no hemos vuelto a tener noticias suyas, ni sabemos si ha muerto o si vive todavía. Como están en el navío de­positadas las mercancías que dejó aquel viajero, abrigo la idea de confiártelas para que mediante un co­rretaje provisional sobre la ganan­cia, las vendas en esta isla y me des su importe, a fin de que a mi regre­so a Baplad pueda yo entregarlo a sus parientes o dárselo a él mismo, si consiguió volver a su ciudad.” Y contesté yo: “¡Te soy deudor del bienestar y la obediencia, ¡oh mi se­ñor! ¡Y verdaderamente, eres acree­dor a mi mucha gratitud, ya que quieres proporcionarme una honrada ganancia!”

Entonces el capitán ordenó a los marineros que sacasen de la cala las mercancías y las llevaran a la orilla para que yo me hiciera cargo de ellas, Después llamó al escriba del navío y le dijo que las contase y las anotara fardo por fardo.. Y contestó el escriba: “¿A quién pertenecen es­tos fardos y a nombre de quien debo inscribirlos?” El capitán respondió: “El propietario de estos fardos se lla­maba Sindbad el Marino. Ahora ins­críbelos a nombre de ese pobre pa­sajero y pregúntale cómo se llama.”

Al oír aquellas palabras del capi­tán, me asombré prodigiosamente, y exclamé: “¡Pero si Sindbad el Mari­no soy yo!” Y mirando atentamente al capitán, reconocí en él al que al comienzo de mi segundo viaje, me abandonó en la isla donde me quedé dormido.

Ante descubrimiento tan inespera­do, mi emoción llegó a sus últimos límites, y añadí: “¡Oh Capitán! ¿No me reconoces? ¡Soy el propio Sind­had el Marino, oriundo de Bagdad! ¡Escucha mí historia! Acuérdate, ¡oh capitán! de que fui yo quien desem­barcó en la isla hace tantos años sin que hubiera vuelto. En efecto, me dormí a la margen de un arroyo de­licioso, después de haber comido, y cuando desperté ya había zarpado el barco. ¡Por cierto que me vieron muchos mercaderes, de la montaña de diamantes, y podrían atestiguar que soy yo el propio Sindbad el Ma­rino!­

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