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西语阅读:《一千零一夜》连载二十八 a

时间:2011-10-12来源:互联网  进入西班牙语论坛
核心提示:西语阅读:《一千零一夜》连载二十八 a PERO CUANDO LLEG LA 306 NOCHE Ella dijo: En cuanto a Sindbad el Cargador, lleg a su casa, donde so toda la noche con el relato asombroso. Y cuando al da siguiente estuvo de vuelta en cas
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西语阅读:《一千零一夜》连载二十八 a

PERO CUANDO LLEGÓ LA 306 NOCHE

 

Ella dijo:

En cuanto a Sindbad el Car­gador, llegó a su casa, donde soñó toda la noche con el relato asombroso. Y cuando al día siguiente estuvo de vuelta en casa de Sindbad el Ma­rino, todavía se hallaba emocionado a causa del enterramiento de su hués­ped. Pero como ya habían extendido el mantel, se hizo sitio entre los demás, y comió, y bebió, y bendijo al Bienhechor. Tras de lo cual, en me­dio del general silencio, escuchó lo que contaba Sindbad el Marino.

 

LA QUINTA HISTORIA

DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD

EL MARINO, QUE TRATA DEL QUINTO VIAJE

 

Dijo Sindbad:

 

“Sabed, ¡oh amigos míos! que al regresar del cuarto viaje me dediqué a hacer una vida de alegría, de pla­ceres y de diversiones, y con ello olvidé en seguida mis pasados su­frimientos, y sólo me acordé de las ganancias admirables que me pro­porcionaron mis aventuras extraor­dinarias. Así es que no os asombréis si os digo que no dejé de atender a mi alma, la cual inducíame a nuevos viajes por los países de los hombres.

Me apresté, pues a seguir aquel impulso, y compré las mercaderías que a mi experiencia parecieron de más fácil salida y de ganancia se­gura y fructífera; hice que las encajonasen, y partí con ellas para Bassra.

Allí fui a pasearme por el puerto y vi un navío grande, nuevo com­pletamente, que me gustó mucho y que acto seguido compré para mí solo. Contraté a mi servicio a un buen capitán experimentado y a los necesarios marineros. Después man­dé que cargaran las mercaderías mis esclavos, a los cuales mantuve a bordo para que me sirvieran. Tam­bién acepté en calidad de pasajeros a algunos mercaderes de buen as­pecto, que me pagaron honradamen­te el precio del pasaje. De esta ma­nera, convertido entonces en dueño de un navío, podía ayudar al capitán con mis consejos, merced a la experiencia que adquirí en asuntos marítimos.

Abandonamos Bassra con el cora­zón confiado y alegre, deseándonos mutuamente, todo género de bendi­ciones. Y nuestra navegación fue muy feliz, favorecida de continuo por un viento propicio y un mar cle­mente. Y después de haber hecho diversas escalas con objeto de ven­der y comprar, arribamos un día a una isla, completamente deshabitada y desierta, y en la cual se veía como unica vivienda una cúpula blanca. Pero al examinar más de cerca aque­lla cúpula blanca, adivine que se trataba de un huevo de rokh. Me ol­vidé de advertirlo a los pasajeros, los cuales, una vez que desembarcaron, no encontraron para entretenerse na­da mejor que tirar gruesas piedras a la superficie del huevo; y algunos instantes más tarde sacó del huevo una de sus patas el rokhecillo.

Al verlo, continuaron rompiendo el huevo los mercaderes; luego mata­ron a la cría del rokh, cortándola en pedazos grandes, y fueron a bordo para contarme la aventura.

,Entonces llegué al límite del te­rror, y exclamé: “¡Estamos perdidos! ¡En seguida vendrán el padre y la madre del rokh para atacamos y hacernos perecer! ¡Hay que alejarse, pues, de esta isla lo más de prisa posible! Y al punto desplegamos la vela y nos pusimos en marcha, ayu­dados por el viento.

En tanto, los mercaderes ocupa­banse en asar los cuartos del rokh; pero no habían empezado a saborear­los, cuando vimos sobre los ojos del sol dos gruesas nubes que lo tapa­ban completamente. Al hallarse más cerca de nosotros estas nubes, ad­vertimos no eran otra cosa que dos gigantescos rokhs, el padre y la ma­dre del muerto. Y les oimos batir las alas y lanzar graznidos más te­rribles que el trueno. Y en seguida nos dimos cuenta de que estaban precisamente encima de nuestras ca­bezas, aunque a una gran altura, sos­teniendo cada cual en sus garras una roca enorme, mayor que nues­tro navío.

Al verlo, no dudamos ya de que la venganza de los rokhs nos perdería. Y de repente uno de los rokhs dejó caer desde lo alto la roca en direc­ción al navío. Pero el capitán tenía mucha experiencia; maniobró con la barra tan rápidamente, que el navío viró a un lado, y la roca, pasando junto a nosotros, fue a dar en el mar, el cual abrióse de tal modo, que vi­mos su fondo, y el navío se alzó, bajó y volvió a alzarse espantable­mente. Pero quiso nuestro destino que en aquel mismo instante soltase el segundo Rokh su piedra, que, sin que pudiésemos evitarlo, fue a caer en la popa, rompiendo el timón en veinte pedazos y hundiendo la mitad del navío. Al golpe, mercaderes y marineros quedaron aplastados o su­mergidos. Yo fui de los que se su­mergieron.

Pero tanto luché con la muerte, impulsado por el instinto de conser­var mi alma preciosa, que pude salir a la superficie del agua. Y por for­tuna, logré agarrarme a una tabla de mi destrozado navío.

Al fin conseguí ponerme a horcajadas encima de la tabla y re­mando con los pies y ayudado por el viento y la corriente, pude llegar a una isla en el preciso instante en que iba a entregar mi último alien­to, pues estaba extenuado de fatiga, hambre y sed. Empecé por tenderme en la playa, donde permanecí ani­quilado una hora, hasta que descan­saron y se tranquilizaron mi alma y mi corazón. Me levantó entonces y me interné en la isla con objeto de reconocerla.

No tuve necesidad de caminar mu­cho para advertir que aquella vez el Destino me había transportado a un jardín tan hermoso, que podría com­pararse con los jardines del paraíso. Ante mis ojos estáticos aparecían por todas partes árboles de dorados frutos, arroyos cristalinos, pájaros de mil plumajes diferentes y flores arre­batadoras. Por consiguiente, no quise privarme de comer de aquellas fru­tas, beber de aquella agua y aspirar aquellas flores; y todo lo encontré lo más excelente posible. Así es que no me moví del sitio en que me ha­llaba, y continué reposando de mis fatigas hasta que acabó el día.

Pero cuando llegó la noche, y me vi en aquella isla solo entre los ár­boles, no pude por menos de tener un miedo atroz, a pesar de la belle­za y la paz que me rodeaban; no logré dominarme más qne a medias, y durante el sueño me asaltaron pe­sadillas terribles en medio de aquel silencio y aquella soledad.

Al amanecer me levanté más tran­quilo y avancé en mi exploración. De esta suerte pude llegar junto a un estanque donde iba a dar el agua de un manantial, y a la orilla del estanque, hallábase sentado inmóvil un venerable anciano cubierto con amplio manto hecho de hojas de ár­bol. Y pensé para mí: “¡También este anciano debe ser algún náufrago que se refugiara antes que yo en esta isla!”

Me acerqué, pues, a él y le deseé la paz. Me devolvió el saludo, pero solamente por señas y sin pronun­ciar palabra. Y le pregunté: “¡Oh Venerable jeique! ¿a qué se debe tu estancia en este sitio?” Tampoco me contestó; pero movió con aire triste la cabeza, y con la mano me hizo señas que significaban: “¡Te suplico que me cargues a tu espalda y atravieses el arroyo conmigo, porque qui­siera coger frutas en la otra orilla!”

Entonces pensé: “¡Ciertamente, Sindbad, que verificarás una buena acción sirviendo así a este anciano!” Me incliné, pues, y me lo cargué so­bre los hombros, atrayendo a mi pe­cho sus piernas, y con sus muslos me rodeába el cuello y la cabeza con sus brazos. Y le transporté por la otra orilla del arroyo hasta el lugar que hubo de designarme; luego me incliné nuevamente y le dije: “Ba­ja con cuidado, ¡oh venerable jei­que!” ¡Pero no se movió! Por el contrario, cada vez apretaba más sus muslos en torno de mi cuello, y se afianzaba a mis hombros con todas sus fuerzas.

Al darme cuenta de ello llegué al límite del asombro y miré con aten­ción sus piernas, Me parecieron ne­gras y velludas, y ásperas como la piel de un búfalo, y me dieron mie­do. Así es que, haciendo un esfuer­zo inmenso, quise desenlazarme de su abrazo y dejarle en tierra; pero entonces me apretó él la garganta tan fuertemente, que casi me extran­guló y ante mí se obscureció el mun­do. Todavía hice un último esfuer­zo; pero perdí el conocimiento, casi ya sin respiración, y caí al suelo desvanecido.

Al cabo de algún tiempo volví en mí, observando que, a pesar de mi desvanecimiento, el anciano se man­tenía siempre agarrado a mis horn­bros; sólo había aflojado sus piernas ligeramente para permitir que el aire penetrara en mi garganta.

Cuando me vio respirar, diome dos puntapiés en el estómago para obligarme a que me incorporara de nuevo. El dolor me hizo obedecer, y me erguí sobre mis piernas, mientras él se afianzaba a mi cuello más que nunca. Con la mano me indicó que anduviera por debajo de los árboles, y se puso a coger frutas y a comer­las. Y cada vez que me paraba yo contra su voluntad o andaba dema­siado de prisa, me daba puntapiés tan violentos que veíame obligado a obedecerle.

Todo aquel día estuvo sobre mis hombros, haciéndome caminar como un animal de carga; y llegada la no­che, me obligó a tenderme con él para dormir sujeto siempre a mi cue­llo. Y a la mañana me despertó de un puntapié en el vientre, obrando como la víspera.

Así permaneció afianzado a mis hombros día y noche sin tregua. En­cima de mí hacía todas sus necesi­dades líquidas y sólidas, y sin piedad me obligaba a marchar, dándome puntapiés y puñetazos.

Jamás había yo sufrido en mi al­ma tantas humillaciones y en mi cuerpo tan malos tratos como al ser­vicio forzoso de este anciano, más robusto que un joven y más despia­dado que un arriero. Y ya no sabía yo de qué medio valerme para des­embarazarme de él; y deploraba el caritativo impulso que me hizo com­padecerle y subirle a mis hombros y desde aquel momento me deseé la muerte desde lo más profundo de mi corazón.

Hacía ya mucho tiempo que me veía reducido a tan deplorable esta­do, cuando un día aquel hombre me obligó a caminar bajo unos árboles de los que colgaban gruesas calaba­zas, y se me ocurrió la idea de apro­vechar aquellas frutas secas para ha­cer con ellas recipientes. Recogí una gran calabaza seca que había caído del árbol tiempo atrás, la vacié por completo, la limpié, y fui a una vid para cortar racimos de uvas que ex­primí dentro de la calabaza hasta llenarla. La tapé luego cuidadosa­mente y la puse al sol dejándola allí varios días, hasta que el zumo de uvas convirtióse en vino puro. En­tonces cogí la calabaza y bebí de su contenido la cantidad suficiente para reponer fuerzas y ayudarme a sopor­tar las fatigas de la carga, pero no lo bastante para embriagarme. Al momento me sentí reanimado y ale­gre hasta tal punto, que por primera vez me puse a hacer piruetas en to­dos sentidos con mi carga sin notar­la ya, y a bailar cantando por entre los árboles. Incluso hube de dar pal­madas para acompañar mi baile, riendo a carcajadas.

Cuando el anciano me vio en aquel estado inusitado y advirtió que mis fuerzas se multiplicaban hasta el extremo de conducirle sin fatiga, me ordenó por señas que le diese la calabaza. Me contrarió bastante la petición; pero le tenía tanto miedo, que no me atreví a negarme; me apresuré, pues, a darle la calabaza de muy mala gana. La tomó en sus ma­nos, la llevó a sus labios, saboreó prímero el líquido para saber a qué atenerse, y como lo encontró agra­dable, se lo bebió, vaciando la ca­labaza hasta la última gota y arro­jándola después lejos de sí.

En seguida se hizo en su cerebro el efecto del vino; y como había be­bido lo suficiente para embriagarse, no tardó en bailar a su manera en un pnricipio, zarandeándose sobre mis hombros, para aplomarse luego con todos los músculos relajados, venciéndose a derecha y a izquierda y sosteniéndose sólo lo preciso para no caerse.

Entonces yo, al sentir que no me oprimía como de costumbre, desanu­dé de mi cuello sus piernas con un movimiento rápido, y por medio de una contracción de hombros le des­pedí a alguna distancia, haciéndole rodar por el suelo, en donde quedó sin movimiento. Salté sobre él en­tonces, y cogiendo de entre los ár­boles una piedra enorme le sacudí con ella con la cabeza diversos golpes tan certeros, que le destrocé el crá­neo, y mezclé su sangre a su carne. ¡Murió! ¡Ojalá no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

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