《总统先生》(3)
La fuga del Pelele
El Pelele huyó por las calles intestinales, estrechas y retorcidas de los suburbios de la ciudad, sin turbar con sus gritos desaforados la respiración del cielo ni el sueño de los habitantes, iguales en el espejo de la muerte, como desiguales en la lucha que reanudarían al salir el sol; unos sin lo necesario, obligados a trabajar para ganarse el pan, y otros con lo superfluo en la privilegiada industria del ocio: amigos del Señor Presidente, propietarios de casas —cuarenta casas, cincuenta casas—, prestamistas de dinero al nueve, nueve y medio y diez por ciento mensual, funcionarios con siete y ocho empleos públicos, explotadores de concesiones, montepíos, títulos profesionales, casas de juego, patios de gallos, indios, fábricas de aguardiente, prostíbulos, tabernas y periódicos subvencionados.
La sanguaza del amanecer teñía los bordes del embudo que las montañas formaban a la ciudad regadita como caspa en la campiña. Por las calles, subterráneos en la sombra, pasaban los primeros artesanos para su trabajo, seguidos horas más tarde por los oficinistas, dependientes, artesanos y colegiales, y a eso de las once, ya el sol alto, por los señorones que salían a pasear el desayuno para hacerse el hambre del almuerzo o a visitar a un amigo influyente para comprar en compañía, a los maestros hambrientos, los recibos de sus sueldos atrasados por la mitad de su valor. En sombra subterránea todavía las calles, turbaba el silencio con ruido de tuzas el fustán almidonado de la hija del pueblo, que no se daba tregua en sus amaños para sostener a su familia —marranera, mantequera, regatona, cholojera— y la que muy de mañana se levantaba a hacer la cacha; y cuando la claridad se diluía entre rosada y blanca como flor de begonia, los pasitos de la empleada cenceña, vista de menos por las damas encopetadas que salían de sus habitaciones ya caliente el sol a desperezarse a los corredores, a contar sus sueños a las criadas, a juzgar a la gente que pasaba, a sobar al gato, a leer el periódico o a mirarse en el espejo.
Medio en la realidad, medio en el sueño, corría el Pelele perseguido por los perros y por los clavos de una lluvia fina. Corría sin rumbo fijo, despavorido, con la boca abierta, la lengua fuera, enflecada de mocos, la respiración acezosa y los brazos en alto. A sus costados pasaban puertas y puertas y puertas y ventanas y puertas y ventanas... De repente se paraba, con las manos sobre la cara, defendiéndose de los postes del telégrafo, pero al cerciorarse de que los palos eran inofensivos se carcajeaba y seguía adelante, como el que escapa de una prisión cuyos muros de niebla a más correr, más se alejan.
En los suburbios, donde la ciudad sale allá afuera, como el que por fin llega a su cama, se desplomó en un montón de basura y se quedó dormido. Cubrían el basurero telarañas de árboles secos vestidos de zopilotes, aves negras, que sin quitarle de encima los ojos azulencos, echaron pie a tierra al verle inerte y lo rodearon a saltitos, brinco va y brinco viene, en danza macabra de ave de rapiña. Sin dejar de mirar a todos lados, apachurrándose e intentando el vuelo al menor movimiento de las hojas o del viento en la basura, brinco va y brinco viene, fueron cerrando el círculo hasta tenerlo a distancia del pico. Un graznido feroz dio la señal de ataque. El Pelele despertó de pie, defendiéndose ya... Uno de los más atrevidos le había lavado el pico en el labio superior, enterrándoselo, como un dardo, hasta los dientes, mientras los otros carniceros le disputaban los ojos y el corazón a picotazos. El que le tenía por el labio forcejeaba por arrancar el pedazo sin importarle que la presa estuviera viva, y lo habría conseguido de no rodar el Pelele por un despeñadero de basuras al ir reculando, entre nubes de polvo y desperdicios que se arrancaban en bloque como costras.
Atardeció. Cielo verde. Campo verde. En los cuarteles soñaban los clarines de la seis, resabio de tribu alerta, de plaza medieval sitiada. En las cárceles empezaba la agonía de los prisioneros, a quienes se mataba a tirar de años. Los horizontes recogían sus cabecitas en las calles de la ciudad, caracol de mil cabezas. Se volvía de las audiencias presidenciales favorecido o desgraciado. La luz de los garitos apuñalaba en la sombra.
El idiota luchaba con el fantasma del zopilote que sentía encima y con el dolor de una pierna que se quebró al caer, dolor insoportable, negro, que le estaba arrancando la vida.
La noche entera estuvo quejándose quedito y recio, quedito y recio como perro herido...
... Erre, erre, ere... Erre, erre, ere...
... Erre-e-erre-e-erre-e-erre... e-erre..., e-erre...
Entre las plantas silvestres que convertían las basuras de la ciudad en lindísimas flores, junto a un ojo de agua dulce, el cerebro del idiota agigantaba tempestades en el pequeño universo de su cabeza.
...E-e-err... e-e-eerrr... E-e-eerrr...
Las uñas aceradas de la fiebre le aserraban la frente. Disociación de ideas. Elasticidad del mundo en los espejos. Desproporción fantástica. Huracán delirante. Fuga vertiginosa, horizontal, vertical, oblicua, recién nacida y muerta en espiral...
... erre, erre, ere, ere, erre, ere, erre...
Curvadecurvaencurvadecurvacurvadecurvaencurvala mujer de Lot. (¿La que inventó la Lotería?) Las mulas que tiraban de un tranvía se transformaban en la mujer de Lot y su inmovilidad irritaba a los tranvieros que, no contentos con romper en ellas sus látigos y apedrearlas, a veces invitaban a los caballeros a hacer uso de sus armas. Los más honorables llevaban verduguillos y a estocadas hacían andar a las mulas...
... Erre, erre, ere...
¡I-N-R Idiota! ¡I-N-R Idiota!
... Erre, erre, ere...
¡El afilador se afila los dientes para reírse! ¡Afiladores de risa! ¡Dientes del afilador!
¡Madre!
El grito del borracho lo sacudía.
¡Madre!
La luna, entre las nubes esponjadas, lucía claramente. Sobre las hojas húmedas, su blancura tomaba lustre y tonalidad de porcelana. ¡Ya se llevan...!
¡Ya se llevan...!
¡Ya se llevan los santos de la iglesia y los van a enterrar!
¡Ay, qué alegre, ay, que los van a enterrar, ay, que los van a enterrar, qué alegre, ay!
¡El cementerio es más alegre que la ciudad, más limpio que la ciudad! ¡Ay, qué alegre que los van, ay, a enterrar!
¡Ta-ra-rá! ¡Ta-ra-rí!
¡Tit-tit!
¡Tararará! ¡Tarararí!
¡Simbarán, bún, bún, simbarán!
¡Panejiscosilatenache-jaja-ajajají-turco-del-portal-ajajajá!
¡Tit-tit!
¡Simbarán, bún, bún, simbarán!
Y atropellando por todo, seguía a grandes saltos de un volcán a otro, de astro en astro, de cielo en cielo, medio despierto, medio dormido, entre bocas grandes y pequeñas, con dientes y sin dientes, con labios y sin labios, con labios dobles, con pelos, con lenguas dobles, con triples lenguas, que le gritaban: «¡Madre! ¡Madre! ¡Madre!»
¡Pú-pú!... Tomaba el tren del guarda para alejarse velozmente de la ciudad, buscando hacia las montañas que hacían carga-sillita a los volcanes, más allá de las torres del inalámbrico, más allá del rastro, más allá de un fuerte de artillería, volován relleno de soldados.
Pero el tren volvía al punto de partida como un juguete preso de un hilo y a su llegada —trac-trac, trac-trac— le esperaba en la estación una verdulera gangosa con el pelo de varilla de canasto que le gritaba: «¿Pan para el idiota, lorito?... ¡Agua para el idiota! ¡Agua para el idiota!»
Perseguido por la verdulera, que lo amenazaba con un guacal de .agua, corría hacia el Portal del Señor, pero en llegando...
—¡MADRE! Un grito..., un salto..., un hombre..., la noche..., la lucha..., la muerte..., la sangre..., la fuga..., el idiota... «¡Agua para el idiota, lorito! ¡Agua para el idiota!...»
El dolor de la pierna le despertó. Dentro de los huesos sentía un laberinto. Sus pupilas se entristecieron a la luz del día. Dormidas enredaderas salpicadas de lindas flores invitaban a reposar bajo su sombra, junto a la frescura de una fuente que movía la cola espumosa como si entre musgos y helechos se ocultase argentada ardilla.
Nadie. Nadie.
El Pelele se hundió de nuevo en la noche de sus ojos a luchar con u dolor, a buscar postura a la pierna rota, a detenerse con la mano el labio desgarrado. Pero al soltar los párpados calientes le pasaron por encima cielos de sangre. Entre relámpagos huía la sombra de los gusanos convertida en mariposa.
De espaldas se hizo al delirio sonando una campanilla. ¡Nieve para los moribundos! ¡El nevero vende el viático! ¡El cura vende nieve! ¡Nieve para los moribundos! ¡Tilín, tilín! ¡Nieve para los moribundos! ¡Pasa el viático! ¡Pasa el nevero! ¡Quítate el sombrero, mudo baboso! ¡Nieve para los moribundos!...