《总统先生》西班牙语(27)
XXVII
Camino al destierro
La cabalgadura del general Canales tonteaba en la poca luz del atardecer, borracha de cansancio, con la masa inerte del jinete cogido a la manzana de la silla. Los pájaros pasaban sobre las arboledas y las nubes sobre las montañas subiendo por aquí, por allá bajando, bajando por aquí, por allá subiendo, como este jinete, antes que le vencieran el sueño y la fatiga, por cuestas intransitables, por ríos anchos con piedra que tenía reposo en el fondo del agua revuelta para avivar el paso de la cabalgadura, por flancos castigados de lodo que resbalaban lajas quebradizas a precipicios cortados a pico, por bosques inextricables con berrinche de zarzas, y por caminos cabríos con historia de brujas y salteadores.
La noche traía la lengua fuera. Una legua de campo húmedo. Un bulto despegó al jinete de la caballería, le condujo a una vivienda abandonada y se marchó sin hacer ruido. Pero volvió en seguida. Sin duda fue por ahí no más, por donde cantaban los chiquirines: ¡chiquirín!, ¡chiquirín!, ¡chiquirín!... Estuvo en el rancho un ratito y tornó a las del humo. Pero ya regresaba... Entraba y salía. Iba y volvía. Iba como a dar parte del hallazgo y volvía como a cerciorarse si aún estaba. El paisaje estrellado le seguía las carreritas de lagartija como perro fiel moviendo en el silencio nocturno su cola de sonidos: ¡chiquirín!, ¡chiquirín!, ¡chiquirín!...
Por último se quedó en el rancho. El viento andaba a saltos en las ramas de las arboledas. Amanecía en la escuela nocturna de las ranas que enseñaban a leer a las estrellas. Ambiente de digestión dichosa. Los cinco sentidos de la luz. Las cosas se iban formando a los ojos de un hombre encuclillado junto a la puerta, religioso y tímido, cohibido por el amanecer y por la respiración impecable del jinete que dormía. Anoche un bulto, hoy un hombre; éste fue el que le apeó. Al aclarar se puso a juntar fuego: colocó en cruz los tetuntes ahumados, escarbó con astilla de ocote la ceniza vieja y con palito seco y leña verde compuso la hoguera. La leña verde no arde tranquila; habla como cotorra, suda, se contrae, ríe, llora... El jinete despertó helado en lo que veía y extraño en su propia carne y plantóse de un salto en la puerta, pistola en mano, resuelto a vender caro el pellejo. Sin turbarse ante el cañón del arma, aquél le señaló con gesto desabrido el jarro de café que empezaba a hervir junto al fuego. Pero el jinete no le hizo caso. Poco a poco se asomó a la puerta —la cabaña sin duda estaba rodeada de soldados— y encontró sólo el llano grande en plena evaporación color de rosa. Distancia. Enjabonamiento azul. Árboles. Nubes. Cosquilleo de trinos. Su mula dormitaba al pie de un amate. Sin mover los párpados se quedó escuchando para acabar de creer lo que veía y no oyó nada, fuera del concierto armonioso de los pájaros y del lento resbalar de un río caudaloso que dejaba en la atmósfera adolescente el fusss... casi imperceptible del polvo de azúcar que caía en el guacal de café caliente.
—¡No vas a ser autoridá!... —murmuró el hombre que lo había desmontado, afanándose por esconder cuarenta o cincuenta mazorcas de maíz tras las espaldas.
El jinete alzó los ojos para mirar a su acompañante. Movía la cabeza de un lado a otro con la boca pegada al guacal.
—¡Tatita!... —murmuró aquél con disimulado gusto, dejando vagar por la estancia sus ojos de perro perdido.
—Vengo de fuga...
El hombre dejó de tapar las mazorcas y acercóse al jinete para servirle más café. Canales no podía hablar de la pena.
—Los mismes yo, siñor, ái ande huyende porque mere me juí a robar el meis. Pero no soy ladrón, porque ese mi terrene era míe y me lo quietaren con las mulas...
El general Canales se interesó por la conversación del indio, que debía explicarle cómo era eso de robar y no ser ladrón.
—Vas a ver, tatita, que robo sin ser ladrón de ofice, pues antos yo, aquí como me ves, ere dueñe de un terrinete, cerca de aquí, y de oche mulas. Tenía mi casa, mi mujer y mis hijes, ere honrade como vos...
—Sí, y luego...
—Hora-ce tres añes vine el comisionade politique y pare el sante del Siñor Presidento me mandó que le juera a llevar pine en mis mulas. Le llevé, siñor, ¡qu’iba a hacer yo!..., y al llegar a ver mis mulas, me mandó poner prese incomunicade y con el alcaide, un ladine, se repartieren mis besties, y come quise reclamar lo que mie, de mi trabaje, me dije el comisionade que yo ere un brute y que si no me iba callande el hocique que me iba a meter al cepo. Está buene, siñor comisionade, le dije, hacé lo que querrás conmigue, pero el mulas son míes. No dije más, tatita, porque con el charpe me dio un golpe en el cabece que me mere por poque me muere...
Una sonrisa avinagrada aparecía y desaparecía bajo el bigote cano del viejo militar en desgracia. El indio continuó sin subir la voz, en el mismo tono:
—Cuande salí del hospital me vinieren a avisar del pueble que se habien llevade a los hijes al cupo y que por tres mil peses los dejaban libres. Como los hijes eran tiernecites, corrí al comandancie y dije que los dejaren preses, que no me los echaren al cuartel mientres yo iba a empeñer el terrenite para pagar tres mil peses. Juí al capital y allí el licenciade escribió la escriture de acuerde con un siñor extranjiere, diciende que decien que daban tres mil peses en hipoteque, pere jué ese lo que me leyeren y no jué ese lo que me pusieren. A poque mandaren un hombre del juzgade a dicirme que saliere de mi terrenite porque ya no ere míe; porque se lo habíe vendide al siñor extranjiere en tres mil peses. Juré por Dios que no ere cierte, pere no me creyeren a mí sino al licenciade y tuve que salir de mi terrenite, mientres los hijes, no ostante que me quitaren los tres mil peses, se jueren al cuartel; une se me murió cuidande el frontere, el otre se calzó, como que se hubiera muerte, y su nane, mi mujer, se murió del paludisme... Y por ese, tata, es que robo sin ser ladrón, onque me maten a pales y echen al cepo.
—... ¡Lo que defendemos los militares!
—¿Qué decís, tata?
En el corazón del viejo Canales se desencadenaban los sentimientos que acompañan las tempestades del alma del hombre de bien en presencia de la injusticia. Le dolía su país como si se le hubiera podrido la sangre. Le dolía afuera y en la médula, en la raíz del pelo, bajo las uñas, entre los dientes. ¿Cuál era la realidad? No haber pensado nunca con su cabeza, haber pensado siempre con el quepis. Ser militar para mantener en el mando a una casta de ladrones, explotadores y vendepatrias endiosados es mucho más triste, por infame, que morirse de hambre en el ostracismo. A santo de qué nos exigen a los militares lealtad a regímenes desleales con el ideal, con la tierra y con la raza...
El indio contemplaba al general como un fetiche raro, sin comprender las pocas palabras que decía.
—¡Vonos, tatúa..., que el montade va venir!
Canales propuso al indio que se fuera con él al otro Estado, y el indio, que sin su terreno era como árbol sin raíces, aceptó. La paga era buena.
Salieron de la cabaña sin apagar el fuego. Camino abierto a machetazos en la selva. Adelante se perdían las huellas de un tigre. Sombra. Luz. Sombra. Luz. Costura de hojas. Atrás vieron arder la cabaña como un meteoro. Mediodía. Nubes inmóviles. Árboles inmóviles. Desesperación. Ceguera blanca. Piedras y más piedras. Insectos. Osamentas limpias, calientes, como ropa interior recién planchada. Fermentos. Revuelo de pájaros aturdidos. Agua con sed. Trópico. Variación sin horas, igual el calor, igual siempre, siempre...
El general llevaba un pañuelo a guisa de tapasol sobre la nuca. Al paso de la mula, a su lado, caminaba el indio.
—Pienso que andando toda la noche podemos llegar mañana a la frontera y no sería malo que arriesgáramos un poco por el camino real, pues tengo que pasar por Las Aldeas, en casa de unas amigas...
—¡Tata, por el camine rial! ¿Qué vas a hacer? ¡Te va a encontrarte el montade!
—¡Un ánimo recto! ¡Seguime, que el que no arriesga no gana y esas amigas nos pueden servir de mucho!
—¡Ay, no, tata!
Y sobresaltado agregó el indio:
—¿Oís? ¿Oís, tata...?
Un tropel de caballos se acercaba, pero a poco cesó el viento y entonces, como si regresaran, se fue quedando atrás.
—¡Calla!
—¡El montade, tata, yo sé lo que te digue, y hora no hay más que cojemes por aquí, onque tengames que dar un gran güelte pa salir a Las Aldees!
Detrás del indio sesgó el general por un extravío. Tuvo que desmontarse y bajar tirando de la mula. A medida que se los tragaba el barranco se iban sintiendo como dentro de un caracol, más al abrigo de la amenaza que se cernía sobre ellos. Oscureció en seguida. Las sombras se amontonaban en el fondo del siguán dormido. Árboles y pájaros parecían misteriosos anuncios en el viento que iba y venía con vaivén continuo, sosegado. Una polvareda rojiza cerca de las estrellas fue todo lo que vieron de la montada que pasaba al galope por el sitio del que se acababan de apartar.
Habían andado toda la noche.
—En saliende al subidite visteamos Las Aldees, patrón...
El indio se adelantó con la cabalgadura a prevenir a las amigas de Canales, tres hermanas solteras que se pasaban la vida del Trisagio a las anginas, del novenario al dolor de oído, del dolor de cara a la espina en el costado. Se desayunaron de la noticia. Casi se desmayan. En el dormitorio recibieron al general. La sala no les daba confianza. En los pueblos, no es por decir, pero las visitas entran gritando ¡Ave María! ¡Ave María! hasta la cocina. El militar les relató su desgracia con la voz pausada, apagadiza, enjugándose una lágrima al hablar de su hija. Ellas lloraban afligidas, tan afligidas que de momento olvidaron su pena, la muerte de su mamá, por lo que traían riguroso luto.
—Pues nosotras le arreglamos la fuga, el último paso al menos. Voy a salir a informarme entre los vecinos... Ahora que hay que acordarse de los que son contrabandistas... ¡Ah, ya sé! Los vados practicables casi todos están vigilados por la autoridad.
La mayor, que así hablaba, interrogó con los ojos a sus hermanas.
—Sí, por nosotras queda la fuga, como dice mi hermana, general; y como no creo que le caiga mal llevar un poco de bastimento, yo se lo voy a preparar.
Y a las palabras de la mediana, a quien hasta el dolor de muelas se le espantó del susto, agregó la menor:
—Y como aquí con nosotras va a pasar todo el día, yo me quedo con él para platicarle y que no esté tan triste.
El general miró a las tres hermanas agradecido —lo que hacían por él no tenía precio—, rogándoles en voz baja que le perdonaran tanta molestia.
—¡General, no faltaba más!
—¡No, general, no diga eso!
—Niñas, comprendo sus bondades, pero yo sé que las comprometo estando en su casa...
—Pero si no son los amigos... Figúrese nosotras ahora, con la muerte de mamá...
—Y cuéntenme: ¿de qué murió su mamaíta?...
—Ya le contará mi hermana; nosotras nos vamos a lo que tenemos que hacer...
Dijo la mayor. Luego suspiró. En el tapado llevaba el corsé enrollado y se lo fue a poner a la cocina, donde la mediana, entre coches y aves de corral, preparaba el bastimento.
—No fue posible llevarla a la capital y aquí no le conocieron la enfermedad; ya usté sabe lo que es eso, general. Estuvo enferma y enferma... ¡Pobrecita! Murió llorando porque nos dejaba sin quién en el mundo. De necesidad... Pero, figúrese lo que nos pasa, que no tenemos materialmente cómo pagarle al médico, pues nos cobra, por quince visitas que le hizo, algo así como el valor de esta casa, que fue todo lo que heredamos de mi papá. Permítame un momento, voy a ver qué quiere su muchacho.
Al salir la menor, Canales se quedó dormido. Ojos cerrados, cuerpo de pluma...
—¿Qué se te ofrecía, muchacho?
—Que por vida tuya me va a decir dónde voy a hacer un cuerpo...
—Por allí, ve..., con los coches...
La paz provinciana tejía el sueño del militar dormido. Gratitud de campos sembrados, ternura de campos verdes y de florecillas simples. La mañana pasó con el susto de las perdices que los cazadores rociaban de perdigones, con el susto negro de un entierro que el cura rociaba de agua bendita y con los embustes, de un buey nuevo retopón y brincador. En el patio de las solteras hubo en los palomares acontecimientos de importancia: la muerte de un seductor, un noviazgo y treinta ayuntamientos bajo el sol... ¡Como quien no dice nada!
¡Como quien no dice nada!, salían a decir las palomas a las ventanitas de sus casas; ¡como quien no dice nada!...
A las doce despertaron al general para almorzar. Arroz con chipilín. Caldo de res. Cocido. Gallina. Frijoles. Plátanos. Café.
—¡Ave María...!
La voz del Comisionado Político interrumpió el almuerzo. Las solteras palidecieron sin saber qué hacer. El general se escondió tras una puerta.
—¡No asustarse tanto, niñas, que no soy el Diablo de los Oncemil Cuernos! ¡Ay, fregado, el miedo que ustedes le tienen a uno y con lo requetebién que me caen!
A las pobres se les fue el habla.
—¡Y... ni de coba le dicen a uno de pasar adelante y tomar asiento..., aunque seya en el suelo!
La menor arrimó una silla a la primera autoridad del pueblo. —... chas gracias, ¿oye? Pero ¿quién estaba comiendo con ustedes, que veo que hay tres platos servidos y éste cuatro...?
Las tres fijaron a un tiempo los ojos en el plato del general.
—Es que... ¿verdá?... —tartamudeó la mayor; se jalaba los dedos de la pena.
La mediana vino en su ayuda:
—No sabríamos explicarle; pero a pesar de haber muerto mamá, nosotras siempre le ponemos su plato para no sentirnos tan solas...
—Pues me se da que ustedes se van a volver espiritistas.
—¿Y no es servido, Comandante?
—Dios se lo pague, pero acaba, acaba la señora de echarme de comer y no me pegué la siesta porque recibí un telegrama del Ministro de Gobernación con orden de proceder en contra de ustedes si no le arreglan al médico...
—Pero, Comandante, no es justo, ya ve usté que no es justo...
—Bien bueno será que no sea justo, pero como donde manda Dios, calla el diablo...
—Por supuesto... —exclamaron las tres con el llanto en los ojos.
—A mí me da pena de venir a afliccionarlas; y así es que ya lo saben: nueve mil pesos, la casa o...
En la media vuelta, el paso y la manera como les pegó la espalda a los ojos, un espaldón que parecía tronco de ceiba, estaba toda la abominable resolución del médico.
En general las oía llorar. Cerraron la puerta de la calle con tranca y aldaba, temerosas de que volviera el Comandante. Las lágrimas salpicaban los platos de gallina.
—¡Qué amarga es la vida, general! ¡Dichoso de usté, que se va de este país para no volver nunca!
—¿Y con qué las amenazan?... —interrumpió Canales a la mayor de las tres, la cual, sin enjugarse el llanto, dijo a sus hermanas: —Cuéntelo una de ustedes...
—Con sacar a mamá de la sepultura... —balbució la menor. Canales fijó los ojos en las tres hermanas y dejó de mascar.
—¿Cómo es eso?
—Como lo oye, general, con sacar a mamá de la sepultura...
—Pero eso es inicuo...
—Cuéntale...
—Sí. Pues ha de saber, general, que el médico que tenemos en el pueblo es un sinvergüenza de marca mayor, ya nos lo habían dicho, pero como la experiencia se compra con el pellejo, nos dejamos hacer la jugada. ¡Qué quiere usté! Cuesta creer que haya gente tan mala...
—Más rabanitos, general...
La mediana alargó el plato y, mientras Canales se servía rabanitos, la menor siguió contando:
—Y nos la hizo... Su cacha consiste en mandar a construir un sepulcro cuando tiene enfermo grave y como los parientes en lo que menos están pensando es en la sepultura... Llegado el momento —así nos pasó a nosotras—, con tal que no pusieran a mamá en la pura tierra, aceptamos uno de los lugares de su sepulcro, sin saber a lo que nos exponíamos...
—¡Como nos ven mujeres solas! —observó la mayor, con la voz cortada por los sollozos.
—A una cuenta, general, que el día que la mandó a cobrar por poco nos da vahído a las tres juntas: nueve mil pesos por quince visitas, nueve mil pesos, esta casa, porque parece que se quiere casar, o...
—o... si no le pagamos, le dijo a mi hermana —¡es insufrible!—, ¡que saquemos nuestra mierda de su sepulcro!
Canales dio un puñetazo en la mesa:
—¡Mediquito!
Y volvió el puño —platos, cubiertos y vasos tintineaban—, abriendo y cerrando los dedos como para estrangular no sólo a aquel bandido con título, sino a todo un sistema social que le traía de vergüenza en vergüenza. Por eso —pensaba— se les promete a los humildes el Reino de los Cielos —jesucristerías—, para que aguanten a todos esos pícaros. ¡Pues no! ¡Basta ya de Reino de Camelos! Yo juro hacer la revolución completa, total, de abajo arriba y de arriba abajo; el pueblo debe alzarse contra tanto zángano, vividores con título, haraganes que estarían mejor trabajando la tierra. Todos tienen que demoler algo; demoler, demoler... Que no quede Dios ni títere con cabeza...
La fuga se fijó para las diez de la noche, de acuerdo con un contrabandista amigo de la casa. El general escribió varias cartas, una de urgencia para su hija. El indio pasaría como mozo carguero por el camino real. No hubo adioses. Las cabalgaduras se alejaron con las patas envueltas en trapos. Pegadas a la pared, lloraban las hermanas en la tiniebla de un callejón oscuro. Al salir a la calle ancha, una mano detuvo el caballo del general. Se oyeron pasos arrastrados.
—¡Qué miedo el que pasé —murmuró el contrabandista—, se me fue hasta la respiración! Pero no hay cuidado, es gente que va pallá, donde el doctor le debe estar dando serenata a su quequereque.
Un hachón de ocote, encendido al final de la calle, juntaba y separaba en las lenguas de su resplandor luminoso los bultos de las casas, de los árboles y de cinco o seis hombres agrupados al pie de una ventana.
—¿Cuál de todos es el médico...? —preguntó el general con la pistola en la mano.
El contrabandista arrendó el caballo, levantó el brazo y señaló con el dedo al de la guitarra. Un disparo rasgó el aire y como plátano desgajado del racimo se desplomó un hombre.
—¡Ju-juy!... ¡Vea lo que ha hecho!... ¡Huygamos, vamos! ¡Nos cogen..., vamos..., meta las espuelas...!
—¡Lo... que... to... dos... de... bié... ra... mos... ha... cer... pa... ra... com... po... ner... es... te... pue... blo!... —dijo Canales con la voz cortada por el galope del caballo.
El paso de las bestias despertó a los perros, los perros despertaron a las gallinas, las gallinas a los gallos, los gallos a las gentes, a las gentes que volvían a la vida sin gusto, bostezando, desperezándose, con miedo.
La escolta llegó a levantar el cadáver del médico. De las casas cercanas salieron con faroles. La dueña de la serenata no podía llorar y atolondrada del susto, medio desnuda, con un farol chino en la mano lívida, perdía los ojos en la negrura de la noche asesina.
—Ya estamos tentando el río, general; pero por onde vamos a pasar nosotros no pasan sino los meros hombres, soy yo quien se lo digo... ¡Ay, vida, para que fueras eterna...!
—¡Quién dijo miedo! —contestó Canales que venía atrás, en un caballo retinto.
—¡Ándele! ¡Ay juerzas de colemico, las que le agarran a uno cuando lo vienen siguiendo! ¡Arrebiáteseme bien, bien, para que no se me en-pierda!
El paisaje era difuso, el aire tibio, a veces halado como de vidrio. El rumor del río iba tumbando cañas.
Por un desfiladero bajaron corriendo a pie. El contrabandista apersogó las bestias en un sitio conocido para recogerlas a la vuelta. Manchas de río reflejaban, entre las sombras, la luz del cielo constelado. Flotaba una vegetación extraña, una vegetación de árboles con viruela verde, ojos color de talco y dientes blancos. El agua bullía a sus costados adormecida, mantecosa, con olor a rana...
De islote en islote saltaban el contrabandista y el general, los dos pistola en mano, sin pronunciar palabra. Sus sombras los perseguían como lagartos. Los lagartos como sus sombras. Nubes de insectos los pinchaban. Veneno alado en el viento. Olía a mar, a mar pescado en red de selva, con todos sus peces, sus estrellas, sus corales, sus madréporas, sus abismos, sus corrientes... Largas babosidades de pulpo columpiaba el paxte sobre sus cabezas como postrera señal de vida. Ni las fieras se atrevían por donde ellos pasaban. Canales volvía la cabeza a todos lados, perdido en medio de aquella naturaleza fatídica, inabordable y destructora como el alma de su raza. Un lagarto, que sin duda había probado carne humana, atacó al contrabandista; pero éste tuvo tiempo de saltar; no así el general, que para defenderse quiso volver atrás y se detuvo como a la orilla de un relámpago de segundo, al encontrarse con otro lagarto que le esperaba con las fauces abiertas. Instante decisivo. La espalda le corrió muerta por todo el cuerpo. Sintió en la cara el cuero cabelludo. Se le fue la lengua. Encogió las manos. Tres disparos se sucedieron y el eco los repetía cuando él, aprovechando la fuga del animal herido que le cortaba el paso, saltaba sano y salvo. El contrabandista hizo otros disparos. El general, repuesto del susto, corrió a estrecharle la mano y se quemó los dedos en el cañón del arma que esgrimía aquél.
Al pintar el alba se despidieron en la frontera. Sobre la esmeralda del campo, sobre las montañas del bosque tupido que los pájaros convertían en cajas de música, y sobre las selvas pasaban las nubes con forma de lagarto llevando en los lomos tesoros de luz.