《总统先生》西班牙语(33)
XXXIII
Los puntos sobre las íes
La viuda de Carvajal erró de casa en casa, pero en todas la recibieron fríamente, sin aventurarse en algunas a manifestarle la pena que les causaba la muerte de su marido, temiendo acarrearse la enemiga del Gobierno, y no faltó donde la sirvienta salió a gritar a la ventana de mal modo: «¿A quién buscaba? ¡Ah!, los señores no están...»
El hielo que iba recogiendo en sus visitas se le derretía en casa. Regresaba a llorar a mares allegada a los retratos de su marido, sin más compañía que un hijo pequeño, una sirvienta sorda que hablaba recio y no cesaba de decir al niño: «¡Amor de padre, que lo demás es aire!», y un loro que repetía y repetía: «¡Lorito real, del Portugal, vestido de verde, sin medio real! ¡Daca la pata, lorito! ¡Buenos días, licenciado! ¡Lorito, daca la pata! Los zopes están en el lavadero. Huele a trapo quemado. ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar, la Reina Purísima de los Ángeles, Virgen concebida sin mancha de pecado original!... ¡Ay, ay!...» Había salido a pedir que le firmaran una petición al Presidente para que le entregaran el cadáver de su esposo, pero en ninguna parte se atrevió a hablar; la recibían tan mal, tan a la fuerza, entre toses y silencios fatales... Y ya estaba de vuelta con el escrito sin más firma que la suya bajo su manto negro.
Se le negaba la cara para el saludo, se le recibía en la puerta sin la gastada fórmula del pase-adelante, se le hacía sentirse contagiada de una enfermedad invisible, peor que la pobreza, peor que el vómito negro, peor que la fiebre amarilla, y, sin embargo, le llovían «anónimos», como decía la sirvienta sorda cada vez que encontraba una carta bajo la puertecita de la cocina que caía a un callejón oscuro y poco transitado, pliegos escritos con letra temblequeante que se depositaban allí al amparo de la noche, y en los que lo menos que le decían era santa, mártir, víctima inocente, además de poner a su desdichado esposo por las nubes y de relatar con pormenores horripilantes los crímenes del coronel Parrales Sonriente.
Bajo la puerta amanecieron dos anónimos. La sirvienta los trajo agarrados con el delantal, porque tenía las manos mojadas. El primero que leyó decía:
«Señora: no es éste el medio más correcto para manifestar a Ud. y a su apesarada familia la profunda simpatía que me inspira la figura de su esposo, el digno ciudadano licenciado don Abel Carvajal, pero permítame que lo haga así por prudencia, ya que no se pueden confiar al papel ciertas verdades. Algún día le daré a conocer mi verdadero nombre. Mi padre fue una de las víctimas del coronel Parrales Sonriente, el hombre que esperaban en el infierno todas las tinieblas, esbirro de cuyas fechorías hablará la historia si hay quien se decida a escribirla mojando la pluma en veneno de tamagás. Mi padre fue asesinado por este cobarde en un camino sólo hace muchos años. Nada se averiguó, como era de esperarse, y el crimen habría quedado en el misterio de no ser un desconocido que, valiéndose del anónimo, refirió a mi familia los detalles de aquel horroroso asesinato. No sé si su esposo, tipo de hombre ejemplar, héroe que ya tiene un monumento en el corazón de sus conciudadanos, fue efectivamente el vengador de las víctimas de Parrales Sonriente (al respecto circulan muchas versiones); mas he juzgado de mi deber en todo caso llevar a Ud. mi voz de consuelo y asegurarle, señora, que todos lloramos con Ud. la desaparición de un hombre que salvó a la Patria de uno de los muchos bandidos con galones que la tienen reducida, apoyados en el oro norteamericano, a porquería y sangre.
B. S. M. CRUZ DE CALATRAVA.»
Vacía, cavernosa, con una pereza interna que le paralizaba en la cama horas enteras alargada como un cadáver, más inmóvil a veces que un cadáver, su actividad se reducía a la mesa de noche cubierta por los objetos de uso inmediato para no levantarse y algunas crisis de nervios cuando le abrían la puerta, pasaban la escoba o hacía ruido junto a ella. La sombra, el silencio, la suciedad, daban forma a su abandono, a su deseo de sentirse sola con su dolor, con esa parte de su ser que con su marido había muerto en ella y que poco a poco le ganaría cuerpo y alma.
«Señora de todo mi respeto y consideración —empezó leyendo en alta voz el otro anónimo—: supe por algunos amigos que Ud. estuvo con el oído pegado a los muros de la Penitenciaría la noche del fusilamiento de su marido, y que si oyó y contó las descargas, nueve descargas cerradas, no sabe cuál de todas arrancó del mundo de los vivos al licenciado Carvajal, que de Dios haya. Bajo nombre supuesto —los tiempos que corren no son para fiarse del papel—, y no sin dudarlo mucho por el dolor que iba a ocasionarle, decidí comunicar a Ud. todo lo que sé al respecto, por haber sido testigo de la matanza. Delante de su esposo caminaba un hombre flaco, trigueño, al cual le bañaba la frente espaciosa el pelo casi blanco. No pude ni he podido averiguar su nombre. Sus ojos hundidos hasta muy adentro conservaban, a pesar del sufrimiento que denunciaban sus lágrimas, una gran bondad humana y leíase en sus pupilas que su poseedor era hombre de alma noble y generosa. El licenciado le seguía tropezando con sus propios pasos, sin alzar la vista del suelo que tal vez no sentía, la frente empapada en sudor y una mano en el pecho como para que no se le zafara el corazón. Al desembocar en el patio y verse en un cuadro de soldados se pasó al envés de la mano por los párpados para darse cuenta exacta de lo que veía. Vestía un traje descolorido que le iba pequeño, las mangas de la chaqueta abajo de los codos y los pantalones abajo de las rodillas. Ropas ajadas, sucias, viejas, rotas, como todas las que visten los prisioneros que regalan las suyas a los amigos que dejan en las sepulturas de las mazmorras, o las cambian por favores con los carceleros. Un botoncito de hueso le cerraba la camisa raída. No llevaba cuello ni zapatos. La presencia de sus compañeros de infortunio, también semidesnudos, le devolvió el ánimo. Cuando acabaron de leerle la sentencia de muerte, levantó la cabeza, paseó la mirada adolorida por las bayonetas y dijo algo que no se oyó. El anciano que estaba al lado suyo intentó hablar, pero los oficiales lo callaron amenazándolo con los sables, que en el pintar del día y en sus manos temblorosas de la goma parecían llamas azulosas de alcohol, mientras en las murallas se golpeaba con sus propios ecos una voz que pregonaba: ¡Por la Nación!... Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve descargas siguieron. Sin saber cómo las fui contando con los dedos, y desde entonces tengo la impresión extraña de que me sobre un dedo. Las víctimas se retorcían con los ojos cerrados, como queriendo huir a tientas de la muerte. Un velo de humo nos separaba de un puñado de hombres que al ir cayendo intentaban lo imposible por asirse unos con otros, para no rodar solos al vacío. Los tiros de gracia sonaron como revientan los cohetillos, mojados, tarde y mal. Su marido tuvo la dicha de morir a la primera descarga. Arriba se veía el cielo azul, inalcanzable, mezclado a un eco casi imperceptible de campanas, de pájaros, de ríos. Supe que el Auditor de Guerra se encargó de dar sepultura a los cadá...»
Ansiosamente volvió el pliego. «... Cadá...» Pero no seguía allí, no seguía allí ni en los otros pliegos; la carta se cortaba de golpe, faltaba la continuación. En vano releyó cuanto papel tuvo a la vista, buscó en el piso, en la mesa, volviendo y revolviéndolo todo, mordida por el deseo de saber dónde estaba enterrado su marido.
En el patio discurría el loro:
«¡Lorito real, del Portugal, vestido de verde sin medio real! ¡Ái viene el licenciado! ¡Hurra, lorito real! ¡Ya mero, dice el embustero! ¡No lloro, pero me acuerdo!»
La sirvienta del Auditor de Guerra dejó en la puerta a la viuda de Carvajal, mientras atendía a dos mujeres que hablaban a gritos en el zaguán.
—¡Oiga, pues, oiga —decía una de ellas—; ái le dice que no le esperé, porque, achís, yo no soy su india para enfriarme el trasero en ese poyo que está como su linda cara! Dígale que vine a buscarlo para ver si por las buenas me devuelve los diez mil pesos que me quitó por una mujer de la Casa Nueva que no me sacó de apuros, porque el día que la llevé allá conmigo le dio el sincopié. Dígale, vea, que es la última vez que lo molesto, que lo que voy a hacer es quejarme con el Presidente.
—¡Vonos, doña Chón, no se incomode, dejemos a esta vieja cara de mi...seria!
—La señori... —intentó decir la sirvienta, pero la señorita se interpuso:
—¡Shó, verdá!
—Dígale lo que le dejo dicho con usté, por aquello, veya, que no diga después que no se lo advertí a tiempo: que estuvieron a buscarlo doña Chón y una muchacha, que lo esperaron y que como vieron que no venía se fueron y le dejaron dicho que zacatillo como el conejo...
Sumida en sus pensamientos, la viuda de Carvajal no se dio cuenta de lo que pasaba. De su traje negro, como muerta en ataúd con cristal, no asomaba más que la cara. La sirvienta le tocó el hombro —tacto de telaraña tenía la vieja en la punta de los dedos—, y le dijo que pasara adelante. Pasaron. La viuda habló con palabras que no se resolvían en sonidos distintos, sino en un como bisbiseo de lector cansado.
—Sí, señora, déjeme la carta que traye escrita. Así, cuando él venga que no tardará en venir —ya debía estar aquí—, yo se la entrego y le hablo a ver si se logra.
—Por vida suya...
Un individuo vestido de lona café, seguido de un soldado que le custodiaba remington al hombro, puñal a la cintura, cartuchera de tiros al riñón, entró cuando salía la viuda de Carvajal.
—Es que me dispensa —dijo a la sirvienta—; ¿estará el licenciado?
—No, no está.
—¿Y por dónde podría esperarlo?
—Siéntese por ái, vea; que se siente el soldado.
Reo y custodio ocuparon en silencio el poyo que la sirvienta les señaló de mal modo.
El patio trascendía a verbena del monte y a begonia cortada. Un gato se paseaba por la azotea. Un cenzontle preso en una jaula de palito de canasto ensayaba a volar. Lejos se oía el chorro de la pila, zonzo de tanto caer, adormecido.
El Auditor sacudió sus llaves al cerrar la puerta y, guardándoselas
en el bolsillo, acercóse al preso y al soldado. Ambos se pusieron de pie.
—¿Genaro Rodas? —preguntó. Venía olfateando. Siempre que entraba de la calle le parecía sentir en su casa hedentina a caca de gato.
—Sí, señor, pa servirlo.
—¿El custodio entiende español?
—No muy bien —respondió Rodas. Y volviéndose al soldado, añadió—: ¿Qué decís, vos, entendés Castilla?
—Medie entiende.
—Entonces —zanjó el Auditor—, mejor te quedás aquí: yo voy a hablar con el señor. Espéralo, ya va a volver; va a hablar conmigo.
Rodas se detuvo a la puerta del escritorio. El Auditor le ordenó que pasara y sobre una mesa cubierta de libros y papeles fue poniendo las armas que llevaba encima: un revólver, un puñal, una manopla, un «casse-tête».
—Ya te deben haber notificado la sentencia.
—Sí, señor, ya...
—Seis años ocho meses, si no me equivoco.
—Pero, señor, yo no fuí complicís de Lucio Vásquez; lo que él hizo lo hizo sin contar conmigo; cuando yo me vine a dar cuenta ya el Pelele rodaba ensangrentado por las gradas del Portal, casi muerto. ¡Qué iba yo a hacer! ¡Qué podía yo hacer! Era orden. Según dijo él era orden...
—Ahora ya está juzgado de Dios...
Rodas volvió los ojos al auditor, como dudando de lo que su cara siniestra le confirmó, y guardaron silencio.
—Y no era malo aquél... —suspiró Rodas adelgazando la voz para cubrir con estas pocas palabras la memoria de su amigo; entre dos latidos cogió la noticia y ahora ya la sentía en la sangre—... ¡Qué se ha de hacer!... El Terciopelo le clavamos porque era muy de al pelo y corría unos terciotes.
—Los autos lo condenaban a él como autor del delito, y a vos como cómplice.
—Pero, pa mí, que hubiera cabido defensa.
—El defensor fue cabalmente el que conociendo la opinión del Señor Presidente, reclamó para Vásquez la pena de muerte, y para vos el máximum de la pena.
—Pobre aquél, yo siquiera puedo contar el cuento...
—Y podés salir libre, pues el Señor Presidente necesita de uno que, como vos, haya estado preso un poco por política. Se trata de vigilar a uno de sus amigos, que él tiene sus razones para creer que lo está traicionando.
—Dirá usté...
—¿Conocés a don Miguel Cara de Ángel?
—No, sólo de nombre lo he oído mentar; es el que se sacó a la hija del general Canales, según creo.
—El mismo. Lo reconocerás en seguida, porque es muy guapo: hombre alto, bien hecho, de ojos negros, cara pálida, cabello sedoso, movimientos muy finos. Una fiera. El Gobierno necesita saber todo lo que hace, a qué personas visita, a qué personas saluda por la calle, qué sitios frecuenta por la mañana, por la tarde, por la noche, y lo mismo de su mujer; para todo eso te daré instrucciones y dinero.
Los ojos estúpidos del preso siguieron los movimientos del Auditor que, mientras decía estas últimas palabras, tomó un canutero de la mesa, lo mojó en un tinterote que ostentaba, entre dos fuentes de tinta negra, una estatua de la diosa Themis, y se lo tendió agregando:
—Firma aquí; mañana te mando poner en libertad. Prepará ya tus cosas para salir mañana.
Rodas firmó. La alegría le bailaba en el cuerpo como torito de pólvora.
—No sabe cuánto le agradezco —dijo al salir; recogió al soldado, casi le da un abrazo, y marchóse a la Penitenciaría como el que va a subir al cielo.
Pero más contento se quedó el Auditor con el papel que aquel acababa de firmarle y que a la letra decía:
«Por $ 10.000 m/n. —Recibí de doña Concepción Gamucino (a) “la Diente de Oro”, propietaria del prostíbulo “El Dulce Encanto”, la suma de diez mil pesos moneda nacional, que me entregó para resarcirme en parte de los perjuicios y daños que me causó por haber pervertido a mi esposa, señora Fedina de Rodas, a quien sorprendiendo en su buena fe y sorprendiendo la buena fe de las Autoridades, ofreció emplear como sirvienta y matriculó sin autorización ninguna como su pupila—. Genaro Radas.»
La voz de la criada se oyó tras de la puerta:
—¿Se puede entrar?
—Sí, entrá...
—Vengo a ver si se te ofrecía algo. Voy a ir a la tienda a traer candelas, y a decirte que vinieron a buscarte dos mujeres de ésas de las casas malas y te dejaron dicho conmigo que si no les devolvés los diez mil pesos que les quitaste que se van a quejar con el Presidente.
—¿Y qué más?... —articuló el Auditor con muestras de fastidio, al tiempo de agacharse a recoger del suelo una estampilla de correo.
—Y también estuvo a buscarte una señora enlutada de negro que parece ser mujer del que fusilaron...
—¿Cuál de todos ellos?
—El Señor Carvajal...
—¿Y qué quiere?...
—La pobre me dejó esta carta. Parece que quiere saber dónde está enterrado su marido.
Y en tanto el Auditor pasaba los ojos de mal modo por el papel orlado de negro, la sirvienta continuó:
—Te diré que yo le prometí interesarme, porque me dio una lástima, y la pobre se fue con mucha esperanza.
—Demasiado te he dicho que me disgusta que congeniés con toda la gente. No hay que dar esperanzas. ¿Cuándo entenderás que no hay que dar esperanzas? En mi casa, es que no se dan esperanzas de ninguna especie a nadie. En esto puestos se mantiene uno porque hace lo que le ordenan, y la regla de conducta del Señor Presidente es no dar esperanzas y pisotearlos y zurrarse en todos porque sí. Cuando venga esa señora le devolvés su papelito bien doblado y que no hay tal saber dónde está enterrado...
—No te disgustés, pues, te va a hacer mal; así se lo voy a decir. Sea por Dios con tus cosas.
Y salió con el papel, arrastrando los pies uno tras otro, uno tras otro, entre el ruido de la nagua.
Al llegar a la cocina arrugó el pliego que contenía la súplica y lo lanzó a las brasas. El papel, como algo vivo, revolcóse en una llama que palideció convertida sobre la ceniza en mil gusanitos de alambre de oro. Por las tablas de los botes de las especias, tendidas como puentes, vino un gato negro, saltó al poyo junto a la vieja, frotósele en el vientre estéril como un sonido que se va alargando en cuatro patas, y en el corazón del fuego que acababa de consumir el papel puso los ojos dorados con curiosidad satánica.