《总统先生》(21)
XXI
Vuelta en redondo
Cara de Ángel se arrancó el cuello y la corbata frenético. Nada más tonto, pensaba, que la explicacioncilla que el prójimo se busca de los actos ajenos. Actos ajenos... ¡Ajenos!... El reproche es a veces murmuración aceda. Calla lo favorable y exagera lo corriente. Un bello estiércol. Arde como cepillo sobre llaga. Y va más hondo ese reproche velado, de pelo muy fino, que se disimula en la información familiar, amistosa o de simple caridad... ¡Y hasta las criadas! ¡Al diablo con todos estos chismes de hueso!
Y de un tirón saltaron los botones de la camisa. Una desgarradura. Se oyó como si se hubiese partido el pecho. Las sirvientas le habían informado por menudo de cuanto se contaba en la calle de sus amores. Los hombres que no han querido casarse por no tener en casa mujer que les repita, como alumna aplicada en día de premios, lo que la gente dice de ellos —nunca nada bueno— acaban, como Cara de Ángel, oyéndolo de labios de la servidumbre.
Entornó las cortinas de su habitación sin acabar de quitarse la camisa. Necesitaba dormir o, por lo menos, que el cuarto fingiera ignorar el día, ese día, constataba con rencor, que no podía ser otro más que ese mismo día.
«¡Dormir!», repitióse al borde de la cama, ya sin zapatos, ya sin calcetines, con la camisa abierta, desabrochándose el pantalón. «¡Ah, pero qué idiota! ¡Si no me he quitado la chaqueta!»
De talones, con las puntas de los dedos hacia arriba para no asentar en el piso de cemento heladísimo la planta de los pies, llegóse a colgar la americana al respaldo de una silla y a saltitos, rápido y friolento y en un pie como un alcaraván, volvió a la cama. Y ¡pun!..., se enterró perseguido por..., por el animal del piso. Las piernas de sus pantalones arrojados al aire giraron como las agujas de un reloj gigantesco. El piso, más que de cemento, parecía de hielo. ¡Qué horror! De hielo con sal. De hielo de lágrimas. Saltó a la cama como a una barca de salvamento desde un témpano de hielo. Buscaba a echarse fuera de cuanto le sucedía, y cayó en su cama, que antojósele una isla, una isla blanca rodeada de penumbras y de hecho inmóviles, pulverizados. Venía a olvidar, a dormir, a no ser. Ya no más razones montables y desmontables como las piezas de una máquina. A la droga con los tornillos del sentido común. Mejor el sueño, la sinrazón, esa babosidad dulce de color azul al principio, aunque suele presentarse verde, y después negra, que desde los ojos se destila por dentro al organismo, produciendo la inhibición de la persona. ¡Ay, anhelo! Lo anhelado se tiene y no se tiene. Es como un ruiseñor de oro al que nuestras manos le hacen jaula con los diez dedos juntos. Un sueño de una pieza, reparador, sin visitas que entran por los espejos y se van por las ventanas de la nariz. Algo así anhelaba, algo como su reposado dormir de antes. Pronto se convenció de lo alto que le quedaba el sueño, más alto que el techo, en el espacio claro que sobre su casa era el día, aquel imborrable día. Se acostó boca abajo. Imposible. Del lado izquierdo, para callarse el corazón. Del lado derecho. Todo igual. Cien horas le separaban de sus sueños perfectos, de cuando se acostaba sin preocupaciones sentimentales. Su instinto le acusaba de estar en ese desasosiego por no haber tomado a Camila por la fuerza. Lo oscuro de la vida se siente tan cerca algunas veces, que el suicidio es el único medio de evasión. «¡Ya no seré más!»..., se decía. Y todo él temblaba en su interior. Se tocó un pie con otro. Le comía la falta de clavo en la cruz en que estaba. «Los borrachos tienen no sé qué de ahorcados cuando marchan —se dijo—, y los ahorcados no sé qué de borrachos cuando patalean o los mueve el viento.» Su instinto le acusaba. Sexo de borracho... Sexo de ahorcado... ¡Tú, Cara de Ángel! ¡Sexo de moco de chompipe!... «La bestia no se equivoca de una cifra en este libro de contabilidades sexuales», fue pensando. «Orinamos hijos en el cementerio. La trompeta del juicio... Bueno, no será trompeta. Una tijera de oro cortará ese chorro perenne de niños. Los hombres somos como las tripas de cerdo que el carnicero demonio rellena de carne picada para hacer chorizos. Y al sobreponerme a mí mismo para librar a Camila de mis intenciones, dejé una parte de mi ser sin relleno y por eso me siento vacío, intranquilo, colérico, enfermo, dado a la trampa. El hombre se rellena de mujer —carne picada— como una tripa de cerdo para estar contento. ¡Qué vulgaridad!»
Las sábanas le quedaban como faldones. Insoportables faldones mojados en sudor.
¡Le deben doler las hojas al Árbol de la Noche Triste! «¡Ay, mi cabeza!» Sonido licuado de carillón... Brujas la Muerta... Tirabuzones de seda sobre su nuca... «Nunca...» Pero en la vecindad tienen un fonógrafo. No lo había oído. No lo sabía. Primera noticia. En la casa de atrás tienen un perro. Deben ser dos. Pero aquí tienen un fonógrafo. Uno solo. «Entre la trompeta del fonógrafo de esta vecindad, y los perros de la casa de allá atrás, que oyen la voz del amo, queda mi casa, mi cabeza, yo... Estar cerca y estar lejos es ser vecinos. Esto es lo feo de ser vecino de alguien. Pero éstos, ¡qué trabajo tienen!: tocar el fonógrafo. Y hablar mal de todo el mundo. Ya me figuro lo que dirán de mí. Par de anisillos descoloridos. De mí que digan lo que quieran, qué me importa; pero de ella... Como yo llegue a averiguar que han dicho media palabra mal de ella, les hago miembros de La Juventud Liberal. Muchas veces los he amenazado con eso; mas ahora, ahora estoy dispuesto a cumplirlo. ¡Cómo les amargaría la vida! Aunque tal vez no, son muy sinvergüenzas. Ya los oigo repetir por todas partes: “¡Se sacó a la pobre muchacha después de media noche, la arrastró al fondín de una alcahueta y la violó; la policía secreta guardaba la puerta para que nadie se acercara! La atmósfera —se quedarán pensando, ¡caballos!— mientras la desnudaba, desgarrándole las ropas, tenía carne y pluma temblorosa de ave recién caída en la trampa. Y la hizo suya —se dirán— sin acariciarla, con los ojos cerrados, como quien comete un crimen o se bebe un purgante.” Si supieran que no es así, que aquí estoy medio arrepentido de mi proceder caballeroso. Si imaginaran que todo lo que dicen es falso. A la que deben de estarse imaginando es a ella. Se la imaginarán conmigo, conmigo y con ellos. Ellos desnudándola; ellos haciendo lo que yo hice según ellos. Lo de La Juventud Liberal es poco para este par de serafines. Algo más duro hay que buscar. El castigo ideal, ya que los dos son solteros —¡es verdad que son solterones!—, sería... con un par de señoras de aquéllas, aquéllas. Sé de dos que el Señor Presidente tiene sobre la nuca. Pues con ésas. Pues con ésas. Pero una de ellas está embarazada. No importa. Mejor. Cuando el Señor Presidente quiere algo no es cosa de andarle mirando el vientre a la futura... Y que ésos, por mieditis, se casan, se casan...»
Se hizo un ovillo y con los brazos prensados entre las piernas recogidas, apretó la cabeza en las almohadas para dar tregua al relampagueante herir de sus ideas. Los rincones helados de las sábanas le reservaban choques físicos, aliviados pasajeros en la fuga desencadenada de su pensamiento. Allá lejos fue a buscar por último estas gratas sorpresas desagradables, alargando los pies para sacarlos de las sábanas y tocar con ellos los barrotes de bronce de la cama. Poco a poco abrió los ojos en seguida. Parecía que al hacerlo iba rompiendo la costura finísima de sus pestañas. Colgaba de sus ojos, ventosas adheridas al techo, ingrávido como la penumbra, los huesos sin endurecer, las costillas reducidas a cartílagos y la cabeza a blanda sustancia... Aldabeaba entre las sombras una mano de algodón... La mano de algodón de una sonámbula... Las casas son árboles de aldabas... Bosques de árboles de aldabas las ciudades son... Las hojas del sonido iban cayendo mientras ella llamaba... El tronco intacto de la puerta después de botar las hojas del sonido intacto... A ella no le quedaba más que tocar... A ellos no les quedaba más que abrir... Pero no abrieron. Así les hubiera echado abajo la puerta. Clavo que te clavas, así les hubiera echado abajo la puerta; clavo que te clavas, y nada; así les hubiera echado abajo la casa...
—... ¿Quién?... ¿Qué?...
—Es una esquela de muerto que acaban de traer.
—Sí, pero no se la entrés, porque debe estar dormido. Ponésela por ahí, por su escritorio.
—«El señor Joaquín Cerón falleció anoche auxiliado por los Santos Sacramentos. Su esposa, hijos y demás parientes cumplen con el triste deber de participarlo a Ud. y le ruegan encomendar su alma a Dios y asistir a la conducción del cadáver al Cementerio General hoy, a las 4 p. m. El duelo se despide en la puerta del cementerio. Casa mortuoria: Callejón del Carrocero.»
Involuntariamente había oído leer a una de sus sirvientas la esquela de don Joaquín Cerón.
Libertó un brazo de la sábana y se lo dobló bajo la cabeza. Don Juan Canales se le paseaba por la frente vestido de plumas. Había arrancado cuatro corazones de palo y cuatro Corazones de Jesús y los tocaba como castañuelas. Y sentía a doña Judith en el occipucio, los cíclopes senos presos en el corsé crujiente, corsé de tela metálica y arena, y en el peinado pompeyano un magnífico peine de manola que le daba aspecto de tarasca. Se le acalambró el brazo que tenía bajo la cabeza a guisa de almohada y lo fue desdoblando poco a poco, como se hace con una prenda de vestir en la que anda un alacrán...
Poco a poco...
Hacia el hombro le iba subiendo un ascensor cargado de hormigas... Hacia el codo le iba bajando un ascensor cargado de hormigas de imán... Por el tubo del antebrazo caía el calambre de la penumbra... Era un chorro su mano. Un chorro de dedos dobles... Hasta el piso sentía las diez mil uñas...
¡Pobrecita, clava que te clava y nada!... So bestias, mulas; si abren les escupo a la cara... Como tres y dos son cinco..., y cinco diez..., y nueve, diecinueve, que les escupo a la cara. Tocaba al principio con mucho brillo y a las últimas, más parecía dar con un pico en tierra... No llamaba, cavaba su propia sepultura... ¡Qué despertar sin esperanza!... Mañana iré a verla... Puedo... Con el pretexto de llevarle noticias de su papá, puedo... O... si hoy hubiera noticias... Puedo..., aunque de mis palabras dudará...
«... ¡De sus palabras no dudo! ¡Es cierto, es indudablemente cierto que mis tíos le negaron a mi padre y le dijeron que no me querían ver ni pintada por sus casas!» Así reflexionaba Camila tendida en la cama de la Masacuata, quejándose del dolor de espalda, algo así como mal de yegua, mientras que en la fonda, que separaba de la alcoba un tabique de tablas viejas, brines y petates, comentaban los parroquianos entre copa y copa los sucesos del día: la fuga del general, el rapto de su hija, las vivezas del favorito... La fondera hacía oídos sordos o se desayunaba de todo lo que aquellos le contaban...
Un fuerte mareo alejó a Camila de aquella gentuza pestilente. Sensación de caída vertical en el silencio. Entre gritar —sería imprudencia— y no gritar —susto de aquel total aflojamiento—, gritó... Amortajábala un frío de plumas de ave muerta. La Masacuata acudió en el acto —¿qué le sucedía?— y todo fue verla de color verdoso de botella, con los brazos rígidos como de palo, las mandíbulas trabadas y los párpados caídos, como correr a echarse un trago de aguardiente, de la primera garrafa que tuvo a mano, y volver a rociárselo en la cara. Ni supo, de la pena, a qué hora se marcharon los clientes. Clamaba con la Virgen de Chichinquirá y todos los santos para que aquella niña no se le fuera a quedar allí.
«... Esta mañana, cuando nos despedimos, lloraba sobre mis palabras, ¡qué le quedaba!... Lo que nos parece mentira siendo verdad, nos hace llorar de júbilo o de pena...»
Así pensaba Cara de Ángel en su cama, casi dormido, aún despierto, despierto a una azulosa combustión angélica. Y poco a poco, ya dormido, flotando bajo su propio pensamiento, sin cuerpo, sin forma, como un aire tibio, móvil a soplo de su propia respiración...
Sólo Camila persistía en aquel hundirse de su cuerpo en el anulamiento, alta, dulce y cruel como una cruz de camposanto...
El Sueño, señor que surca los mares oscuros de la realidad, le recogió en una de sus muchas barcas. Invisibles manos le arrancaron de las fauces abiertas de los hechos, olas hambrientas que se disputaban los pedazos de sus víctimas en peleas encarnizadas.
—¿Quién es? —preguntó el Sueño.
—Miguel Cara de Ángel... —respondieron hombres invisibles. Sus manos, como sombras blancas, salían de las sombras negras, y eran impalpables.
—Llevadle a la barca de... —el Sueño dudó— ... los enamorados que habiendo perdido la esperanza de amar ellos, se conforman con que les amen.
Y los hombres del Sueño le conducían obedientes a esa barca, caminando por sobre esa capa de irrealidad que recubre de un polvo muy fino los hechos diarios de la vida, cuando un ruido, como una garra, se los arrancó de las manos...
... La cama...
... Las sirvientas...
No; la esquela, no... ¡Un niño!
Cara de Ángel pasóse la mano por los ojos y alzó la cabeza aterrorizado. A dos pasos de su cama había un niño acezoso, sin poder hablar. Por fin dijo:
—Es ... que.. ...man... da ... a decir... la señora de la fonda... que se vaya para allá..., porque la señorita... está muy... grave...
Si tal hubiera oído del Señor Presidente, no se habría vestido el favorito con tanta rapidez. Salió a la calle con el primer sombrero que arrancó de la capotera, sin amarrarse bien los zapatos, mal hecho el nudo de la corbata...
—¿Quién es? —preguntó el Sueño. Sus hombres acababan de pescar en las aguas sucias de la vida una rosa en vías de marchitarse.
—Camila Canales... —le respondieron...
—Bien, ponedla, si hay lugar, en la barca de las enamoradas que no serán felices...
—¿Cómo dice, doctor? —la voz de Cara de Ángel sobaba dejos paternales. El estado de Camila era alarmante.
—Es lo que yo creo, que la fiebre le tiene que subir. El proceso de la pulmonía...