《总统先生》(24)
XXIV
Casa de mujeres malas
—¡Indi-pi, a pa!
—¿Yo-po? Pe-pe, ro-po, chu-pu, la-pa...,
—¿Quitín-qué?
—¡Na-pa, la-pa!
—¡Na-pa, la-pa!
—... ¡Chu-jú!
—¡Cállense, pues, cállense! ¡Qué cosas! Que desde que Dios amanece han de estar ahí chalaca, chalaca; parecen animales que no entienden —gritó la Diente de Oro.
Vestía su excelencia blusa negra y naguas moradas y rumiaba la cena en un sillón de cuero detrás del mostrador de la cantina.
Pasado un rato, habló a una criada cobriza de trenzas apretadas y lustrosas:
—¡Ve, Pancha, diciles a las mujeres que se vengan para acá; no es ése el modo, va a venir gente y ya deberían estar aquí aplastadas! ¡Siempre hay que andar arriando a éstas, por la gran chucha!
Dos muchachas entraron corriendo en medias.
—¡Quietas ustedes! ¡Consuelo! ¡Ah, qué bonitas las chiquitillas! ¡Chu-Malía, con sus juegos!... Y mirá, Adelaida —¡Adelaida, se te está hablando!—, si viene el mayor es bueno que le quités la espada en prenda de lo que nos debe. ¿Cuánto debe a la casa, vos, jocicón?
—Nuevecientos cabales, más treinta y seis que le di anoche —contestó el cantinero.
—Una espada no vale tanto: bueno..., ni que fuera de oro, pero pior es nalgas. ¡Adelaida!, ¿es con la paré, no es con vos, verdá?
—Sí, doña Chón, si ya oí... —dijo entre risa y risa Adelaida Peñal, y siguió jugando con su compañera, que la tenía cogida por el moño.
El surtido de mujeres de El Dulce Encanto ocupaba los viejos divanes en silencio. Altas, bajas, gordas, flacas, viejas, jóvenes, adolescentes, dóciles, hurañas, rubias, pelirrojas, de cabellos negros, de ojos pequeños, de ojos grandes, blancas, morenas, zambas. Sin parecerse, se parecían; eran parecidas en el olor; olían a hombre, todas olían a hombre, olor acre de marisco viejo. En las camisitas de telas baratas les bailaban los senos casi líquidos. Lucían, al sentarse despernancadas, los caños de las piernas flacas, las ataderas de colores gayos, los calzones rojos a las veces con tira de encaje blanco, o de color salmón pálido y remate de encaje negro.
La espera de las visitas las ponía irascibles. Esperaban como emigrantes, con ojos de reses, amontonadas delante de los espejos. Para entretener la nigua, unas dormían, otras fumaban, otras devoraban pirulíes de menta, otras contaban en las cadenas de papel azul y blanco del adorno del techo, el número aproximado de cagaditas con lentitud y sin decoro.
Casi todas tenían apodo. Mojarra llamaban a la de ojos grandes; si era de poca estatura, Mojarrita, y si ya era tarde y jamona, Mojarrona. Chata, a la de nariz arremangada; Negra, a la morena; Prieta, a la zamba; China, a la de ojos oblicuos; Canche, a la de pelo rubio; Tartaja, a la tartamuda.
Fuera de estos motes corrientes, había la Santa, la Marrana, la Patuda, la Mielconsebo, la Mica, la Lombriz, la Paloma, la Bomba, la Sintripas, la Bombasorda.
Algunos hombres pasaban en las primeras horas de la noche a entretenerse con las mujeres desocupadas en conversaciones amorosas, besuqueos y molestentaderas. Siempre lisos y lamidos. Doña Chón habría querido darles sus gaznatadas, que veneno y bastante tenían para ella con ser gafos, pero los aguantaba en su casa sin tronarles el caite por no disgustar a las reinas. ¡Pobres las reinas, se enredaban con aquellos hombres —protectores que las explotaban, amantes que las mordían— por hambre de ternura, de tener quién por ellas!
También caían en las primeras horas de la noche muchachos inexpertos. Entraban temblando, casi sin poder hablar, con cierta torpeza en los movimientos, como mariposas aturdidas, y no se sentían bien hasta que no se hallaban de nuevo en la calle. Buenas presas. Al mandado y no al retozo. Quince años. «Buenas noches.» «No me olvides.» Salían del burdel con gusto de sabandija en la boca, lo que antes de entrar tenía de pecado y de proeza, y con esa dulce fatiga que da reírse mucho o repicar con volteadora. ¡Ah, qué bien se encontraban fuera de aquella casa hedionda! Mordían el aire como zacate fresco y contemplaban las estrellas como irradiaciones de sus propios músculos.
Después iba alternándose la clientela seria. El bien famado hombre de negocios, ardoroso, barrigón. Astronómica cantidad de vientre le redondeaba la caja torácica. El empleado de almacén que abrazaba como midiendo género por vara, al contrario el médico que lo hacía como auscultando. El periodista, cliente que al final de cuentas dejaba empeñado hasta el sombrero. El abogado con algo de gato y de geranio en su domesticidad recelosa y vulgar. El provinciano con los dientes de leche. El empleado público encorvado y sin gancho para las mujeres. El burgués adiposo. El artesano con olor de zalea. El adinerado que a cada momento se tocaba con disimulo la leopoldina, la cartera, el reloj, los anillos. El farmacéutico, más silencioso y taciturno que el peluquero, menos atento que el dentista...
La sala ardía a media noche. Hombres y mujeres se quemaban con la boca. Los besos, triquitraques lascivos de carne y de saliva, alternaban con los mordiscos, las confidencias con los golpes, las sonrisas con las risotadas y los taponazos de champán con los taponazos de plomo cuando había valientes.
—¡Ésta es media vida! —decía un viejo acodado a una mesa, con los ojos bailarines, los pies inquietos y en la frente un haz de venas que le saltaban enardecidas.
Y cada vez más entusiasmado, preguntaba a un compañero de juerga:
—¿Me podré ir con aquella mujer que está allá?...
—Sí, hombre, si para eso son...
—¿Y aquélla que está junto a ésa?... ¡Ésa me gusta más!
—Pues con ésa también.
Una morena que por coquetería llevaba los pies desnudos, atravesó la sala.
—¿Y con ésa que va allí?
—¿Cuál? ¿La mulatísima?...
—¿Cómo se llama?
—Adelaida, y le dicen la Marrana. Pero no te fijes en ella, porque está con el mayor Farfán. Creo que es su casera.
—¡Marrana, cómo lo acaricia! —observó el viejo en voz baja.
La cocota embriagaba a Farfán con sus artes de serpiente, acercándole los filtros embrujadores de sus ojos, más hermosos que nunca bajo la acción de la belladona; el cansancio de sus labios pulposos —besaba con la lengua como pegando sellos— y el peso de sus senos tibios y del vientre combo.
—¡Quítese mejor ésta su porquería! —insinuó la Marrana a la oreja de Farfán. Y sin esperar respuesta —para luego es tarde— le desenganchó la espada del arnés y se la dio al cantinero.
Un ferrocarril de gritos pasó corriendo, atravesó los túneles de todos los oídos y siguió corriendo...
Las parejas bailaban al compás y al descompás con movimientos de animales de dos cabezas. Tocaba el piano un hombre pintarrajeado como mujer. Al piano y a él le faltaban algunos marfiles. «Soy mico, remico y plomoso», respondía a los que le preguntaban por qué se pintaba, agregando para quedar bien: «Me llaman Pepe los amigos y Violeta los muchachos. Uso camisa deshonesta, sin ser jugador de tenis, para lucir los pechos de cucurrucú, monóculo por elegancia y levita por distracción. Los polvos —¡ay, qué mal hablado!— y el colorete me sirven para disimular las picaduras de viruela que tengo en la cara, pues han de estar y estarán que la maligna conmigo jugó confeti... ¡Ay, no les hago caso, porque estoy con mi costumbre!»
Un ferrocarril de gritos pasó corriendo. Bajo sus ruedas triturantes, entre sus émbolos y piñones, se revolcaba una mujer ebria, blanda, lívida, color de afrecho, apretándose las manos en las ingles, despintándose las mejillas y la boca con el llanto.
—¡Ay, mis o... vaaaAAArios! ¡Ay mis ovAAArios! ¡Ay, mis o ... vaaaAAAAAArios! ¡Mis ovarios! ¡Ay... mis ovarios! ¡Ay...!
Sólo los borrachos no se acercaron al grupo de los que corrían a ver qué pasaba. En la confusión, los casados preguntaban si estaba herida para marcharse antes que entrara la policía, y los demás, tomando las cosas menos a la tremenda, corrían de un punto a otro por el gusto de dar contra los compañeros. Cada vez era más grande el grupo alrededor de la mujer, que se sacudía interminablemente con los ojos en blanco y la lengua fuera. En lo agudo de la crisis se le escapó la dentadura postiza. Fue el delirio, la locura entre los espectadores. Una sola carcajada saludó el rápido deslizarse de los dientes por el piso de cemento.
Doña Chón puso fin al escándalo. Andaba por allá adentro y vino a la carrera como gallina esponjada que acude a sus polluelos cacareando; tomó de un brazo a la infeliz gritona y barrió con ella la casa hasta la cocina donde, con ayuda de la Calvario, la sepultaron en la carbonera, no sin que ésta le propinase algunos puntazos con el asador.
Aprovechando la confusión, el viejo enamorado de la Marrana se la birló al mayor, que ya no veía de borracho.
—¡Mipiorquería!, ¿verdá, mayor Farfán? —exclamó la Diente de Oro al volver de la cocina—. ¡Para hartarse y estar todo el día echada no le duelen los ovarios; es como si a la hora de la batalla resultara un militar con que le duelen...!
Una risotada de ebrios ahogó su voz. Reían como escupiendo melcocha. Ella, mientras tanto, se volvió a decir al cantinero:
—¡A esta mula escandalosa iba yo a sustituirla con la muchachona que traje ayer de la Casa Nueva! ¡Lástima que se me accidentó!...
—¡Y bien güena que era...!
—Yo ya le dije al licenciado que veya cómo se las arregla para que el Auditor me devuelva mi pisto... No es así, no más, que se va a quedar con esos diez mil pesos ese hijo de puta... Así, papo...
—¡Por usté, pues!... ¡Porque lo que es ese likcencioso me tengo sabido que es un relágrima!
—¡Como todo santulón!
—¡Puesss... y de ajuste likcencioso, figúrese usté!
—¡Todo lo que vos quedrás, pero lo que yo te aseguro es que conmigo no se asegunda la bañada!... ¡No son zompopos, sino los meros culones, achís...!
No concluyó la frase por asomarse a la ventana a ver quién tocaba.
—¡Jesúsmaríasantísima, y toda la corte celestial! ¡Pensando en usté estaba y Dios me lo manda! —dijo en alta voz al caballero que esperaba a la puerta con el embozo hasta los ojos, bañados por la luz purpúrea del foco, y, sin contestarle las buenas noches, entróse a ordenar a la interina que abriera pronto.
—¡Ve, Pancha, abrí ligerito, date priesa; abrí, corré, ve, que es don Miguelito!
Doña Chón lo había conocido por pura corazonada y por los ojos de Satanás.
—¡Esos sí que son milagros!
Cara de Ángel paseó la mirada por el salón, mientras saludaba, tranquilizándose al encontrar un bulto que debía ser el mayor Farfán; una baba larga le colgaba del labio caído.
—¡Un milagrote, porque lo que es usté no sabe visitar a los pobres!
—No, doña Chón, ¡cómo va a ser eso!...
—¡Y viene que ni mandado a traer! Estaba yo clamando con todos los santos con un apuro que tengo y me lo traen a usté... —Pues ya sabe que estoy siempre a sus órdenes...
—Muchas gracias. Ando en un apuro que ái le voy a contar; pero antes quiero que se beba un trago.
—No se moleste...
—¡Qué molestia! ¡Alguna cosita, cualquier cosa, lo que desee, lo que le pida su corazón!... ¡Vaya, por no hacernos el desprecio...! Un güisquey le cae bien. Pero que se lo sirvan allá conmigo. Pase por aquí.
Las habitaciones de la Diente de Oro, separadas por completo del resto de la casa, quedaban como en un mundo aparte. En mesas, cómodas y consolas de mármol amontonábanse estampas, esculturas y relicarios de imágenes piadosas. Una Sagrada Familia sobresalía por el tamaño y la perfección del trabajo. Al Niñito Dios, alto como un lirio, lo único que le faltaba era hablar. Relumbraban a sus lados San José y la Virgen en traje de estrellas. La Virgen alhajada y San José con un tecomatillo formado con dos perlas que valían cada una un Potosí. En larga bomba agonizaba un Cristo moreno bañado en sangre y en ancho escaparate recubierto de conchas subía al cielo una Purísima, imitación en escultura del cuadro de Murillo, aunque lo que más valía era la serpiente de esmeralda enroscada a sus pies. Alternaban con las imágenes piadosas los retratos de dos Chón (diminutivo de Concepción, su verdadero nombre), a la edad de veinte años, cuando tuvo a sus plantas a un Presidente de la República que le ofrecía llevársela a París de Francia, dos magistrados de la Corte Suprema y tres carniceros que pelearon por ella a cuchilladas en una feria. Por ahí había arrinconado, para que no lo vieran las visitas, el retrato del sobreviviente, un mechudo que con el tiempo llegó a ser su marido.
—Siéntese en el sofá, don Miguelito, que en el sofá quedará más a su gusto.
—¡Vive usted muy bien, doña Chón!
—Procuro no pasar trabajos...
—¡Como en una iglesia!
—¡Vaya, no sea masón, no se burle de mis santos!
—¿Y en qué la puedo servir?...
—Pero antes bébase su güisquey...
—¡A su salud, pues!
—A la suya, don Miguelito, y disimule que no lo acompañe, pero es que estoy un poco mala de la inflamación: Ponga por aquí el vas...ito; en esta mesa lo vamos a poner; preste, démelo...
—Gracias...
—Pues, como le decía, don Miguelito, estoy en un gran apuro y quiero que me dé un consejo, de ésos que sólo saben dar ustedes, los como usté. De resultas de una mujer que tengo aquí en el negocio y que dialtiro no sirve para nada, me metí a buscar otra y averigüé por ái con una mi conocida, que en la Casa Nueva tenía presa, de orden del Auditor de Guerra, una muchachona muy tres piedras. Como yo sé dónde me aprieta el zapato, derecho me fui a donde mi licenciado, don Juan Vidalitas, quien ya otras veces me ha conseguido mujeres, para que le escribiera en mi nombre una buena carta al Auditor, ofreciéndole por esa fulana diez mil pesos.
—¿Diez mil pesos?
—Como usté lo oye. No se lo dejó decir dos veces. Contestó en el acto que estaba bueno, y al recibir el dinero, que yo personalmente le conté sobre su escritorio en billetes de a quiñentos, me dio una orden escrita para que en la Casa Nueva me entregaran a la mujer. Allí supe que era por política por lo que estaba presa. Parece que la capturaron en casa del general Canales...
—¿Cómo?
Cara de Ángel, que seguía el relato de la Diente de Oro sin prestar atención, con las orejas en la puerta, cuidando que no se le fuera a salir el mayor Farfán, a quien buscaba desde hacía muchas horas, sintió una red de alambres finos en la espalda al oír el nombre de Canales mezclado a aquel negocio. Aquella infeliz era, sin duda, la sirvienta Chabela, de quien hablaba Camila en el delirio de la fiebre.
—Perdóneme que la interrumpa... ¿Dónde está esa mujer?
—Va usté a saberlo, pero déjeme seguirle contando. Yo misma fui personalmente con la orden de la Auditoría, acompañada de dos muchachas a sacarla de la Casa Nueva. No quería que me fueran a dar gato por liebre. Fuimos en carruaje para más lujo. Y ái tiene usté que llegamos, que enseñé la orden, que la vieron bien leída, que la consultaron, que sacaron a la muchacha, que me la dieron, y, para no cansarlo, que la trajimos aquí a la casa, que aquí todos esperaban, que a todos les gustó... En fin, que estaba, don Miguelito, ¡para qué te hacés tristeza!
—¿Y dónde la tiene...?
Cara de Ángel estaba dispuesto a llevársela de allí esa misma noche. Los minutos se le hacían años en el relato de aquella vieja del diablo.
—Zacatillo come el conejo, dice usté..., como todos los chancles. Pero déjeme seguir continuando. Desde que salimos con ella de la Casa Nueva, me fijé que se empeñaba la mujer en no abrir los ojos y en no decir ni palabra. Se le hablaba y era como hablarle a la paré de enfrente. Para mí que eran mañas. También me fijé que apretaba en los brazos un tanatillo como del tamaño de un niño.
En la mente del favorito, la imagen de Camila se alargó hasta partirse por la mitad, como un ocho por la cintura, con ese movimiento rapidísimo de la pompa de jabón que rompe un disparo.
—¿Un niño?
—Efectivamente; mi cocinera, la Manuela Calvario Cristales, descubrió que lo que aquella desgraciada arrullaba era una criatura muertecita que ya jedía. Me llamó, corrí a la cocina y entre las dos se la quitamos a la pura fuerza, pero ái está, que todo fue separarle los brazos —casi se los quiebra la Manuela— y arrancarle al crío, como ella abrir los ojos, así, como los van a abrir los muertos el Día del Juicio, pegar un grito que debe haberse oído hasta el mercado, y caer redonda.
—¿Muerta?
—De momento así lo creímos. Vinieron por ella y se la llevaron envuelta en una sábana a San Juan de Dios. Yo no quise ver, me impresionó. De los ojos cerrados dicen que se le salía el llanto como esa agua que ya no sirve para nada.
Doña Chón se repuso en una pausa; luego añadió entre dientes:
—Las muchachas que fueron esta mañana a pasar visita al hospital preguntaron por ella y parece que sigue grave. Y aquí viene mi molestia. Como usté comprende no puedo ni pensar en que el Auditor se quede con mis diez mil pesos, y ando viendo cómo hago para que me los devuelva, que a santo de qué se va a quedar con lo que es mío, a santo de qué... ¡Preferiría mil veces regalarlos al hospicio o a los pobres!
—Que su abogado se los reclame, y en cuanto a esa pobre mujer...
—Si cabalmente hoy fue dos veces —perdone que le corte la palabra— el licenciado Vidalitas a buscarlo: una a su casa y otra a su despacho, y las dos veces le dijo lo mismo: que no me devolvía ni agua. Vea usté cómo es ese hombre sin vergüenza, que cuando se compra una vaca si se muere no pierde el que la vendió, sino el que la compró... Eso tratándose de animales, contimás de una gente... Así dice... ¡Ay, vea si me dan ganas...!
Cara de Ángel guardó silencio. ¿Quién era aquella mujer vendida? ¿Quién aquel niño muerto?
Doña Chón enseñó el diente de oro para amenazar:
—¡Ah, pero lo que es yo me voy a ir a dar una repasiada en él que no se la ha dado ni su madre...! ¡Por algo me meten presa! Sabe Dios lo que a uno le cuesta ganar el medio para que se lo deje robar así. ¡Viejo embustero, cara de india envuelta, maldito! Ya esta mañana mandé que le echaran tierra de muerto en la puerta de su casa. Ái me va a contar si hace huesos viejos...
—Y al niño, ¿lo enterraron?
—Aquí en casa lo velamos; las muchachas son muy embelequeras. Hubieron tamales...
—Fiesta...
—¡Vaya por allá!
—Y la policía, ¿qué hace...?
—Por pisto se consiguió la licencia. Al día siguiente nos fuimos a enterrarlo a la isla, en una caja preciosa de raso blanco.
—¿Y no teme usted que haya familia que le reclame el cadáver, al menos el aviso...?
—Sólo eso me faltaba; y ¿quién va a reclamar? Su padre está preso en la penitenciaría por político; es de apellido Rodas, y la madre, ya lo sabe usté, en el hospital.
Cara de Ángel sonrió interiormente, libre de un peso enorme. No era de la familia de Camila...
—Aconséjeme usté, don Miguelito, usté que es tan de a sombrero, qué debo hacer para que ese viejo chelón no se quede con mi dinero. ¡Son diez mil pesos, acuérdese...! ¿Acaso son frijoles?
—A mi juicio debe usted ver al Señor Presidente y quejarse a él. Solicítele audiencia y vaya confiada, que él se lo arreglará. Está en su mano.
—Es lo que yo había pensado y es lo que voy a hacer. Mañana le pongo un telegrama doble urgente pidiéndole audiencia. Vale que con él somos viejas amistades; cuando no era más que ministro tuvo pasión por mí. De eso ya hace rato. Yo era joven y bonita; parecía una lámina, como en aquella fotografía, vea... Recuerdo que vivíamos por El Cielito con mi nana, que en paz descanse, ya quien, vea usté lo que es la torcidura, me la dejó tuerta un loro de un picotazo; excuso decirle que tosté al loro —dos que hubieran sido— y se lo di a un chucho que por chucán se lo comió y le dio rabia. Lo más alegre que me acuerdo de ese tiempo es que por la casa pasaban todos los entierros. Va de pasar y va de pasar muertos... Y que por esa singraciada quebramos para siempre jamás con el Señor Presidente. A él le daban miedo los entierros, pero yo qué culpa tenía. Era muy lleno de cuentos y muy niño. Con nadita que fuera contra él creiba lo que se le contaba, o cuando era para darle el pase de su talento. Al principio, yo, que estaba bien gas por él, le borraba a puros besos largos aquel interminable pasar de muertos en cajones de todos colores. Después me cansé y lo dejé estar. Su mero cuatro era que uno le lamiera la oreja, aunque a veces le sabía a difunto. Como si lo estuviera viendo, ahí donde usté está sentado: su pañuelo de seda blanco amarrado al cuello con un nudito, el sombrero limeño, los botines con orejas rosadas y el vestido azul...
—Y después, lo que son las cosas; ya de Presidente, debe haber sido su padrino de matrimonio...
—Nequis... Al difunto de mi marido, que en paz descanse, no le venían esas cosas. «Sólo los chuchos necesitan de padrinos y testigos que los estén mirando cuando se casan», decía, y ái andan con racimo de chuchos detrás, todos con la lengua fuera y la baba caída... A la fotografía, sí fuimos, para que vea. Nos retrataron al ladito de un tremol, entre palomas disecadas. En el suelo había una alfombra muy tres piedras y un pellejo de tigre. Yo quedé de medio lado y mi marido echándome el brazo. Media vida el viejito que sacó el retrato, era bigotudo y algo curcucho; pero, eso sí, no sólo la máquina volaba lente, sino él también, al verme tan galanota. «Una sonrisita y entrelácense», decía con la voz muy hueca. Pero ésas si son viejadas, hablar de lo que pasó...