《总统先生》西班牙语(29)
XXIX
Consejo de Guerra
El proceso seguido contra Canales y Carvajal por sedición, rebelión y traición con todas sus agravantes, se hinchó de folios; tantos, que era imposible leerlo de un tirón. Catorce testigos contestes declaraban bajo juramento que encontrándose la noche del 21 de abril en el Portal del Señor, sitio en el que se recogían a dormir habitualmente por ser pobres de solemnidad, vieron al general Eusebio Canales y al licenciado Abel Carvajal lanzarse sobre un militar que, identificado, resultó ser el coronel José Parrales Sonriente, y estrangularlo a pesar de la resistencia que éste les opuso cuerpo a cuerpo, hecho un león, al no poderse defender con sus armas, agredido como fue con superiores fuerzas y a mansalva. Declaraban, además, que una vez perpetrado el asesinato, el licenciado Carvajal se dirigió al general Canales en estos o parecidos términos. «Ahora que ya quitamos de en medio al de la mulita, los jefes de los cuarteles no tendrán inconveniente en entregar las armas y reconocerlo a usted, general, como Jefe Supremo del Ejército. Corramos, pues, que puede amanecer y hagámoslo saber a los que en mi casa están reunidos, para que se proceda a la captura y muerte del Presidente de la República y a la organización de un nuevo gobierno.»
Carvajal no salía de su asombro. Cada página del proceso le reservaba una sorpresa. No, si mejor le daba risa. Pero era muy grave el cargo para reírse. Y seguía leyendo. Leía a la luz de una ventana con vistas a un patio poco abierto, en la salita sin muebles de los condenados a muerte. Esa noche se reuniría el Consejo de Guerra de Oficiales Generales que iba a fallar la causa y le había dejado allí a solas con el proceso para que preparara su defensa. Pero esperaron la última hora. Le temblaba el cuerpo. Leía sin entender ni detenerse, atormentado por la sombra que le devoraba el manuscrito, ceniza húmeda que se le iba deshaciendo poco a poco entre las manos. No alcanzó a leer gran cosa. Cayó el sol, consintióse la luz y una angustia de astro que se pierde le nubló los ojos. El último renglón, dos palabras, una rúbrica, una fecha, el folio... Vanamente intentó ver el número del folio; la noche se regaba en los pliegos como una mancha de tinta negra, y, extenuado, quedó sobre el mamotreto, como si en lugar de leerlo se lo hubiesen atado al cuello al tiempo de arrojarlo a un abismo. Las cadenas de los presos por delitos comunes sonaban a lo largo de los patios perdidos y más lejos se percibía amortiguado el ruido de los vehículos por las calles de la ciudad.
—Dios mío, mis pobres carnes heladas tienen más necesidad de calor y más necesidad de luz mis ojos, que todos los hombres juntos del hemisferio que ahora va a alumbrar el sol. Si ellos supieran mi pena, más piadosos que tú, Dios mío, me devolverían el sol para que acábara de leer...
Al tacto contaba y recontaba las hojas que no había leído. Noventa y una. Y pasaba y repasaba las yemas de los dedos por la cara de los infolios de grano grueso, intentando en su desesperación leer como los ciegos.
La víspera le habían trasladado de la Segunda Sección de Policía a la Penitenciaría Central, con gran aparato de fuerza, en carruaje cerrado, a altas horas de la noche; sin embargo, tanto le alegró verse en la calle, oírse en la calle, sentirse en la calle, que por un momento creyó que lo llevaban a su casa: la palabra se le deshizo en la boca amarga, entre cosquilla y lágrima.
Los esbirros le encontraron con el proceso en los brazos y el caramelo de calles húmedas en la boca; le arrebataron los papeles y, sin dirigirle la palabra, le empujaron a la sala donde estaba reunido el Consejo de Guerra.
—¡Pero, señor presidente! —adelantóse a decir Carvajal al general que presidía el consejo—. ¿Cómo podré defenderme, si ni siquiera me dieron tiempo para leer el proceso?
—Nosotros no podemos hacer nada en eso —contestó aquél—; los términos legales son cortos, las horas pasan y esto apura. Nos han citado para poner el «fierro».
Y cuanto sucedió en seguida fue para Carvajal un sueño, mitad rito, mitad comedia bufa. Él era el principal actor y los miraba a todos desde el columpio de la muerte, sobrecogido por el vacío enemigo que le rodeaba. Pero no sentía miedo, no sentía nada, sus inquietudes se le borraban bajo la piel dormida. Pasaría por un valiente. La mesa del tribunal estaba cubierta por la bandera, como lo prescribe la Ordenanza. Uniformes militares. Lectura de papeles. De muchos papeles. Juramentos. El Código Militar, como una piedra, sobre la mesa, sobre la bandera. Los pordioseros ocupaban las bancas de los testigos. Patahueca, con cara placentera de borracho, tieso, peinado, colocho, sholco, no perdía palabra de lo que leían ni gesto del Presidente del Tribunal. Salvador Tigre seguía el consejo con dignidad de gorila, escarbándose las narices aplastadas o los dientes granudos en la boca que le colgaba de las orejas. El Viuda, alto, huesudo, siniestro, torcía la cara con mueca de cadáver sonriendo a los miembros del Tribunal. Lulo, rollizo, arrugado, enano, con repentes de risa y de ira, de afecto y de odio, cerraba los ojos y se cubría las orejas para que supieran que no quería ver ni oír nada de lo que pasaba allí. Don Juan de la leva cuta, enfundado en su imprescindible leva, menudito, caviloso, respirando a familia burguesa en las prendas de vestir a medio uso que llevaba encima: corbata de plastrón pringada de miltomate, zapatos de charol con los tacones torcidos, puños postizos, pechera móvil y mudable, y en el tris de elegancia de gran señor que le daba su sombrero de paja y su sordera de tapia entera. Don Juan, que no oía nada, contaba los soldados dispuestos contra los muros a cada dos pasos en toda la sala. Cerca tenía a Ricardo el Tocador, con la cabeza y parte de la cara envuelta en un pañuelo de yerbas de colores, la nariz encarnada y la barba de escobilla sucia de alimentos. Ricardo el Tocador hablaba a solas, fijos los ojos en el vientre abultado de la sordomuda que babeaba las bancas y se rascaba los piojos del sobaco izquierdo. A la sordomuda seguía Pereque, un negro con sólo una oreja como bacinica. Y a Pereque, la Chica-miona, flaquísima, tuerta, bigotuda y hediendo a colchón viejo.
Leído el proceso, el fiscal, un militar peinado á la brosse, con la cabeza pequeñita en una guerrera de cuello dos veces más grande, se puso de pie para pedir la cabeza del reo. Carvajal volvió a mirar a los miembros del tribunal, buscando saber si estaban cuerdos. Con el primero que tropezaron sus pupilas no podía estar más borracho. Sobre la bandera se dibujaban sus manos morenas, como las manos de los campesinos que juegan a los pronunciados en una feria aldeana. Le seguía un oficial retinto que también estaba ebrio. Y el Presidente, que daba la más acabada impresión del alcohólico, casi se caía de la juma.
No pudo defenderse. Ensayó a decir unas cuantas palabras, pero inmediatamente tuvo la impresión dolorosa de que nadie le oía, y en efecto, nadie le oía. La palabra se le deshizo de la boca como pan mojado.
La sentencia, redactada y escrita de antemano, tenía algo de inmenso junto a los simples ejecutores, junto a los que iban a echar el «fierro», muñecos de oro y de cecina, que bañaba de arriba abajo la diarrea del quinqué; junto a los pordioseros de ojos de sapo y sombra de culebra, que manchaba de lunas negras el piso naranja; junto a los soldaditos, que se chupaban el barbiquejo; junto a los muebles silenciosos, como los de las casas donde se ha cometido un delito.
—¡Apelo de la sentencia!
Carvajal enterró la voz hasta la garganta.
—¡Déjese de cuentos —respingó el Auditor—; aquí no hay pelo ni apelo, será matatusa!
Un vaso de agua inmenso, que pudo coger porque tenía la inmensidad en las manos, le ayudó a tragarse lo que buscaba a expulsar su cuerpo: la idea del padecimiento, de lo mecánico de la muerte, el cheque de las balas con los huesos, la sangre sobre la piel viva, los ojos helados, los trapos tibios, la tierra. Devolvió el vaso con miedo y tuvo la mano alargada hasta que encontró la resolución del movimiento. No quiso fumar un cigarrillo que le ofrecieron. Se pellizcaba el cuello con los dedos temblorosos, rodando por los encalados muros del salón una mirada sin espacio, desasida del pálido cemento de su cara.
Por un pasadizo chiflonudo le llevaron casi muerto, con sabor de pepino en la boca, las piernas dobladas y un lagrimón en cada ojo.
—Lic, échese un trago... —le dijo un teniente de ojos de garza.
Se llevó la botella a la boca, que sentía inmensa, y bebió.
—Teniente —dijo una voz en la oscuridad—; mañana pasará usted a baterías. Tenemos orden de no tolerar complacencias de ninguna especie en los reos políticos.
Pasos adelante le sepultaron en una mazmorra de tres varas de largo por dos y media de ancho, en la que había doce hombres sentenciados a muerte, inmóviles por falta de espacio, unos contra otros como sardinas, los cuales satisfacían de pie sus necesidades pisando y repisando sus propios excrementos. Carvajal fue el número 13. Al marcharse los soldados, la respiración aquejante de aquella masa de hombres agónicos llenó el silencio del subterráneo que turbaban a lo lejos los gritos de un emparedado.
Dos y tres veces se encontró Carvajal contando maquinalmente los gritos de aquel infeliz sentenciado a morir de sed: ¡Sesenta y dos!... ¡Sesenta y tres!... ¡Sesenta y cuatro!...
La hedentina de los excrementos removidos y la falta de aire le hacían perder la cabeza y rodaba sólo él, arrancado de aquel grupo de seres humanos, contando los gritos del emparedado, por los despeñaderos infernales de la desesperación.
Lucio Vásquez se paseaba fuera de las bartolinas, ictérico, completamente amarillo, con las uñas y los ojos color de envés de hoja de encina. En medio de sus miserias, le sustentaba la idea de vengarse algún día de Genaro Rodas, a quien consideraba el causante de su desgracia. Su existencia se alimentaba de esa remota esperanza, negra y dulce como la rapadura. La eternidad habría esperado con tal de vengarse —tanta noche negra anidaba en su pecho de gusano en las tinieblas—, y sólo la visión del cuchillo que rasga la entraña y deja la herida como boca abierta, clarificaba un poco sus pensamientos enconosos. Las manos engarabatadas del frío; inmóvil como lombriz de lodo amarillo, hora tras hora saboreaba Vásquez su venganza. ¡Matarlo! ¡Matarlo! Y como si ya tuviera al enemigo cerca, arrastraba la mano por la sombra, sentía el pomo helado del cuchillo, y como fantasma que ensaya ademanes imaginativamente se abalanzaba sobre Rodas.
El grito del emparedado lo sacudía.
—¡Per Dio, per favori..., aaagua! ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua, Tineti, agua, agua! ¡Per Dio, per favori..., aaagua, aaaguaa... agua...!
El emparedado se somataba contra la puerta que había borrado por fuera una tapia de ladrillo, contra el piso, contra los muros.
—¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti! ¡Agua, per Dio, agua per favori, Tineti!
Sin lágrimas, sin saliva, sin nada húmedo, sin nada fresco, con la garganta en espinero de ardores, girando en un mundo de luces y manchas blancas, su grito no cesaba de martillar:
—¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti!
Un chino con la cara picada de viruelas cuidaba de los prisioneros. De siglo en siglo pasaba como postrer aliento de vida. ¿Existía aquel ser extraño, semidivino, o era una ficción de todos? Los excrementos removidos y el grito del emparedado les causaba vértigos y acaso, acaso, aquel ángel bienhechor era sólo una visión fantástica.
—¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti! ¡Per Dio, per favori, agua, agua, agua, agua!...
No faltaba trajín de soldados que entraban y salían golpeando los caites en las losas, y entre éstos, algunos que carcajeándose contestaban al emparedado:
—¡Tirolés, tirolés!... ¿Per qué te manchaste la gallina verde qui parla como la chente?
—¡Agua, per Dio, per favori, agua, signori, agua, per favori!
Vásquez masticaba su venganza y el grito del italiano que en el aire dejaba sed de bagazo de caña. Una descarga le cortó el aliento. Estaban fusilando. Debían ser las tres de la mañana.