Sintiéndose de pronto comunicativa, Jane le contó la historia del billete de lotería. Ambos estuvieron de acuerdo en que los sorteos eran románticos y agradables, y deploraron que el gobierno británico fuera, en eso, tan poco comprensivo.
Su charla fue interrumpida por un joven de traje castaño que llevaba un buen rato remoloneando por aquel lugar sin que ellos lo notaran.
Por fin se decidió a acercarse y, descubriéndose, se dirigió a Jane con gran aplomo:
—¿Señorita Jane Grey?
—Sí.
—Represento al Weekly Howl, señorita Grey. ¿Aceptaría usted el encargo de escribirnos un artículo sobre ese asesinato aéreo que han vivido ustedes? Podría exponer el punto de vista de uno de los viajeros...
—Me temo que no, gracias.
i Oh! i Vamos, señorita Grey! Se lo pagaríamos estupendamente.
—¿Cuánto?
—Cincuenta libras. Oh, bueno, tal vez algo más. Pongamos sesenta.
—No. No creo que me fuera posible. No sabría qué contar.
—Está bien —se apresuró a decir el muchacho—. No es necesario realmente que usted escriba el artículo. Uno de nuestros redactores la visitará para hacerle algunas preguntas y escribirá el texto de acuerdo con sus respuestas. No tendrá usted ni la más mínima molestia.
—Da lo mismo —respondió Jane—. Prefiero no hacerlo.
—¿Qué le parecerían cien libras? Mire, estoy dispuesto a darle esas cien si nos facilita usted una fotografia suya.
—No, no me gusta la idea.
—iDéjelo ya! —intervino Norman Gale—. La señorita Grey no quiere que se la moleste más.
—No, no me gusta la idea.
El joven se dirigió a él esperanzado.
—¿No es usted el señor Gale? Oiga, por favor: ya que a la señorita Grey no acaba de gustarle la idea, ¿qué le parece a usted? Quinientas palabras y le ofrezco los mismos honorarios que a la señorita Grey. Es un trato excelente, pues el asesinato de una mujer contado por otra mujer tiene más gancho para los lectores. Es una gran oportunidad lo que le ofrezco.
—No la acepto, ya ve usted. No escribiré una palabra para su periódico.
—Dinero aparte, sería una buena propaganda para su consulta. Mejoraría su situación profesional. Todos sus clientes lo leerían.
—Eso es precisamente lo que más temo —afirmó Norman Gale.
—Ya sabe usted que, en estos tiempos, no se puede hacer nada sin la publicidad.
—Es posible, pero todo depende de la clase de publicidad. Solo me queda la esperanza de que algunos de mis pacientes no lean la prensa y, por lo tanto, ignoren que estoy mezclado en un caso de asesinato. Bueno, ya le hemos contestado a usted los dos. ¿Se va usted por las buenas o no?
—No he dicho nada para molestarles —replicó el reportero sin turbarse ante aquel tono violento—. Buenas tardes. Pueden llamarme a la redacción si cambian de parecer. Aquí tienen mi tarjeta.