EN QUE LOS AConTECIMIENTOS MARCHAN AL GALOPE
Entregaron los serenos a Martín en manos del alcaide, y éste le llevó hasta un cuarto obscuro con un banco y una cantarilla para el agua.
—Demonio—exclamó Martín—, aquí hace mucho frío. ¿No hay sitio dónde dormir?
—Ahí tiene usted el banco.
—¿No me podrían traer un jergón y una manta para tenderme?
—Si paga usted…
—Pagaré lo que sea. Que me traigan un jergón y dos mantas.
El alcaide se fué, dejando a obscuras a Martín, y vino poco después con un jergón y las mantas pedidas. Le dió Martín un duro, y el carcelero, amansado, le preguntó:
—¿Qué ha hecho usted para que le traigan aquí?
—Nada. Venía distraído silbando por la calle. Y me ha dicho el sereno: «No se silba.» Me he callado, y sin más ni más, me han traído a la cárcel.
—¿Usted no se ha resistido?
—No.
—Entonces será por otra cosa por lo que le han encerrado.
Martín dijo que así se lo figuraba también él. Le dió las buenas noches el carcelero; contestó Zalacaín amablemente, y se tendió en el suelo.
—Aquí estoy tan seguro como en la posada—se dijo—. Allí me tienen en sus manos, y aquí también, luego estoy igual. Durmamos. Veremos lo que se hace mañana.
A pesar de que su imaginación se le insubordinaba, pudo conciliar el sueño y descansar profundamente.
Cuando despertó, vió que entraba un rayo de sol por una alta ventana iluminando el destartalado zaquizamí. Llamó a la puerta, vino el carcelero, y le preguntó:
—¿No le han dicho a usted por qué estoy preso?
—No.
—¿De manera que me van a tener encerrado sin motivo?
—Quizá sea una equivocación.
—Pues es un consuelo.
—¡Cosas de la vida! Aquí no le puede pasar a usted nada.
—¡Si le parece a usted poco estar en la cárcel!
—Eso no deshonra a nadie.
Martín se hizo el asustadizo y el tímido, y preguntó:
—¿Me traerá usted de comer?
—Sí. ¿Hay hambre, eh?
—Ya lo creo.
—¿No querrá usted rancho?
—No.
—Pues ahora le traerán la comida.—Y el carcelero se fué, cantando alegremente.
Comió Martín lo que le trajeron, se tendió envuelto en la manta, y después de un momento de siesta, se levantó a tomar una resolución.
—¿Qué podría hacer yo?—se dijo—. Sobornar al alcaide exigiría mucho dinero. Llamar a Bautista es comprometerle. Esperar aquí a que me suelten es exponerme a cárcel perpetua, por lo menos a estar preso hasta que la guerra termine… Hay que escaparse, no hay más remedio.
Con esta firme decisión, comenzó a pensar un plan de fuga. Salir por la puerta era difícil. La puerta, además de ser fuerte, se cerraba por fuera con llave y cerrojo. Después, aun en el caso de aprovechar una ocasión y poder salir de allá, quedaba por recorrer un pasillo largo y luego unas escaleras… Imposible.
Había que escapar por la ventana. Era el único recurso.
—¿A dónde dará esto?—se dijo.
Arrimó el banco a la pared, se subió a él, se agarró a los barrotes y a pulso se levantó hasta poder mirar por la reja. Daba el ventanillo a la plaza de la fuente, en donde el día anterior se había encontrado con el extranjero.
Saltó al suelo y se sentó en el banco. La reja, era alta, pequeña, con tres barrotes sin travesaño.
—Arrancando uno, quizá puediera pasar—se dijo Martín—. Y esto no sería difícil… luego necesitaría una cuerda. ¿De dónde sacaría yo una cuerda?… La manta… la manta cortada en liras me podía servir…
No tenía mas instrumento que un cortaplumas pequeño.
—Hay que ver la solidez de la reja—murmuró.
Volvió a subir. Se hallaba la reja empotrada en la pared, pero no tenía gran resistencia.
Los barrotes estaban sujetos por un marco de madera, y el marco en un extremo se hallaba apolillado. Martín supuso que no sería difícil romper la madera y quitar el barrote de un lado.
Cortó una tira de la manta y pasándola por el barrote de en medio y atándole después por los extremos formó una abrazadera y metió dos patas del banco en este anillo y las otras dos las sujetó en el suelo.
Contaba así con una especie de plano inclinado para llegar a la reja. Subió por él deslizándose, se agarró con la mano izquierda a un barrote y con la derecha armada del cortaplumas, comenzó a roer la madera del marco.
La postura no era cómoda, ni mucho menos, pero la constancia de Zalacaín no cejaba, y tras de una hora de rudo trabajo, logró arrancar el barrote de su alvéolo.
Cuando lo tuvo ya suelto, lo volvió a poner como antes, quitó el banco de su posición oblicua, ocultó las astillas arrancadas del marco de la ventana en el jergón, y esperó la noche.
El carcelero le llevó la cena, y Martín le preguntó con empeño si no habían dispuesto nada respecto a él, si pensaban tenerlo encerrado sin motivo alguno.
El carcelero se encogió de hombros y se retiró en seguida tarareando.
Inmediatamente que Zalacaín se vió solo, puso manos a la obra.
Tenía la absoluta seguridad de poderse escapar. Sacó el cortaplumas y comenzó a cortar las dos mantas de arriba abajo. Hecho esto, fué atando las tiras una a otra hasta formar una cuerda de quince brazas. Era lo que necesitaba.
Después pensó dejar un recuerdo alegre y divertido en la cárcel. Cogió la cantarilla del agua y le puso su boina y la dejó envuelta en el trozo que quedaba de manta.
—Cuando se asome el carcelero podrá creer que sigo aquí durmiendo. Si gano con esto un par de horas, me pueden servir admirablemente para escaparme.
Contempló el bulto con una sonrisa, luego subió a la reja, ató un cabo de la cuerda a los dos barrotes y el otro extremo lo echó fuera poco a poco. Cuando toda la cuerda quedó a lo largo de la pared, pasó el cuerpo con mil trabajos por la abertura, que dejaba el barrote arrancado, y comenzó a descolgarse resbalándose por el muro.
Cruzó por delante de una ventana iluminada. Vió a alguien que se movía a través de un cristal. Estaba a cuatro o cinco metros de la calle, cuando oyó ruido de pasos. Se detuvo en su descenso y ya comenzaban a dejar de oirse los pasos cuando cayó a tierra, metiendo algún estrépito.
Uno de los nudos debía de haberse soltado porque le quedaba un trozo de cuerda entre los dedos. Se levantó.
—No hay avería. No me he hecho nada—se dijo—. Al pasar por cerca de la fuente de la plaza tiró el resto de la cuerda al agua. Luego, deprisa, se dirigió por la calle de la Rua.
Iba marchando volviéndose para mirar atrás, cuando vió a la luz de un farol que oscilaba colgando de una cuerda dos hombres armados con fusiles, cuyas bayonetas brillaban de un modo siniestro. Estos hombres sin duda le seguían. Si se alejaba iba a dar a la guardia de extra-muros. No sabiendo qué hacer y viendo un portal abierto, entró en él, y empujando suavemente la puerta, la cerró.
Oyó el ruido de los pasos de los hombres en la acera. Esperó a que dejaran de oirse, y cuando estaba dispuesto a salir, bajó una mujer vieja al zaguán y echó la llave y el cerrojo de la puerta.
Martín se quedó encerrado. Volvieron a oirse los pasos de los que le perseguían.
—No se van—pensó.
Efectivamente, no sólo no se fueron, sino que llamaron en la casa con dos aldabonazos.
Apareció de nuevo la vieja con un farol y se puso al habla con los de fuera sin abrir.
—¿Ha entrado aquí algún hombre?—preguntó uno de los perseguidores.
—No.
—¿Quiere usted verlo bien? Somos de la ronda.
—Aquí no hay nadie.
—Registre usted el portal.
Martín, al oir esto, agazapándose, salió del portal y ganó la escalera.
La vieja paseó la luz del farol por todo el zaguán y dijo:
—No hay nadie, no, no hay nadie.
Martín pretendió volver al zaguán, pero la vieja puso el farol de tal modo que iluminaba el comienzo de la escalera. Martín no tuvo más remedio que retirarse hacia arriba y subir los escalones de dos en dos.
—Pasaremos aquí la noche—se dijo.
No había salida alguna. Lo mejor era esperar a que llegase el día y abriesen la puerta. No quería exponerse a que lo encontraran dentro estando la casa cerrada, y aguardó hasta muy entrada la mañana.
Serían cerca de las nueve cuando comenzó a bajar las escaleras cautelosamente. Al pasar por el primer piso vió en un cuarto muy lujoso, y extendido sobre un sofá, un uniforme de oficial carlista, con su boina y su espada. Tenía tal convencimiento Martín de que sólo a fuerza de audacia se salvaría, que se desnudó con rapidez, se puso el uniforme y la boina, luego se ciñó la espada, se echó el capote por encima y comenzó a bajar las escaleras, taconeando. Se encontró con la vieja de la noche anterior, y al verla la dijo:
—¿Pero no hay nadie en esta casa?
—¿Qué quería usted? No le había visto.
—¿Vive aquí el comandante don Carlos Ohando?
—No, señor, aquí no vive.
—¡Muchas gracias!
Martín salió a la calle, y embozado y con aire conquistador se dirigió a la posada en donde vivía Bautista.
—¡Tú!—exclamó Urbide—. ¿De dónde sales con ese uniforme? ¿Qué has hecho en todo en todo el día de ayer? Estaba intranquilo. ¿Qué pasa?
—Todo lo contaré. ¿Tienes el coche?
—Sí, pero…
—Nada, tráetelo en seguida, lo más pronto que puedas. Pero a escape.
Martín se sentó a la mesa y escribió con lápiz en un papel: «Querida hermana. Necesito verte. Estoy herido, gravísimo. Ven inmediatamente en el coche con mi amigo Zalacaín. Tu hermano, Carlos.»
Después de escribir el papel, Martín se paseó con impaciencia por el cuarto. Cada minuto le parecía un siglo. Dos horas larguísimas tuvo que estar esperando con angustias de muerte. Al fin, cerca de las doce, oyó un ruido de campanillas.
Se asomó al balcón. A la puerta aguardaba un coche tirado por cuatro caballos. Entre éstos distinguió Martín los dos jacos en cuyos lomos fueron desde Zumaya hasta Estella. El coche, un landó viejo y destartalado, tenía un cristal y uno de los faroles atado con una cuerda.
Bajó las escaleras Martín embozado en la capa, abrió la portezuela del coche, y dijo a Bautista:
—Al convento de Recoletas.
Bautista, sin replicar, se dirigió hacia el sitio indicado. Cuando el coche se detuvo frente al convento, Bautista, al salir Zalacaín, le dijo:
—¿Qué disparate vas a hacer? Reflexiona.
—¿Tú sabes cuál es el camino de Logroño?—preguntó Martín.
—Si.
—Pues toma por allá.
—Pero…
—Nada, nada, toma por allá. Al principio marcha despacio, para no cansar a los caballos, porque luego habrá que correr.
Hecha esta recomendación, Martín, muy erguido, se dirigió al convento.
—Aquí va a pasar algo gordo—se dijo Bautista preparándose para la catástrofe.
Llamó Martín, entró en el portal, preguntó a la hermana tornera por la señorita de Ohando y le dijo que necesitaba darle una carta. Le hicieron pasar al locutorio y se encontró allí con Catalina y una monja gruesa, que era la superiora. Las saludó profundamente y preguntó:
—¿La señorita de Ohando?
—Soy yo.
—Traigo una carta para usted de su hermano.
Catalina palideció y le temblaron las manos de la emoción. La superiora, una mujer gruesa, de color de marfil, con los ojos grandes y obscuros como dos manchas negras que le cogían la mitad de la cara, y varios lunares en la barbilla, preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Qué dice ese papel?
—Dice que mi hermano está grave… que vaya—balbuceó Catalina.
—¿Está tan grave?—preguntó la superiora a Martín.
—Si, creo que sí.
—¿En dónde se encuentra?
—En una casa de la carretera de Logroño—dijo Martín.
—¿Hacia Azqueta quizá?
—Sí, cerca de Azqueta. Le han herido en un reconocimiento.
—Bueno. Vamos—dijo la superiora—. Que venga también el señor Benito el demandadero.
Martín no se opuso y esperó a que se preparasen para acompañarlas. Al salir los cuatro a tomar el coche y al verles Bautista desde lo alto del pescante, no pudo menos de hacer una mueca de asombro. El demandadero montó junto a él.
—Vamos—dijo Martín a Bautista.
El coche partió; la misma superiora bajó las cortinas y sacando un rosario comenzó a rezar. Recorrió el coche la calle Mayor, atravesó el puente del Azucarero, la calle de San Nicolás, y tomó por la carretera de Logroño.
Al salir del pueblo, una patrulla carlista se acercó al coche. Alguien abrió la portezuela y la volvió a cerrar en seguida.
—Va la madre superiora de las Recoletas a visitar a un enfermo—dijo el demandadero con voz gangosa.
El coche siguió adelante al trote lento de los caballos. Lloviznaba, la noche estaba negra, no brillaba ni una estrella en el cielo. Se pasó una aldea, luego otra.
—¡Qué lentitud!—exclamó la monja.
—Es que los caballos son muy malos—contestó Martín.
Pasaron deprisa otra aldea, y cuando no tenían delante ni atrás pueblos ni casas próximos, Bautista aminoró la marcha. Comenzaba a anochecer.
—¿Pero qué pasa?—dijo de pronto la superiora—. ¿No llegamos todavía?
—Pasa, señora—contestó Zalacaín—que tenemos que seguir adelante.
—¿Y por qué?
—Hay esa orden.
—¿Y quién ha dado esa orden?
—Es un secreto.
—Pues hagan el favor de parar el coche, porque voy a bajar.
—Si quiere usted bajar sola, puede usted hacerlo.
—No, iré con Catalina.
—Imposible.
La superiora lanzó una mirada furiosa a Catalina, y al ver que bajaba los ojos, exclamó:
—¡Ah! Estaban entendidos.
—Sí, estamos entendidos—contestó Martín—.Esta señorita es mi novia y no quiere estar en el convento, sino casarse conmigo.
—No es verdad, yo lo impediré.
—Usted no lo impedirá porque no podrá impedirlo.
La superiora se calló. Siguió el coche en su marcha pesada y monótona por la carretera. Era ya media noche cuando llegaron a la vista de Los Arcos.
Doscientos metros antes detuvo Bautista los caballos y saltó del pescante.
—Tú—le dijo a Zalacaín en vascuence—tenemos un caballo aspeado, si pudieras cambiarlo aquí…
—Intentaremos.
—Y si se pudieran cambiar los dos, sería mejor.
—Voy a ver. Cuidado con el demandadero y con la monja, que no salgan.
Desenganchó Martín los caballos y fué con ellos a la venta.
Le salió al paso una muchacha redondita, muy bonita y de muy mal humor. Le dijo Martín, lo que necesitaba, y ella replicó que era imposible, que el amo estaba acostado.
—Pues hay que despertarle.
Llamaron al posadero y éste presentó una porción de obstáculos, adujo toda clase de pretextos, pero al ver el uniforme de Martín se avino a obedecer y mandó despertar al mozo. El mozo no estaba.
—Ya ve usted, no está el mozo.
—Ayúdeme usted, no tenga usted mal genio—le dijo Martín a la muchacha tomándole la mano y dándole un duro—. Me juego la vida en esto.
La muchacha guardó el duro en el delantal, y ella misma sacó dos caballos de la cuadra y fué con ellos cantando alegremente:
La Virgen del Puy de Estella le dijo a la del Pilar: Si tú eres aragonesa yo soy navarra y con sal.
Martín pagó al posadero y quedó con él de acuerdo en el sitio en donde tenía que dejar los caballos en Logroño.
Entre Bautista, Martín y la moza, reemplazaron el tiro por completo. Martín acompañó a la muchacha, y cuando la vió sola la estrechó por la cintura y la besó en la mejilla.
—¡También usted es posma!—exclamó ella con desgarro.
—Es que usted es navarra y con sal y yo quiero probar de esa sal—replicó Martín.
—Pues tenga usted cuidado no le haga daño.
—¿Quién lleva usted en el coche?
—Unas viejas.
—¿Volverá usted por aquí?
—En cuanto pueda.
—Pues, adiós.
—Adiós, hermosa. Oiga usted. Si le preguntan por donde hemos ido diga usted que nos hemos quedado aquí.
—Bueno, así lo haré.
El coche pasó por delante de Los Arcos. Al llegar cerca de Sansol, cuatro hombres se plantaron en el camino.
—¡Alto!—gritó uno de ellos que llevaba un farol.
Martín saltó del coche y desenvainó la espada.
—¿Quién es?—preguntó.
—Voluntarios realistas—dijeron ellos.
—¿Qué quieren?
—Ver si tienen ustedes pasaporte.
Martín sacó salvoconducto y lo enseñó. Un viejo, de aire respetable, tomó el papel y se puso a leerlo.
—¿No vé usted que soy oficial?—preguntó Martín.
—No importa—replicó el viejo—. ¿Quién va adentro?
—Dos madres recoletas que marchan a Logroño.
—¿No saben ustedes que en Viana están los liberales?—preguntó el viejo.
—No importa, pasaremos.
—Vamos a ver a esas señoras—murmuró el vejete.
—¡Eh, Bautista! Ten cuidado—dijo Martín en vasco.
Descendió Urbide del pescante y tras él saltó el demandadero. El viejo jefe de la patrulla abrió la portezuela del coche y echó la luz del farol al rostro de las viajeras.
—¿Quiénes son ustedes?—preguntó la superiora con presteza.
—Somos voluntarios de Carlos VII.
—Entonces que nos detengan. Estos hombres nos llevan secuestradas.
No acababa de decir esto cuando Martín dió una patada al farol que llevaba el viejo, y después de un empujón echó al anciano respetable a la cuneta de la carretera. Bautista arrancó el fusil a otro de la ronda, y el demandadero se vió acometido por dos hombres a la vez.
—¡Pero si yo no soy de estos. Yo soy carlista—gritó el demandadero.
Los hombres, convencidos, se echaron sobre Zalacaín, éste cerró contra los dos; uno de los voluntarios le dió un bayonetazo en el hombro izquierdo, y Martín, furioso por el dolor, le tiró una estocada que le atravesó de parte a parte.
La patrulla se había declarado en fuga, dejando un fusil en el suelo.
—¿Estás herido?—preguntó Bautista a su cuñado.
—Sí, pero creo que no es nada. Hala, vámonos.
—¿Llevamos este fusil?
—Sí, quítale la cartuchera a ese que yo he tumbado, y vamos andando.
Bautista entregó un fusil y una pistola a Martín.
—Vamos, ¡adentro!—dijo Martín al demandadero.
Éste se metió temblando en el coche que partió, llevado al galope por los caballos. Pasaron por en medio de un pueblo. Algunas ventanas se abrieron y salieron los vecinos, creyendo sin duda que pasaba un furgón de artillería. A la media hora Bautista se paró. Se había roto una correa y tuvieron que arreglarla, haciéndole un agujero con el cortaplumas. Estaba cayendo un chaparrón que convertía la carretera en un barrizal.
—Habrá que ir más despacio—dijo Martín.
Efectivamente, comenzaron a marchar más despacio, pero al cabo de un cuarto de hora se oyó a lo lejos como un galope de caballos. Martín se asomó a la ventana; indudablemente los perseguían.
El ruido de las herraduras se iba acercando por momentos.
—¡Alto! ¡Alto!—se oyó gritar.
Bautista azotó los caballos y el coche tomó una una carrera vertiginosa. Al llegar a las curvas, el viejo landó se torcía y rechinaba como si fuera a hacerse pedazos. La superiora y Catalina rezaban; el demandadero gemía en el fondo del coche.
—¡Alto! ¡Alto!—gritaron de nuevo.
—¡Adelante, Bautista! ¡Adelante!—dijo Martín, sacando la cabeza por la ventanilla.
En aquel momento sonó un tiro, y una bala pasó silbando a poca distancia. Martín cargó la pistola, vió un caballo y un ginete que se acercaban al coche, hizo fuego y el caballo cayó pesadamente al suelo. Los perseguidores dispararon sobre el coche que fué atravesado por las balas. Entonces Martín cargó el fusil y, sacando el cuerpo por la ventanilla, comenzó a hacer disparos atendiendo al ruido de las pisadas de los caballos; los que les seguían disparaban también, pero la noche estaba negra y ni Martín ni los perseguidores afinaban la puntería. Bautista, agazapado en el pescante, llevaba los caballos al galope; ninguno de los animales estaba herido, la cosa iba bien.
Al amanecer cesó la persecución. Ya no se veía a nadie en la carretera.
—Creo que podemos parar—gritó Bautista—. ¿Eh? Llevamos otra vez el tiro roto. ¿Paramos?
—Sí, para—dijo Martín—; no se ve a nadie.
Paró Bautista, y tuvieron que componer de nuevo otra correa.
El demandadero rezaba y gemía en el coche; Zalacaín le hizo salir de dentro a empujones.
—Anda, al pescante—le dijo—. ¿Es que tú no tienes sangre en las venas, sacristán de los demonios?—le preguntó.
—Yo soy pacífico y no me gusta mezclarme en estas cosas ni hacer daño a nadie—contestó refunfuñando.
—¿No serás tú una monja disfrazada?
—No, soy un hombre.
—¿No te habrás equivocado?
—No, soy un hombre, un pobre hombre, si le parece a usted mejor.
—Eso no impedirá que te metan unas píldoras de plomo en esa grasa fría que forma tu cuerpo.
—¡Qué horror!
—Por eso debes comprender, hombre linfático, que cuando se encuentra uno en el caso de morir o de matar, no puede uno andarse con tonterías ni con rezos.
Las palabras rudas de Martín reanimaron un poco al demandadero.
Al subir Bautista al pescante, le dijo Martín:
—¿Quieres que guíe yo ahora?
—No, no. Yo voy bien. Y tú, ¿cómo tienes la herida?
—No debe de ser nada.
—¿Vamos a verla?
—Luego, luego; no hay que perder tiempo.
Martín abrió la portezuela, y, al sentarse, dirigiéndose a la superiora, dijo:
—Respecto a usted, señora, si vuelve usted a chillar, la voy a atar a un árbol y a dejarla en la carretera.
Catalina, asustadísima, lloraba. Bautista subió al pescante y el demandadero con él. Comenzó el carruaje a marchar despacio, pero, al poco tiempo, volvieron a oirse como pisadas de caballos.
Ya no quedaban municiones; los caballos del coche estaban cansados.
—Vamos, Bautista, un esfuerzo—grito Martín, sacando la cabeza por la ventanilla—. ¡Así! Echando chispas.
Bautista, excitado, gritaba y chasqueaba el látigo. El coche pasaba con la rapidez de una exhalación, y pronto dejó de oirse detrás el ruido de pisadas de caballos.
Ya estaba clareando; nubarrones de plomo corrían a impulsos del viento, y en el fondo del cielo rojizo y triste del albase adivinaba un pueblo en un alto. Debía de ser Viana.
Al acercarse a él, el coche tropezó con una piedra, se soltó una de las ruedas, la caja se inclinó y vino a tierra. Todos los viajeros cayeron revueltos en el barro. Martín se levantó primero y tomó en brazos a Catalina.
—¿Tienes algo?—la dijo.
—No, creo que no—contestó ella, gimiendo.
La superiora se había hecho un chichón en la trente y el demandadero dislocado una muñeca.
—No hay averías importantes—dijo Martín—.¡Adelante!
Los viajeros entonaban un coro de quejas y de lamentos.
—Desengancharemos y montaremos a caballo—dijo Bautista.
—Yo no. Yo no me muevo de aquí—replicó la superiora.
La llegada del coche y su batacazo no habían pasado inadvertidos, porque, pocos momentos después, avanzó del lado de Viana media compañía de soldados.
—Son los guiris—dijo Bautista a Martín.
—Me alegro.
La media compañía se acercó al grupo.
—¡Alto!—gritó el sargento—. ¿Quién vive?
—España.
—Daos prisioneros.
—No nos resistimos.
El sargento y su tropa quedaron asombrados, al ver a un militar carlista, a dos monjas y a sus acompañantes llenos de barro.
—Vamos hacia el pueblo—les ordenaron.
Todos juntos, escoltados por los soldados, llegaron a Viana.
Un teniente que apareció en la carretera, preguntó:
—¿Qué hay, sargento?
—Traemos prisioneros a un general carlista y a dos monjas.
Martín se preguntó por qué le llamaba el sargento general carlista; pero, al ver que el teniente le saludaba, comprendió que el uniforme, cogido por él en Estella, era de un general.